• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 13 de marzo de 2025

Mateo 7:20 - El Mejor Amigo de un Falso Maestro.



Una mana de lobos aullando en medio de un bosque



El Cómplice Involuntario del Engaño


Hay un predicador en el escenario, con una voz que resuena como un tambor y una sonrisa que parece prometer el mundo. Habla de victorias, de abundancia, de un "poder" que supuestamente llevas dentro. La gente lo escucha embelesada, algunos toman notas, otros graban videos para compartir en redes sociales. Pero detrás de esas palabras brillantes hay un lobo con piel de oveja, un falso maestro que desvía almas del camino estrecho hacia un precipicio disfrazado de bendición. Y aunque él sea el que teje la mentira, su éxito depende de alguien más: su mejor amigo.

No es un conspirador malvado ni un socio consciente de su plan; es alguien como tú o como yo, alguien que, sin mala intención, se convierte en el pilar que sostiene su engaño.

¿Quién es este mejor amigo?


Es el que no lee bien su Biblia, el que prefiere la pereza al esfuerzo de buscar la verdad, el que no entiende el valor de lo que Dios habla en Su Palabra.

Este amigo no es un extraño. Lo encuentras en las bancas de la iglesia, en los comentarios de Facebook, en las conversaciones casuales sobre fe. Es el que se traga las charlatanerías de estos lobos porque nunca se ha detenido a contrastarlas con la Escritura. Jesús lo advirtió:

“Por sus frutos los conoceréis” (Mateo 7:20),

pero este amigo no sabe qué frutos buscar porque su Biblia está cerrada, acumulando polvo en un rincón. Prefiere las mentiras dulces —"Eres más que vencedor", "Dentro de ti hay un campeón"— a la verdad dura de que somos pecadores necesitados de un Salvador (Romanos 3:23). No se da cuenta de lo que pierde al rechazar la luz de la Palabra por los vientos doctrinales que lo arrastran. Estos vientos no buscan su bien; buscan su bolsillo —plata, más plata, siempre plata—. Él cree que está ganando, pero es una víctima, alejándose del cielo mientras el falso maestro lo empuja, paso a paso, hacia el infierno.

Mira cómo opera este amigo. El falso maestro dice: "Declara tu bendición, siembra tu ofrenda, y Dios te prosperará". Y este aliado, sin pensarlo dos veces, comparte el mensaje en redes sociales con un "¡Amén!" entusiasta.

Lo repite a sus amigos, lo defiende en charlas, convirtiéndose en un eco de lo que Dios aborrece. Pablo lo llamó sin rodeos:

“Hombres de mente corrompida… que tienen la piedad como fuente de ganancia” (1 Timoteo 6:5).

Pero este amigo no lo ve. Da credibilidad a lo despreciable, amplificando el alcance del engaño. Cada "me gusta", cada publicación compartida, es una mano que ayuda al falso maestro a atrapar a más almas desprevenidas. Sin querer, se convierte en un megáfono de la condenación, todo por no tomarse el tiempo de abrir la Biblia y preguntar: "¿Esto es verdad?".


Una ironía que corta como cuchillo


Este mejor amigo a menudo es también el mejor aliado del ateo. Suena extraño, pero es real. Los críticos de la fe —esos que rechazan a Cristo y se burlan de la iglesia— suelen tener un olfato agudo para detectar a los charlatanes "cristianos". Ven las promesas vacías, los jets privados, las manipulaciones emocionales, y dicen: "Esto es todo lo que ofrece el cristianismo: un show de codicia". El amigo, al compartir esas enseñanzas torcidas, les da la razón. Les entrega un retrato falso de la fe —uno sin cruz, sin arrepentimiento, sin santidad— y los aleja aún más del evangelio verdadero. Es un daño doble: fortalece al falso maestro y arma a los enemigos de la cruz, todo porque no ha aprendido a discernir.

