• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 13 de marzo de 2025

1 Timoteo 4:7-8 - Un Testimonio Personal sobre los Encuentros.

 
imagen de un grupo de personas en una iglesia, reunidos en un tipo de encuentro espiritual.




Entre el Éxtasis y la Verdad


No escribo estas palabras para atacar ni despreciar a quienes han encontrado su camino a Dios a través del movimiento carismático o pentecostal. Al contrario, mi propio viaje con el Señor comenzó en una iglesia carismatica, un lugar donde, por primera vez, sentí el toque de Su amor —o más bien, donde Él me conoció, como dice Gálatas 4:9—. Allí me enamoré de Dios, de Su Palabra, de Su presencia. Claro, a veces me sentía fuera de lugar entre las manifestaciones intensas, los gritos y las emociones desbordadas, pero no puedo negar que buscaba al Dios vivo, y Él, en Su gracia, me encontró en medio de ese torbellino. Sin embargo, con el tiempo, ciertas prácticas que vi y viví me llevaron a cuestionarme. Una de ellas, en particular, marcó mi vida: los llamados "Encuentros con Dios". Quiero compartir mi historia, no para condenar, sino para reflexionar sobre lo que experimenté, cómo se originó esta práctica y, sobre todo, cómo se alinea —o no— con lo que la Biblia nos enseña.



Los Orígenes: De Colombia al Mundo


Rastrear el nacimiento de los Encuentros no es tarea sencilla, pero muchas pistas apuntan a Colombia. La Iglesia Misión Carismática Internacional, conocida después como G12, parece haber sido la cuna de esta práctica. En sus inicios, los Encuentros prometían ser un espacio transformador: un retiro donde los creyentes podían sanar heridas, romper cadenas y ser empoderados para una vida "exitosamente cristiana". Miles asistieron a esos primeros eventos y regresaron contando historias de experiencias "increíbles", lo que encendió una chispa que no tardó en propagarse. Otras iglesias en Colombia adoptaron la idea, y pronto el fuego cruzó fronteras, llegando a países de América Latina y más allá, hasta tocar las puertas de megaiglesias como Casa de Dios en Guatemala. Como un efecto dominó, congregaciones de todo tipo hicieron suya esta práctica, adaptándola a sus contextos, pero siempre con el mismo propósito: ofrecer un encuentro sobrenatural que dejara a los participantes renovados y listos para conquistar sus vidas.




Mi Encuentro: Una Montaña Rusa Emocional


Mi propia experiencia comenzó con una mezcla de curiosidad y expectativa. En mi iglesia, los líderes nos prepararon con entusiasmo. "El Encuentro es un retiro espiritual", nos explicaron, "un momento para encontrarte con Dios de manera poderosa". Antes de partir, nos dieron una hoja anónima para llenar —una lista extensa de pecados que supuestamente debíamos confesar—. Había cosas comunes como mentir o enojarse, pero también pecados extraños y oscuros: ocultismo, rosacruces, proyección mental, pedofilia. Recuerdo sentirme incómodo, no solo por la intimidad de la tarea, sino porque muchos de esos términos eran desconocidos para mí y otros en el grupo. ¿Por qué nos pedían confesar cosas que ni siquiera entendíamos? Terminamos la reunión con una oración y una fecha: el Encuentro estaba cerca.

El día llegó, el ambiente era eléctrico. Entre sesión y sesión, veía a compañeros prorrumpir en llanto profundo, reír sin control, reconciliarse con otros en abrazos emotivos. Algunos parecían manifestar posesiones demoníacas, retorciéndose mientras los líderes oraban con autoridad. Yo observaba, esperando mi momento, deseando sentir algo. Uno de los puntos más altos fue cuando trajeron una cruz al centro. Nos pidieron escribir en sobres lo que queríamos dejar atrás —pecados, culpas, heridas— y clavarlos en esa cruz mientras sonaba una canción sobre el amor de Dios. Las lágrimas corrían por muchos rostros, y el fuego emocional ardía con fuerza. Los líderes nos consolaban, avivando las llamas de ese fervor colectivo.

La última sesión fue el clímax. Anticipaba que allí, al fin, encontraría a Dios de manera tangible. Los líderes impusieron manos, y muchos empezaron a temblar, caer al suelo, hablar en lenguas. Yo, sin embargo, no sentía nada. Me esforzaba, cerraba los ojos, levantaba las manos, pero el "fuego" no llegaba. Entonces, la esposa del pastor (Noemí creo que se llamaba) se acercó y me dijo: "Créelo, Andrés". Empujando su dedo contra mi pecho, tratando de tumbarme, pero nada pasaba. Ella insistió: "Déjate tocar". Confundido pero desesperado por experimentar algo, comencé a tambalearme. Pero nada pasó. De repente, decidí sentarme en el piso. No sé qué fue —si un chiste sobrenatural o un desborde emocional—, pero me inundó una risa fuerte, mezcla de gozo y alivio. Lloré, grité, sentí que al fin me había encontrado con Dios. O eso pensé.

