El Mito del Libre Albedrío y la Realidad de la Gracia Soberana
“Conozco, oh Jehová, que el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos.”
(Jeremías 10:23, RVR1960)
Una Creencia Común, Pero Mal Entendida
En casi todos los círculos, tanto religiosos como seculares, se habla del “libre albedrío” como si fuera una verdad incuestionable. Se le atribuye al ser humano una capacidad casi mística: la libertad absoluta para decidir su destino, elegir entre el bien y el mal, y determinar su camino sin restricciones. Es común escuchar que el libre albedrío es el gran poder del alma humana, que nos permite moldear nuestras vidas a nuestro antojo. Pero, ¿qué significa realmente este concepto tan extendido? ¿Es el libre albedrío la clave para entender nuestra relación con Dios, o es más bien un mito que obscurece la verdad de nuestra condición espiritual?
Nadie puede negar que el hombre tiene albedrío, es decir, la capacidad de tomar decisiones, de elegir entre opciones y de trazar planes para su vida. Podemos decidir qué decir, qué hacer o qué pensar en un momento dado. Sin embargo, la Escritura nos invita a reflexionar profundamente sobre la verdadera naturaleza de esa libertad. ¿Es realmente tan libre como creemos? ¿O está limitada por una realidad más profunda que a menudo ignoramos? En este capítulo, examinaremos la enseñanza bíblica sobre el albedrío humano, su alcance y sus límites, y cómo la soberanía de Dios redefine nuestra comprensión de la libertad.
La Debilidad del Albedrío Humano
Aunque el hombre tiene la capacidad de tomar decisiones, la Biblia nos muestra que esa capacidad no es tan poderosa ni autónoma como muchos suponen. Sí, podemos trazar planes y soñar con grandes proyectos, pero no tenemos la garantía de llevarlos a cabo. La Escritura está llena de ejemplos que ilustran esta verdad. Consideremos la historia de José en Génesis. Sus hermanos, movidos por envidia y odio, decidieron venderlo como esclavo, con la intención de hacerle daño. Pero lo que ellos planearon para mal, Dios lo usó para bien, elevando a José como gobernante en Egipto y preservando a su familia durante una hambruna devastadora. José mismo lo reconoció al decir: “Vosotros pensasteis mal contra mí, mas Dios lo encaminó a bien” (Génesis 50:20).
Este principio se repite a lo largo de las Escrituras. Proverbios 16:9 declara: “El corazón del hombre piensa su camino; mas Jehová endereza sus pasos”. Y el profeta Jeremías, con humildad, confiesa: “Conozco, oh Jehová, que el hombre no es señor de su camino, ni del hombre que camina es el ordenar sus pasos” (Jeremías 10:23). Podemos elegir, podemos planificar, pero nuestros planes están sujetos a los propósitos soberanos de Dios. Él es quien dirige el curso de nuestras vidas, no nosotros.
Un ejemplo claro de esta limitación lo encontramos en la parábola del rico insensato, narrada por Jesús en Lucas 12:18-20. Este hombre, lleno de confianza en su riqueza, planea derribar sus graneros, construir otros más grandes y disfrutar de una vida de comodidad. Pero esa misma noche, Dios le dice: “Necio, esta noche vienen a pedir tu alma”. Tenía libertad para soñar y proyectar, pero no para ejecutar sus intenciones. Su albedrío no pudo garantizarle el futuro, porque solo Dios tiene el control último.
Esto debería hacernos reflexionar. En lugar de gloriarnos en nuestra supuesta autonomía, debemos reconocer con humildad que los propósitos de Dios determinan nuestras vidas. Cualquier jactancia sobre el libre albedrío humano es peligrosa, porque ignora la soberanía divina y nuestra dependencia absoluta de la voluntad de Dios.
La Naturaleza Humana: Esclava del Pecado, No Neutral
Una de las ideas más comunes sobre el libre albedrío es que la naturaleza humana es neutral, capaz de elegir libremente entre el bien y el mal. Se dice que el hombre tiene la capacidad innata de optar por lo bueno si así lo desea. Sin embargo, la Biblia desmiente esta noción con claridad abrumadora. La naturaleza humana, después de la caída, no es neutral; está inclinada hacia el mal de manera constante. Jeremías 13:23 lo plantea con una pregunta retórica: “¿Mudará el etíope su piel, y el leopardo sus manchas? Así también, ¿podéis vosotros hacer bien, estando habituados a hacer mal?”. La respuesta implícita es no. El hombre, por naturaleza, está esclavizado al pecado y no tiene la capacidad de hacer el bien verdadero que agrade a Dios.
El apóstol Pablo lo expresa aún más directamente en Romanos 3:23: “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios”. No hay excepciones. No hay un grupo de personas que, por su libre albedrío, pueda agradar a Dios o alcanzar la justicia por sus propios medios. Si el libre albedrío tuviera el poder de hacernos justos ante Dios, Pablo habría señalado excepciones, pero no lo hace. Todos, sin distinción, estamos destituidos de la gloria de Dios a causa del pecado.
Esto tiene implicaciones profundas para nuestra comprensión de la libertad humana. Si nuestra naturaleza está inclinada al mal, nuestro albedrío no es libre en el sentido absoluto que muchos imaginan; está esclavizado a esa naturaleza pecaminosa. Sin una transformación sobrenatural, nuestras elecciones siempre tenderán hacia el pecado y la rebelión contra Dios. Como dijo Jesús: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7). Sin ese nuevo nacimiento, sin esa intervención divina que renueve nuestro corazón, no podemos ni siquiera desear las cosas de Dios, mucho menos elegirlas.