A veces, este amigo toma la forma de un líder. Es el pastor o el anciano que abre su púlpito al predicador itinerante, pensando: "Traerá más gente, llenará las arcas". No le importa si lo que se predica es veneno, siempre que las luces brillen y las ofrendas lleguen. Es un eco del pragmatismo que Jesús rechazó cuando limpió el templo de los mercaderes (Juan 2:16). Otras veces, es un fanático ciego. Puedes sentarte con él, abrir las Escrituras, mostrarle cómo “muchos falsos profetas han salido por el mundo” (1 Juan 4:1), y aun así no cederá. Su mente está atrofiada por años de mensajes vacíos. Se enojará contigo, te acusará de dividir, mientras abraza al que lo engaña con una devoción que desafía la lógica.



Y luego está el que defiende al falso maestro con versículos mal entendidos. "No juzguen", dice, sacando Mateo 7:1 de contexto, ignorando que Jesús también dijo:

“Guardaos de los falsos profetas” (Mateo 7:15).

O clama por la "unión" cristiana, sin ver que Pablo llamó a apartarnos de quienes predican otro evangelio (Gálatas 1:8-9). Este amigo confunde tolerancia con amor, y en nombre de la paz, deja que las herejías se cuelen como hierba mala. No se indigna cuando se predica un Cristo falso, pero sí arde de furia si alguien lo denuncia, gritando: "¡Eso causa confusión!". No ha aprendido que obedecer a Dios pesa más que agradar a los hombres (Hechos 5:29), que no todo lo que suena bonito viene de Él.

Recuerdo a un hermano que seguía a un predicador famoso, (no diré el nombre del predicador, pero su nombre literal es “Dinero en Efectivo”). "Me motiva", decía, mientras compartía videos de promesas de riqueza. Le mostré cómo ese hombre torcía Romanos 8:37 —"Somos más que vencedores"— para vender un evangelio de éxito terrenal, cuando Pablo hablaba de victoria en Cristo a pesar de las aflicciones (Romanos 8:35-39).

Su respuesta fue un ceño fruncido: "No seas tan crítico". Su Biblia seguía cerrada, y su fe seguía atada a un espejismo. Otro caso fue un líder que invitó a un "profeta" a su iglesia. Las ofrendas subieron, pero meses después, la congregación estaba llena de desilusionados que abandonaron la fe cuando los "milagros" no llegaron. El líder se encogió de hombros: "Al menos lo intentamos". La pereza y la ceguera habían hecho su trabajo.

El mejor amigo de un falso maestro no es un monstruo; es alguien común, atrapado por su propia desidia o credulidad. Pero su complicidad no pasa desapercibida ante Dios. La Palabra es clara:

“Reprended a los que andan desordenadamente” (2 Tesalonicenses 3:6). “Guardaos de los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina” (Romanos 16:17).

El día que este amigo esté frente al Señor, no podrá culpar al charlatán por su desobediencia. “Nunca os conocí” (Mateo 7:23) será el eco de una vida que prefirió mentiras a la verdad, y créeme, no quieres estar en sus zapatos cuando ese momento llegue.

Pero no todo está perdido. Este amigo puede romper las cadenas del engaño. Puede dejar de ser el mejor amigo del falso maestro y convertirse en su mayor enemigo: alguien que ama la Palabra, que la lee con diligencia, que la proclama con fuego. Imagina si tomara su Biblia y viera que la verdadera riqueza no es oro, sino Cristo (Colosenses 2:3). Si entendiera que el poder no está en sus declaraciones, sino en el Espíritu que obra en él (Efesios 3:20). Si, en lugar de compartir frases vacías, denunciara a los lobos como Jesús y los apóstoles lo hicieron (Mateo 23:13; 2 Pedro 2:1). Ese cambio no solo lo salvaría a él; sería una luz para otros atrapados en la oscuridad.

Mateo 19:23-24 - ¿Enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo?


imagen de un grupo de fariseos antiguos, en la ciudad de israel, con caras de disgusto.


Una Reflexión sobre Riqueza y Devoción


En los días de Jesús, los fariseos caminaban por las calles de Judea con una certeza que resonaba en cada paso:


La riqueza era la tarjeta de presentación de los favoritos de Dios.

