sábado, 29 de marzo de 2025

La Voz del Verbo: ¿Afirmó Jesús Ser Dios? - Andres Martinez






"La Voz del Verbo: ¿Afirmó Jesús Ser Dios?"
 
En el corazón de la fe cristiana yace una pregunta que ha resonado a través de los siglos: 
 
¿Quién es Jesús de Nazaret? 
 
Para algunos, fue un maestro sabio; para otros, un profeta poderoso. Pero la Iglesia, desde sus inicios, ha proclamado una verdad más audaz: 
 
Jesús es Dios encarnado, el Verbo eterno hecho carne. 
 
Sin embargo, surge una objeción persistente: "Jesús nunca dijo que era Dios, ¿o sí?" Este capítulo explorará las palabras y acciones de Cristo en los Evangelios, demostrando que, aunque no pronunció la frase exacta "Yo soy Dios," su testimonio sobre sí mismo, entendido en su contexto histórico y respaldado por la teología reformada, revela inequívocamente su identidad divina. Acompáñame en este viaje a través de las Escrituras, donde la voz del Salvador resuena con autoridad celestial.
 
I. El eco del "Yo Soy": Afirmaciones explícitas de divinidad

Imagina una escena en el templo de Jerusalén: una multitud escucha a Jesús mientras los líderes religiosos lo desafían. En medio del debate, Él pronuncia palabras que detienen el tiempo: 
 
"De cierto, de cierto os digo: Antes que Abraham fuese, yo soy" (Juan 8:58). 
 
Para el oído moderno, esto podría parecer una simple declaración de existencia. Pero para los judíos del siglo I, fue un trueno teológico. La frase "Yo soy" (ego eimi en griego) no era un giro casual; evocaba el nombre sagrado de Dios revelado a Moisés en la zarza ardiente: 
 
"YO SOY EL QUE SOY" (Éxodo 3:14). 
 
En hebreo, este nombre, YHWH, era tan santo que no se pronunciaba. Al apropiarse de él, Jesús no solo afirmaba preexistencia, sino que se identificaba con la esencia eterna de Dios.

La reacción de la multitud lo confirma: 
 
"Tomaron entonces piedras para arrojárselas" (Juan 8:59). 
 
¿Por qué? Porque entendieron que Jesús reclamaba ser Dios, un acto de blasfemia castigado con la muerte según Levítico 24:16. 
 
Juan Calvino, el gran reformador, reflexiona sobre este pasaje en su Comentario al Evangelio de Juan: 
 
"Cristo no se limita a decir que existió antes de Abraham, sino que, al usar 'Yo soy,' se reviste del nombre inefable de Dios, declarando su eternidad y deidad." 
 
Este no es un malentendido; es una revelación.

Otro momento clave ocurre en Juan 10:30, cuando Jesús proclama: 
 
"Yo y el Padre uno somos." 
 
No habla de una mera unidad de propósito, como algunos podrían sugerir, sino de una identidad esencial. Los judíos lo captan de inmediato: 
 
"Por buena obra no te apedreamos, sino por la blasfemia; porque tú, siendo hombre, te haces Dios" (Juan 10:33). 
 
Charles Spurgeon, el "príncipe de los predicadores" reformados, escribe con pasión: 
 
"Si Cristo no fuera Dios, estas palabras serían una arrogancia intolerable. Pero siendo Él el Hijo eterno, son la roca sobre la cual edificamos nuestra esperanza." 
 
La unidad con el Padre no es una metáfora; es una afirmación ontológica de divinidad.

Finalmente, considera cómo Jesús acepta adoración, un privilegio exclusivo de Dios. Tras su resurrección, las mujeres lo encuentran y "le abrazaron los pies, y le adoraron" (Mateo 28:9). Tomás, al verlo, exclama: "¡Señor mío, y Dios mío!" (Juan 20:28). Jesús no lo reprende, como hicieron los ángeles (Apocalipsis 19:10) o Pedro (Hechos 10:25-26), sino que lo bendice (Juan 20:29). 
 
Louis Berkhof, en su monumental Teología Sistemática, observa: 
 
"Al recibir adoración, Cristo se coloca en el trono de la deidad, confirmando con hechos lo que sus palabras insinúan." Estas afirmaciones explícitas, aunque no usan la fórmula exacta "Soy Dios," son inequívocas en su contexto.
 
 
II. El reflejo de la gloria: Afirmaciones implícitas de divinidad

Más allá de sus palabras, las acciones de Jesús pintan un retrato divino con pinceladas audaces. Sus milagros, enseñanzas y autoridad revelan una identidad que trasciende lo humano. Tomemos, por ejemplo, su poder para perdonar pecados. 
 
En Marcos 2:5, ante un paralítico, Jesús declara: 
 
"Hijo, tus pecados te son perdonados." 
 
Los escribas, atónitos, murmuran: 
 
"¿Quién puede perdonar pecados, sino solo Dios?" (Marcos 2:7). 
 
Tienen razón: Isaías 43:25 reserva este derecho a YHWH: "Yo, yo soy el que borro tus rebeliones por amor de mí mismo." Jesús no corrige su teología; la confirma al sanar al hombre, diciendo: 
 
"Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados" (Marcos 2:10). 
 