El Mito de la Libertad Espiritual
A pesar de estas verdades bíblicas, muchos insisten en que el libre albedrío humano tiene el poder de tomar la decisión final en asuntos espirituales, como aceptar o rechazar la vida eterna en Cristo. Se argumenta que Dios ofrece la salvación, pero que depende del hombre decidir si la recibe o no, usando su supuesto libre albedrío. Se dice que Dios otorgará una nueva naturaleza a aquellos que, por su propia voluntad, elijan a Cristo. Pero esta idea plantea una pregunta fundamental: ¿Cómo puede un corazón esclavizado al pecado elegir voluntariamente a Jesús?
Jesús mismo aborda esta cuestión en Juan 8:41-45, cuando confronta a los líderes religiosos que lo rechazan. Les dice: “A mí, porque digo la verdad, no me creéis” (Juan 8:45). Y explica por qué: son hijos de Satanás, quien aborrece la verdad y ha impartido ese mismo rechazo a sus descendientes espirituales. Si la naturaleza humana, apartada de Dios, odia la verdad, ¿cómo puede el libre albedrío superar esa aversión y elegir creer? La respuesta es que no puede, no por sí mismo.
Aquí es donde la enseñanza de Pablo en Romanos 3:21-25 entra como un rayo de luz que disipa las sombras del error. Pablo declara que la justicia de Dios se ha manifestado “sin la ley”, y que es recibida “por fe en Jesucristo”, para todos los que creen, sin distinción (Romanos 3:22). No hay mención alguna de un libre albedrío que pueda alcanzar esta justicia por obras o decisiones propias. Al contrario, Pablo enfatiza que “todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Romanos 3:23), y que la salvación es un regalo de la gracia de Dios, no un logro del esfuerzo humano.
Estos versículos son un golpe mortal a la idea del libre albedrío como medio de salvación. Si el hombre pudiera salvarse por sus propias decisiones o acciones, entonces la justicia de Dios dependería de la ley y las obras. Pero Pablo deja claro que la salvación es por gracia, mediante la fe, y no por méritos humanos. El libre albedrío, tal como lo imaginan muchos, no puede sobrevivir frente a esta verdad. Sin fe en Cristo, ninguna acción del albedrío humano es aceptable ante Dios, y todo lo que no proviene de fe es pecado (Romanos 14:23). Por lo tanto, el libre albedrío, si se ejerce fuera de la fe, solo produce pecado y no puede glorificar a Dios.
La Necesidad del Nuevo Nacimiento
La enseñanza bíblica es clara: el hombre no puede elegir a Cristo ni agradar a Dios a menos que sea transformado por la gracia soberana de Dios. Es la gracia divina, no el albedrío humano, la que imparte un corazón nuevo al pecador. Jesús dijo: “Os es necesario nacer de nuevo” (Juan 3:7), y Juan 1:12-13 nos recuerda que los que creen en Cristo “no son engendrados de sangre, ni de voluntad de carne, ni de voluntad de varón, sino de Dios”. Así como no elegimos nuestro nacimiento natural, tampoco elegimos nuestro nacimiento espiritual. Es una obra de Dios, no nuestra.
Un ejemplo poderoso de esta verdad lo encontramos en la resurrección de Lázaro (Juan 11). Cuando Lázaro yacía muerto en la tumba, no tenía capacidad alguna para decidir levantarse. Fue la voz de Cristo la que lo llamó a la vida, y solo entonces, habiendo recibido vida, pudo obedecer y salir de la tumba. De manera similar, Pablo escribe en Efesios 2:5-6 que Dios, “aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos), y juntamente con él nos resucitó”. La fe que ejercemos para recibir a Cristo es el primer acto de un albedrío renovado por el Espíritu Santo, no el producto de una voluntad humana no regenerada.
Una Invitación a Confiar en la Gracia de Dios
Amado lector, si estas palabras te han confrontado con la realidad de tu propia incapacidad espiritual, no te desanimes. La verdad sobre el libre albedrío no es un mensaje de desesperanza, sino de esperanza gloriosa. Si nuestra salvación dependiera de nuestras propias elecciones, estaríamos perdidos para siempre. Pero gracias a la gracia soberana de Dios, hay esperanza para los pecadores más indignos.
Caídos en el pecado, hundidos en la miseria y sin recursos propios, no tenemos nada que ofrecer. El libre albedrío humano no nos ofrece escape. Pero la poderosa gracia de Dios sí lo hace. Él es quien toma corazones muertos y les da vida, quien transforma esclavos del pecado en hijos de Dios. Como dice 2 Corintios 5:17: “De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.
Por eso, te invito a arrojar toda confianza en tu propio albedrío y a confiar plenamente en la misericordia divina. Implora a Dios que Su Espíritu de gracia obre en ti, creando un corazón nuevo y una naturaleza renovada. Pídele que te dé la fe para recibir a Cristo, porque solo en Él hay vida eterna. Como dijo el apóstol Pablo: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don de Dios” (Efesios 2:8). Que esta verdad te lleve a adorar al Dios soberano que salva, no por nuestras obras, sino por Su infinita misericordia.
excelente
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