Para ellos, las bendiciones materiales no solo eran compatibles con la devoción a Dios; eran la prueba irrefutable de Su aprobación. Si tenías oro en tus bolsillos, eras de los elegidos, un hijo predilecto del cielo. Los ricos podían dar grandes limosnas, financiar sacrificios en el templo, ostentar su piedad con ofrendas generosas, y por eso, en la mentalidad popular que los fariseos alimentaban, se asumía que tenían un boleto asegurado al reino de Dios.

La pobreza, en cambio, era un signo de desdén divino, una marca de los olvidados. Era una teología conveniente, una que elevaba a los poderosos y justificaba su amor por el dinero sin cuestionar su corazón.



Pero entonces llegó Jesús, y con unas pocas palabras derribó ese castillo de arena. Frente a un joven rico que buscaba la vida eterna, Jesús lo desafió a vender todo y seguirle (Mateo 19:21). Cuando el hombre se alejó triste, aferrado a sus posesiones, Jesús se volvió a Sus discípulos y dijo:

“Les aseguro que es muy difícil que una persona rica entre en el reino de Dios. En realidad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para una persona rica entrar en el reino de Dios” (Mateo 19:23-24).



La imagen era absurda, casi cómica, pero el mensaje era devastador: la riqueza no era un pasaporte al cielo; podía ser una cadena que te arrastrara lejos de él. Y no se detuvo ahí. En otra ocasión, mirando a la multitud, afirmó:

“Ningún esclavo puede trabajar al mismo tiempo para dos amos, porque siempre obedecerá o amará a uno más que al otro. Del mismo modo, tampoco ustedes pueden servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).



No había término medio, no había compatibilidad posible. O amas a Dios, o amas el dinero. Punto.

Estas palabras debieron sonar como un trueno en los oídos de los fariseos.

No solo destruían la idea de que las riquezas eran una señal de favor divino; también demolían la noción de que podías ganarte el cielo con tus méritos, fueran limosnas o cualquier otra obra. Jesús no vino a reforzar una teología que exaltaba al hombre; vino a revelar un evangelio que humillaba al orgulloso y elevaba al humilde.



Pablo, años después, tomó el relevo y dejó claro que este mensaje no era negociable. Escribiendo a Timoteo, advirtió:

“Los que solo piensan en ser ricos caen en las trampas de Satanás… Porque todos los males comienzan cuando solo se piensa en el dinero. Por el deseo de amontonarlo, muchos se olvidaron de obedecer a Dios y acabaron por tener muchos problemas y sufrimientos” (1 Timoteo 6:9-10).

Y a los ricos que ya tenían riqueza, les dijo:

“Adviérteles que no sean orgullosos ni confíen en sus riquezas… Mándales que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas acciones” (1 Timoteo 6:17-18).

La riqueza no era una medalla de honor; era una responsabilidad, y mal manejada, un peligro.

Sin embargo, si damos un vistazo a muchas iglesias hoy, parece que la enseñanza farisaica nunca murió. En púlpitos relucientes y pantallas gigantes, escuchamos ecos de aquella vieja mentira:

"Cuanto más tienes, más te ama Dios. Si tu cuenta bancaria crece, es porque estás en el centro de Su bendición".



Se nos dice que la prosperidad material es la prueba de que estamos haciendo las cosas bien, que somos un orgullo para el Señor. Algunos incluso miden la fe por los ceros en el cheque:

"Si das mucho, recibirás más; si tienes una casa grande o un auto nuevo, es porque Dios te ha aprobado".



Pero si esto fuera cierto, ¿qué diremos de los cristianos en Cuba o en África? En la isla, donde no hay edificios ostentosos ni carteles deslumbrantes, una iglesia humilde ha plantado sesenta iglesias, y una de esas ha sembrado otras veinticinco. No hay extravagancia, solo discípulos que toman a Jesús en serio, yendo, bautizando, enseñando, multiplicando la fe de costa a costa. ¿Acaso Dios no los ama porque no tienen riquezas visibles? ¿O será que Su bendición se mide con otro estándar?