Al regresar, el servicio dominical fue un estallido de testimonios. Las 70 personas que fuimos al Encuentro compartimos historias de restauración: reconciliaciones con esposas, padres, amigos. Nos comprometimos a servir y amar a Dios con nuevo vigor. Esa noche, en casa, sentía que flotaba en un éxtasis espiritual. Oré con fervor, leí la Biblia con pasión. Pero a la tercera semana, algo cambió. El fuego se apagó. Orar era un esfuerzo, las tentaciones me golpeaban con fuerza, y una culpa pesada me aplastaba al no poder recrear esa sensación del Encuentro. Mi fe se volvió una búsqueda desesperada de emociones, un ciclo de altibajos que dependía de sentir a Dios físicamente. Con el tiempo, descubrí que no estaba solo: mis compañeros confesaron lo mismo. Algunos incluso abandonaron la fe por completo. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba el Dios que creí encontrar?



La Verdad de las Escrituras: Un Contraste Revelador


Con los años, al mirar atrás y sumergirme en la Palabra, encontré respuestas que me confrontaron. Los Encuentros, con toda su intensidad y buenas intenciones, chocaban con verdades bíblicas que no podía ignorar. No niego que Dios pueda obrar en cualquier lugar —incluso en un retiro como ese—pero las prácticas y expectativas que viví me llevaron a cuestionar su fundamento.

Primero, la Biblia nos dice que no necesitamos un evento especial para encontrar a Dios. Pablo, predicando en Atenas, lo expresó así:

“Para que buscaran a Dios, y de alguna manera, palpando, Lo hallen, aunque Él no está lejos de ninguno de nosotros. Porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17:27-28).

Dios no está escondido en un campamento remoto ni confinado a un fin de semana de emociones altas. Está cerca, siempre presente, accesible en cada momento de nuestra vida. El Encuentro me hizo sentir que necesitaba algo extraordinario para conectar con Él, pero la Escritura me mostró que Él ya estaba conmigo.

Segundo, las enseñanzas sobre pecados y maldiciones generacionales, tan centrales en el Encuentro, no resisten el escrutinio bíblico. Sí, el Antiguo Testamento menciona consecuencias generacionales (Éxodo 20:5), pero en Cristo todo cambia. Pablo escribe:

“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).

Es una declaración absoluta: en la cruz, las maldiciones se rompieron, el pasado quedó atrás. No hay cristianos "bajo maldición" que necesiten un ritual especial para ser libres. El Encuentro me hizo buscar espíritus y ataduras que, en Cristo, ya no tienen poder sobre mí.

Tercero, mi experiencia me enseñó a depender de emociones intensas —llanto, éxtasis, manifestaciones—, pero la Biblia llama a una fe diferente. Pablo aconseja a Timoteo:

“Nada tengas que ver con las fábulas profanas… Más bien disciplínate a ti mismo para la piedad” (1 Timoteo 4:7-8).

La vida cristiana no es una montaña rusa emocional; es una disciplina diaria de oración, estudio y obediencia. Las lágrimas y el gozo pueden venir, pero no son el objetivo. Mi búsqueda de "sentir" a Dios me dejó vacío cuando las emociones se desvanecieron, porque no estaba arraigado en la constancia de Su verdad.

Cuarto, los Encuentros prometían sanidad y éxito en pocos días, pero la santificación no funciona así. Pablo escribe:

“El que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Filipenses 1:6).

Es un proceso de toda la vida, obra del Espíritu Santo, no de métodos humanos ni retiros intensivos. Quise salir del Encuentro transformado al instante, pero la Biblia me enseñó que el cambio es gradual, paciente, divino.

Finalmente, entendí que no necesitaba un Encuentro para encontrar a Dios; lo necesitaba a Él en Su Palabra. Pablo le dice a Timoteo:

“Desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden dar la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:15-16).

La Biblia es suficiente. En ella, Dios se revela, me habla, me transforma. No necesito lenguas forzadas ni sobres clavados en una cruz; necesito a Cristo, y Él está en cada página de Su Palabra.