Calvino escribe: "Aquí Cristo no solo reclama un poder divino, sino que lo demuestra, silenciando a sus críticos con la evidencia de su deidad."

Otro reflejo brilla en Marcos 2:28, cuando Jesús afirma: 
 
"El Hijo del Hombre es Señor aun del sábado." 
 
El sábado, instituido por Dios en Éxodo 20:8-11, era un pilar de la identidad judía. ¿Quién podría reclamar autoridad sobre él sino su Creador? 
 
R.C. Sproul, teólogo reformado contemporáneo, señala: 
 
"Al declararse Señor del sábado, Jesús no solo desafía a los fariseos, sino que se identifica con el Dios que santificó ese día." 
 
Esta autoridad no es delegada; es inherente.

Además, Jesús habla de su preexistencia en Juan 17:5:
 
"Glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese." 
 
Estas palabras, pronunciadas en su oración sacerdotal, revelan una existencia eterna junto al Padre, un atributo exclusivo de Dios. Juan 1:1-3 lo amplifica: 
 
"En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios... Todas las cosas por él fueron hechas." 
 
El Verbo no es un ser creado; es el Creador. Estas afirmaciones implícitas, tejidas en el tapiz de su ministerio, forman un testimonio irresistible de su divinidad.
 
 
III. El juicio de los testigos: La percepción de sus contemporáneos

Si las palabras y obras de Jesús fueran ambiguas, podríamos esperar confusión entre sus oyentes. Pero la respuesta de sus contemporáneos es clara: lo entendieron como alguien que se igualaba a Dios. En su juicio ante el Sanedrín, el Sumo Sacerdote lo interroga: 
 
"¿Eres tú el Cristo, el Hijo del Bendito?" Jesús responde: "Yo soy; y veréis al Hijo del Hombre sentado a la diestra del poder de Dios, y viniendo en las nubes del cielo" (Mateo 26:63-64). 
 
Esta declaración fusiona Daniel 7:13-14, donde una figura divina recibe dominio eterno, con Salmo 110:1, donde el Señor invita a otro "Señor" a sentarse a su diestra. El Sumo Sacerdote rasga sus vestiduras y grita: 
 
"¡Ha blasfemado!" (Mateo 26:65). 
 
No lo acusan por ser un profeta, sino por afirmar ser Dios.

Spurgeon reflexiona: "Los judíos no lo clavaron en la cruz por sus milagros o sus parábolas, sino porque captaron la magnitud de sus palabras. Su error no fue entenderlo, sino rechazarlo." 
 
Cada intento de apedrearlo, cada acusación de blasfemia, testifica que sus oyentes percibieron lo que Él proclamaba: una identidad divina.
 
 
IV. La roca de la Reforma: Perspectiva teológica reformada

La tradición reformada, arraigada en la Sola Scriptura, ha defendido con vigor la deidad de Cristo como fundamento de la salvación. 
 
Juan Calvino, en su Institución de la Religión Cristiana (Libro II, Capítulo 14), argumenta que Jesús revela su divinidad progresivamente: 
 
"Hablando como hombre, no oculta su deidad, sino que la manifiesta para que, por fe, veamos al Hijo de Dios en el Hijo del Hombre." 
 
Para Calvino, las palabras de Cristo son un puente entre su humildad humana y su gloria divina, invitándonos a adorarlo.

La Confesión de Fe de Westminster (1646), un pilar del pensamiento reformado, declara en el Capítulo VIII: 
 
"El Hijo de Dios, la segunda persona de la Trinidad, siendo verdadero y eterno Dios, de una misma sustancia e igual al Padre, tomó sobre sí la naturaleza humana." 
 
Este credo se apoya en Colosenses 2:9: 
 
"Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad." 
 
Los reformadores no inventaron esta doctrina; la extrajeron de las Escrituras, donde Cristo brilla como Dios encarnado.
 
 
V. La objeción silenciada: ¿Por qué no fue más explícito?

Algunos podrían preguntar: 
 
"Si Jesús era Dios, ¿por qué no lo dijo más claramente?" 
 
La respuesta yace en su misión y contexto. En una cultura judía monoteísta, afirmar "Soy Dios" sin preparación habría sido un escándalo prematuro (Juan 7:6: "Mi tiempo aún no ha venido"). Jesús eligió revelar su deidad a través de signos y palabras que invitaran a la fe, no solo a la confrontación. Juan 20:31 lo resume: 
 
"Estas cosas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre." 
 
 
Su claridad no está en una sola frase, sino en el coro de su vida.
 
 
Conclusión: El Verbo que habla eternamente

Jesús no necesitó decir "Soy Dios" en esas palabras exactas porque su testimonio resuena con una autoridad que trasciende el lenguaje humano. 
 
Con "Yo soy," se identifica con el Dios de la zarza. Con "Yo y el Padre uno somos," proclama unidad divina. Con sus obras—perdonando pecados, gobernando el sábado, aceptando adoración—pinta su deidad en colores vivos. Sus contemporáneos lo entendieron, y la tradición reformada lo ha afirmado: Jesús es Dios. Este capítulo no es solo una defensa teológica; es una invitación a escuchar la voz del Verbo y, como Tomás, exclamar: 
 
"¡Señor mío, y Dios mío!" 
 
¿Qué eco de esta verdad resuena en tu corazón hoy?

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