Jesús nos dio la respuesta en un momento que pasó casi desapercibido en el templo. Sentado frente a las cajas de ofrendas, observó a la gente depositar su dinero. Los ricos echaban grandes sumas, y la multitud probablemente asentía con aprobación:

"Mira cuánto dan, qué bendecidos son". Pero entonces llegó una viuda pobre, con dos moneditas que apenas valían nada, y las dejó caer en la caja. Jesús llamó a Sus discípulos y dijo: “Les aseguro que esta viuda pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les sobraba, pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir” (Marcos 12:43-44).



No era la cantidad lo que impresionó a Jesús; era el corazón. Los ricos daban para ser vistos, para reforzar su estatus; la viuda dio por devoción, sin calcular el costo. Dios no estaba mirando su dinero; estaba mirando su entrega.

Aquí está el punto que los fariseos —y muchos hoy— pasan por alto:

Dios no necesita nuestro dinero.



No está impresionado por nuestras ofrendas cuantiosas ni por nuestras posesiones terrenales. Lo que Él busca es un corazón rendido, una vida que confíe en Él por encima de todo. Dar no es un medio para comprar Su aprobación o asegurar un lugar en el cielo; es una respuesta de gratitud a lo que Jesús ya nos dio. Porque, seamos honestos, ¿qué podemos ofrecerle que se compare con la cruz? Cristo lo dio todo —Su vida, Su sangre— para pagar una deuda que nunca saldaremos. Aunque viviéramos mil años o pasáramos la eternidad cantando Sus alabanzas (Apocalipsis 7:9-12), no podríamos igualar lo que Él hizo por nosotros. Si no tenemos nada material, lo tenemos todo en Él. Nuestro mayor tesoro no es un saldo bancario; es saber que el Señor está con nosotros día y noche.


¿Por qué seguimos enseñando como fariseos?



¿Por qué medimos la fe por las "bendiciones" recibidas y nos autoevaluamos como dignos basados en lo que poseemos? Pablo lo dijo mejor que nadie:

“Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo… por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).



Para Pablo, las riquezas terrenales no eran un signo de aprobación divina; eran estiércol comparadas con conocer a Jesús. Y nos advirtió:

“Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).



Confiar en nuestras posesiones para sentirnos justos es una trampa, un desenfoque siniestro que nos aleja de la verdad.



Hablando de desenfoques, hay quienes tuercen Mateo 7:15-20 —"por sus frutos los conoceréis"— para justificar esta mentalidad. "Mira mis frutos", dicen, señalando sus mega iglesias, sus ofrendas abundantes, sus vidas prósperas. Pero Jesús no estaba hablando de riqueza ni de éxito terrenal.



Estaba advirtiendo sobre falsos profetas:

“Son como lobos rapaces… El árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo da frutos malos”.



El fruto que Dios busca no es el que nosotros consideramos "bueno" —dinero, fama, edificios grandes—; es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), la obediencia a Su Palabra, la humildad que refleja a Cristo.



Si las mega iglesias fueran la medida, el islam, el hinduismo o el catolicismo serían "aprobados" por Dios. Pero el tamaño no prueba nada; el corazón sí.

Entonces, ¿enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo? Si predicamos que la riqueza es la señal del favor divino, que dar más nos hace más santos, que el éxito terrenal nos certifica ante Dios, estamos repitiendo el error de los fariseos. Pero si enseñamos como Jesús —que el reino de Dios es para los humildes, que no podemos servir a dos amos, que nuestro tesoro está en Él y no en este mundo—, entonces reflejamos al Maestro.

No se trata de cuánto tenemos para dar, sino de cuánto estamos dispuestos a entregarle a Él, incluso cuando no tenemos nada. No se trata de jactarnos de nuestros "frutos"; se trata de dejar que Dios, no nosotros, juzgue si son buenos.