El Verdadero Encuentro


Mirando atrás, no dudo que Dios usó ese Encuentro para mostrarme Su amor, pero también para enseñarme una lección mayor. Lo que viví fue real —las emociones, las reconciliaciones, el deseo de Él—, pero no era sostenible ni bíblico en su forma. El "milagro" que busqué en desmayos y sensaciones no era el verdadero encuentro que Dios ofrece: una relación diaria, humilde, fundada en Su verdad. Hoy, mi fe no depende de un campamento ni de un éxtasis pasajero. Encuentro a Dios en mi Biblia, en la oración tranquila, en la vida ordinaria donde Él promete estar.

Si has pasado por un Encuentro, no te juzgo. Dios obra donde quiere. Pero te invito a mirar la Palabra. Pregúntate: ¿Buscas a Dios en emociones o en Su revelación? ¿Dependes de un evento o de Su presencia constante? Mi testimonio no es una crítica vacía; es una súplica para que volvamos a lo que realmente nos sostiene: Cristo, Su cruz, Su Palabra. Ahí está el verdadero encuentro, y no hay campamento que lo supere.


La verdadera Enseñanza de Malaquías 3:10.




Una biblia abierta sobre una mesa enseñando el versiculo malaquias 3:!0


Más Allá de la Prosperidad


Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan:

“Traigan todo el diezmo al alfolí, para que haya alimento en Mi casa; y pónganme ahora a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos– si no les abro las ventanas de los cielos, y derramo para ustedes bendición hasta que sobreabunde. Por ustedes reprenderé al devorador…” (Malaquías 3:10-11).

Si has estado en un culto donde se habla de ofrendas, es probable que hayas escuchado esto como una promesa irresistible:

"Diezma, y Dios te hará prosperar. Ofrenda, y Él detendrá todo lo que amenaza tu economía".

Es un mensaje que suena a buena inversión: das un poco, y recibes mucho más. Pero, ¿es eso realmente lo que Malaquías estaba enseñando? ¿O hemos torcido un pasaje antiguo para que encaje en nuestras ambiciones modernas?

Imagina por un momento el escenario en que estas palabras fueron escritas. Estamos en Judá, unos cuatrocientos años antes de que Jesús naciera. El pueblo judío había regresado de su exilio en Babilonia, un castigo de setenta años por su idolatría y desobediencia. Dios había usado a hombres como Esdras, Hageo y Zacarías para reavivar la esperanza, para reconstruir el templo y restaurar la identidad de Israel como nación de Dios. Pero para cuando Malaquías toma la pluma, algo ha cambiado. La chispa inicial se ha apagado. El fervor se ha convertido en apatía, la obediencia en mediocridad. Los sacerdotes ofrecen sacrificios defectuosos, el pueblo se casa con extranjeros paganos, y los diezmos —esos recursos que sostenían el templo y a los levitas— han dejado de llegar. Es un tiempo de crisis espiritual, y Malaquías llega como la voz de Dios para confrontar a una nación que ha olvidado su pacto.

Ahora, retrocedamos un poco más. En Deuteronomio 28, Dios había dejado claro cómo funcionaba Su relación con Israel bajo la ley mosaica: obediencia traería bendiciones específicas —cosechas abundantes, paz en la tierra, prosperidad nacional—, mientras que la desobediencia traería maldiciones concretas —sequías, plagas, derrota ante los enemigos—.

Israel no era solo un pueblo; era una teocracia, una nación gobernada directamente por Dios a través de Su ley. Los diezmos no eran una ofrenda voluntaria como la entendemos hoy; eran un mandato, una contribución obligatoria para mantener el culto en el templo y sustentar a los sacerdotes y levitas que dependían de ellos para comer. Cuando Malaquías dice en el versículo 9,

“Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado”,

no está hablando de individuos que olvidaron dar el 10% de su sueldo; está señalando una desobediencia colectiva que ha puesto a toda la nación bajo el juicio de Dios.

En este contexto, “abriré las ventanas de los cielos” no es una metáfora vaga de riqueza ilimitada. Es una imagen de lluvia —literal y figurativa— que asegura buenas cosechas, algo vital para una sociedad agraria como la de Israel. Y “reprenderé al devorador” no se refiere a un ángel guardián que protege tu cuenta bancaria; habla de detener las plagas de langostas o las sequías que arruinaban los cultivos, formas de juicio que Dios enviaba bajo el pacto mosaico, como vemos en el libro de Joel. Cuando el pueblo retenía los diezmos, el templo se quedaba sin alimento, los levitas sin sustento, y la nación entera sufría las consecuencias de romper su compromiso con Dios. Pero si se arrepentían y obedecían, Dios prometía restaurar la bendición pactada. Es lo mismo que vemos en Hageo: cuando el pueblo dejó de construir el templo para enfocarse en sus propios hogares, las cosechas fallaron; cuando volvieron a priorizar a Dios, las bendiciones regresaron.