Te invito a mirar tu vida y tu iglesia. ¿Dónde está tu confianza? ¿En las bendiciones materiales que te hacen sentir aprobado? ¿O en Cristo, que dio todo por ti? Escudriña las Escrituras, confronta tu corazón, y deja que Dios te muestre la verdad. Porque al final, no son las riquezas las que nos llevan al cielo; es el Rey que se hizo pobre para hacernos ricos en Él (2 Corintios 8:9).

Que nuestro dar, nuestra fe y nuestra enseñanza sean un eco de Su evangelio, no de los fariseos.







Job 1:21 - ¿En mi boca hay un Milagro?




una mujer americana, hablando, declarando, decretando, con fervor, emocion, y pasion.

Desenmascarando la Falsa Doctrina de la Confesión Positiva


Imagina por un momento que estás en un culto lleno de energía, con luces brillantes y una multitud expectante. El predicador sube al escenario, micrófono en mano, y proclama con voz resonante:

"¡En tu boca hay un milagro! Declara lo que quieres, visualízalo con fe, y Dios lo hará realidad".



La gente estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros repiten frases como "Voy a ser sano", "Voy a ser rico", "Voy a triunfar". Es un mensaje embriagador, uno que te pone en el centro del universo, como si tus palabras tuvieran el poder de moldear la realidad. Salud, riqueza, felicidad, éxito —todo al alcance de tu lengua, si tan solo crees lo suficiente y hablas con autoridad. "Tú naciste para ganar", te dicen. "Dios quiere que vivas en abundancia. Solo tienes que pedirlo". Suena irresistible, ¿verdad? Pero mientras el eco de esas palabras resuena, una pregunta se cuela en el silencio de tu corazón:

¿Es esto realmente lo que la Biblia enseña? ¿O estamos frente a una mentira vestida de piedad?


Esta idea —"en mi boca hay un milagro"— ha ganado terreno en ciertos círculos del cristianismo moderno, impulsada por una doctrina conocida como la "confesión positiva" o el "pensamiento positivo". Sus proponentes aseguran que los seres humanos tenemos un poder inherente para cambiar nuestras vidas, que nuestras palabras, cargadas de fe, pueden crear milagros. "Cree, visualiza y dilo en voz alta", insisten. "Las palabras tienen poder para dar vida a tus sueños". Algunos van más lejos, como ese predicador famoso que declara:

"En mi boca está el poder de la vida y de la muerte. Hablaré palabras de vida y no de muerte, de salud y no de enfermedad, de riqueza y no de pobreza, de bendición y no de maldición, porque en mi boca ¡hay un milagro!"


La lista de deseos es predecible: prosperidad material, salud perfecta, éxito terrenal, la realización de cada anhelo personal. Y todo, según ellos, depende de ti: de tu capacidad para imaginarlo y declararlo.

Pero detengámonos aquí y dejemos que la Palabra de Dios hable. Cuando Isaías, el profeta, tuvo una visión del Señor sentado en Su trono, rodeado de serafines que proclamaban Su santidad, su reacción no fue de autoconfianza ni de declaraciones triunfales. Clamó:

"¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (Isaías 6:5).



Frente a la majestad de Dios, Isaías no vio poder en su boca; vio su propia ruina. Sus labios no eran una fuente de milagros, sino un reflejo de su pecado, de su indignidad. Solo cuando un serafín tocó su boca con un carbón encendido del altar, diciendo "tu iniquidad es quitada y tu pecado purgado" (v. 7), pudo Isaías responder al llamado de Dios. El milagro no estaba en él; estaba en Jehová, el único con poder para limpiar, transformar y obrar.



¿De dónde viene esta enseñanza que pone el milagro en nuestra boca?


No de la Biblia, sino de una fuente mucho más oscura. Mira a Jesús en el desierto, después de cuarenta días de ayuno, hambriento y agotado. Satanás se acercó con una tentación disfrazada de lógica:

"Si en verdad eres el Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan" (Mateo 4:3).



¿Qué estaba ofreciendo? Satisfacción inmediata, un milagro a la medida de la necesidad física de Jesús. "Habla, usa tu poder, sacia tu hambre", parecía decir. Luego lo llevó al pináculo del templo:

"Tírate abajo, pues la Biblia dice: ‘Dios mandará a sus ángeles para que te cuiden’" (v. 6).



Aquí, la tentación era la gloria personal: "Haz algo espectacular, que todos te vean, que te aclamen como campeón". Y finalmente, desde una montaña alta, le mostró los reinos del mundo:

"Todo esto te daré si postrado me adoras" (vv. 8-9).



Salud, fama, riqueza —todo al alcance, si Jesús se inclinaba ante el enemigo.



¿Te suena familiar? Es el mismo guion que la confesión positiva usa hoy: "Habla lo que quieres, visualiza tu grandeza, reclama tu abundancia". Pero Jesús no cedió. Respondió con la Escritura:

"No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (v. 4). "No tentarás al Señor tu Dios" (v. 7). "Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás" (v. 10).



En cada paso, rechazó el poder de sus propias palabras y afirmó la soberanía de Dios. Los milagros no estaban en Su boca como hombre; estaban en el Padre, cuya voluntad Él vino a cumplir. Si el Hijo de Dios no se atribuyó ese poder, ¿cómo podemos nosotros, pecadores caídos, reclamarlo?



Esta doctrina no es cristiana


Es una importación del mentalismo oriental, una filosofía pagana que exalta la mente humana y la voluntad propia por encima de la dependencia de Dios. Sus raíces no están en las Escrituras, sino en las tentaciones de Satanás, que siempre ha ofrecido lo mismo: satisfacer los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Salud, riqueza, éxito —esas son las promesas que el diablo agita frente a un mundo caído, y la confesión positiva las envuelve en un lenguaje religioso para hacerlas parecer nobles. "Dios quiere concederte los deseos de tu corazón", dicen, torciendo Salmo 37:4, que en realidad nos llama a deleitarnos en el Señor primero, para que nuestros deseos se alineen con Su voluntad, no con nuestros caprichos.



Y aquí está el engaño más astuto: “funciona”. Los defensores de esta enseñanza lo proclaman con orgullo: "Sé que es verdad porque funciona para mí y mi familia". Pero ¿es eso una prueba de su veracidad? Satanás también "funciona". Cuando tentó a Eva en el Edén, le ofreció conocimiento y poder: "Seréis como Dios" (Génesis 3:5). Y en cierto modo, ella obtuvo lo que él prometió —abrió los ojos—, pero a un costo devastador: la muerte espiritual y la separación de Dios. Que algo "funcione" no lo hace verdadero ni santo.



Las tentaciones de Satanás prosperan porque apelan a lo que el corazón caído ya desea: egoísmo, orgullo, control. La confesión positiva toma esos deseos corruptos y los disfraza de fe, haciendo que la gente se sienta espiritual mientras persigue lo que el mundo siempre ha anhelado.

Mira lo que dice la Biblia sobre el poder humano. En Éxodo 4:11, Dios le pregunta a Moisés:

“¿Quién dio la boca al hombre? ¿O quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová?”.

El poder no está en nosotros; está en Él. Romanos 11:36 lo deja claro:

"Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas".



Dios es soberano sobre cada circunstancia, cada bendición, cada prueba. Él decide si prosperamos o si enfrentamos escasez, no porque declaremos algo con nuestra boca, sino porque Su propósito perfecto se cumple en nuestras vidas. Job lo entendió bien:

"Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1:21).



¿Dónde está el milagro en la boca de Job? No lo había. Su esperanza estaba en el Dios que controla todo, no en sus palabras.



¿Por qué esta doctrina seduce a tantos?


Porque odia al verdadero Dios. Sí, lo digo con toda seriedad: quienes predican la confesión positiva temen y rechazan al Dios soberano, santo y omnisciente de la Biblia. Ese Dios —el que conoce cada cabello de tu cabeza (Mateo 10:30), el que ordena los tiempos y las estaciones (Daniel 2:21), el que obra todas las cosas según el designio de Su voluntad (Efesios 1:11)— les aterra. Porque un Dios así no puede ser manipulado por nuestras declaraciones ni reducido a un genio que cumple deseos. Él no existe para darnos salud y riqueza a nuestro antojo; existe para ser adorado, y nosotros existimos para Su gloria. Pero en lugar de mostrar a este Dios, los predicadores de la confesión positiva erigen un ídolo a su medida: un dios débil, dependiente de nuestras palabras, un títere de nuestras ambiciones.