Entonces, ¿qué pasó con este pasaje? ¿Cómo llegamos de una reprensión a una nación teocrática desobediente a un eslogan de prosperidad personal? La respuesta está en el evangelio de la prosperidad, una teología que ha tomado Malaquías 3:10 y lo ha convertido en una herramienta para motivar —o manipular— a las personas.

"Diezma, y Dios te hará rico", dicen. "Ofrenda, y Él multiplicará tus finanzas".



Es una distorsión que odia el corazón del evangelio verdadero. En lugar de glorificar a Dios, este mensaje utiliza a Dios como un medio para nuestros fines egoístas. Pinta un cuadro donde el dar se convierte en una transacción:

yo te doy algo, Señor, y Tú me das más a cambio.

Y si no recibes la bendición prometida, la culpa es tuya: no tuviste suficiente fe, no diste lo suficiente. Es una mentira que ha alejado a muchos del evangelio auténtico, dejándolos resentidos cuando las promesas vacías no se cumplen.

Pero detengámonos aquí y seamos honestos: no vivimos en el Israel de Malaquías. No somos una teocracia bajo la ley mosaica. Las promesas de Deuteronomio 28 y las advertencias de Malaquías 3 fueron dadas a un pueblo específico en un tiempo específico, bajo un pacto que Jesús cumplió y transformó con Su sangre (Hebreos 8:13). El Nuevo Testamento no nos manda a diezmar como lo hacía la ley; en cambio, nos llama a ofrendar según hayamos prosperado y según lo que decidamos en nuestro corazón (1 Corintios 16:2; 2 Corintios 9:7). El 10% puede ser una guía útil —como lo es el descanso del sábado—, pero no es un mandato ni un límite. Para algunos, dar el 10% es solo el comienzo; para otros, en tiempos de escasez, podría ser menos. Lo que importa no es la cantidad, sino la actitud: un corazón alegre, generoso y confiado en Dios.

Y aquí está la diferencia más profunda: la motivación.


En el evangelio de la prosperidad, damos para recibir. En el evangelio de Cristo, damos porque ya hemos recibido. Jesús se dio a Sí mismo por nosotros, cargó nuestro pecado, nos rescató de la condenación y nos dio vida eterna. ¿Qué mayor motivación necesitamos? Cuando ofrendamos, no estamos negociando con Dios; estamos respondiendo con gratitud a Su gracia inmerecida. Estamos diciendo: "Todo lo que tengo es Tuyo, Señor, porque Tú me diste todo". Dar se convierte en un acto de adoración, una expresión de confianza en que Él es nuestro proveedor, no en que nosotros podemos manipularlo con nuestras ofrendas. Como dijo Agustín: "No es lo que posee el hombre lo que realmente importa, tanto como lo que posee al hombre". Nuestra disposición a dar revela si el dinero es nuestro amo o nuestro siervo, si nuestro corazón está puesto en las cosas de este mundo o en las de arriba.

¿Qué hacemos con Malaquías 3:10 hoy?


No lo tiremos por la ventana; es Palabra de Dios y tiene mucho que enseñarnos. Nos muestra la seriedad de la obediencia, la realidad del juicio divino y la fidelidad de Dios para bendecir a los Suyos.

Pero no lo saquemos de su contexto para convertirlo en una fórmula mágica de prosperidad. En lugar de usarlo para prometer riquezas a individuos, podemos aprender de él como iglesia: ¿Estamos siendo fieles con lo que Dios nos ha confiado? ¿Estamos apoyando la obra del evangelio con generosidad? ¿O estamos reteniendo para nosotros mismos lo que pertenece al servicio de Su reino?

Si alguna vez te han enseñado que diezmar es una inversión para tu cuenta bancaria, te invito a mirar más allá. El evangelio no se trata de lo que podemos sacarle a Dios; se trata de lo que Él ya nos dio en Cristo. No necesitamos torcer Malaquías para encontrar bendiciones, porque la mayor bendición ya es nuestra: la salvación por gracia mediante la fe. Que nuestro dar refleje esa verdad, no un ansia por más cosas, sino un amor por Aquel que lo dio todo. Y que, al compartir esta enseñanza con otros, corrijamos las falsas percepciones y proclamemos el evangelio que exalta a Cristo, no al hombre.