Piensa en lo que esto significa para el evangelio.


El verdadero evangelio no nos exalta; nos humilla. Nos dice que somos pecadores, muertos en delitos y pecados (Efesios 2:1), incapaces de salvarnos o de crear nada bueno por nosotros mismos. Nos señala a Cristo, quien cargó nuestro castigo, venció la muerte y nos dio vida eterna por Su gracia, no por nuestras declaraciones (Efesios 2:8-9). Ese evangelio no promete abundancia terrenal como meta; promete a Cristo mismo, y con Él, la esperanza de un reino eterno donde no habrá más lágrimas (Apocalipsis 21:4). En cambio, la confesión positiva nos hace dioses pequeños, (como dijo uno de los mayores estafadores de la fe de estos tiempos, “Somos Jehová Junior”) nos enseña a buscar las cosas del mundo que pasan —"los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida" (1 Juan 2:16)— y nos aleja del Dios que permanece para siempre.

Y aquí está el peligro final: este evangelio falso tiene consecuencias eternas. Pablo lo advirtió sin rodeos en Gálatas 1:8-9:

"Pero si aún nosotros, o un ángel del cielo, les anuncia otro evangelio diferente del que les hemos anunciado, quede bajo maldición. Como antes lo hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno les predica un evangelio diferente del que han recibido, quede bajo maldición."



No hay términos medios. Predicar que el poder está en nuestra boca, que podemos declarar milagros y exigir bendiciones, es un evangelio diferente, una mentira satánica que lleva a la perdición a quienes la creen y a quienes la enseñan. La recompensa de este engaño no es la abundancia que prometen, sino la maldición que la Palabra asegura.



Entonces, ¿en mi boca hay un milagro? No. En mi boca hay pecado, como en la de Isaías, hasta que Dios la purifica. El poder no está en mí; está en Jehová, el Rey soberano que hace lo que quiere, cuando quiere, para Su gloria y nuestro bien. Si anhelas salud, riqueza o éxito, no mires a tus palabras; mira a Cristo. Si buscas un milagro, no lo declares con arrogancia; pídelo con humildad al único que puede obrarlo.

Y si has sido seducido por esta doctrina, te suplico: abre tu Biblia. Lee Mateo 4 y ve cómo Jesús venció la tentación. Lee 1 Juan 2 y recuerda que ama el mundo. Lee Romanos 11 y póstrate ante la soberanía de Dios.

Que el Espíritu Santo te libre de este ídolo y te guíe al verdadero Salvador, porque en Él, no en tu boca, está el milagro que realmente necesitas: la vida eterna.








La verdadera Enseñanza de Malaquías 3:10.




Una biblia abierta sobre una mesa enseñando el versiculo malaquias 3:!0


Más Allá de la Prosperidad


Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan:

“Traigan todo el diezmo al alfolí, para que haya alimento en Mi casa; y pónganme ahora a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos– si no les abro las ventanas de los cielos, y derramo para ustedes bendición hasta que sobreabunde. Por ustedes reprenderé al devorador…” (Malaquías 3:10-11).

Si has estado en un culto donde se habla de ofrendas, es probable que hayas escuchado esto como una promesa irresistible:

"Diezma, y Dios te hará prosperar. Ofrenda, y Él detendrá todo lo que amenaza tu economía".

Es un mensaje que suena a buena inversión: das un poco, y recibes mucho más. Pero, ¿es eso realmente lo que Malaquías estaba enseñando? ¿O hemos torcido un pasaje antiguo para que encaje en nuestras ambiciones modernas?

Imagina por un momento el escenario en que estas palabras fueron escritas. Estamos en Judá, unos cuatrocientos años antes de que Jesús naciera. El pueblo judío había regresado de su exilio en Babilonia, un castigo de setenta años por su idolatría y desobediencia. Dios había usado a hombres como Esdras, Hageo y Zacarías para reavivar la esperanza, para reconstruir el templo y restaurar la identidad de Israel como nación de Dios. Pero para cuando Malaquías toma la pluma, algo ha cambiado. La chispa inicial se ha apagado. El fervor se ha convertido en apatía, la obediencia en mediocridad. Los sacerdotes ofrecen sacrificios defectuosos, el pueblo se casa con extranjeros paganos, y los diezmos —esos recursos que sostenían el templo y a los levitas— han dejado de llegar. Es un tiempo de crisis espiritual, y Malaquías llega como la voz de Dios para confrontar a una nación que ha olvidado su pacto.

Ahora, retrocedamos un poco más. En Deuteronomio 28, Dios había dejado claro cómo funcionaba Su relación con Israel bajo la ley mosaica: obediencia traería bendiciones específicas —cosechas abundantes, paz en la tierra, prosperidad nacional—, mientras que la desobediencia traería maldiciones concretas —sequías, plagas, derrota ante los enemigos—.

Israel no era solo un pueblo; era una teocracia, una nación gobernada directamente por Dios a través de Su ley. Los diezmos no eran una ofrenda voluntaria como la entendemos hoy; eran un mandato, una contribución obligatoria para mantener el culto en el templo y sustentar a los sacerdotes y levitas que dependían de ellos para comer. Cuando Malaquías dice en el versículo 9,

“Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado”,

no está hablando de individuos que olvidaron dar el 10% de su sueldo; está señalando una desobediencia colectiva que ha puesto a toda la nación bajo el juicio de Dios.

En este contexto, “abriré las ventanas de los cielos” no es una metáfora vaga de riqueza ilimitada. Es una imagen de lluvia —literal y figurativa— que asegura buenas cosechas, algo vital para una sociedad agraria como la de Israel. Y “reprenderé al devorador” no se refiere a un ángel guardián que protege tu cuenta bancaria; habla de detener las plagas de langostas o las sequías que arruinaban los cultivos, formas de juicio que Dios enviaba bajo el pacto mosaico, como vemos en el libro de Joel. Cuando el pueblo retenía los diezmos, el templo se quedaba sin alimento, los levitas sin sustento, y la nación entera sufría las consecuencias de romper su compromiso con Dios. Pero si se arrepentían y obedecían, Dios prometía restaurar la bendición pactada. Es lo mismo que vemos en Hageo: cuando el pueblo dejó de construir el templo para enfocarse en sus propios hogares, las cosechas fallaron; cuando volvieron a priorizar a Dios, las bendiciones regresaron.

Entonces, ¿qué pasó con este pasaje? ¿Cómo llegamos de una reprensión a una nación teocrática desobediente a un eslogan de prosperidad personal? La respuesta está en el evangelio de la prosperidad, una teología que ha tomado Malaquías 3:10 y lo ha convertido en una herramienta para motivar —o manipular— a las personas.

"Diezma, y Dios te hará rico", dicen. "Ofrenda, y Él multiplicará tus finanzas".



Es una distorsión que odia el corazón del evangelio verdadero. En lugar de glorificar a Dios, este mensaje utiliza a Dios como un medio para nuestros fines egoístas. Pinta un cuadro donde el dar se convierte en una transacción:

yo te doy algo, Señor, y Tú me das más a cambio.

Y si no recibes la bendición prometida, la culpa es tuya: no tuviste suficiente fe, no diste lo suficiente. Es una mentira que ha alejado a muchos del evangelio auténtico, dejándolos resentidos cuando las promesas vacías no se cumplen.

Pero detengámonos aquí y seamos honestos: no vivimos en el Israel de Malaquías. No somos una teocracia bajo la ley mosaica. Las promesas de Deuteronomio 28 y las advertencias de Malaquías 3 fueron dadas a un pueblo específico en un tiempo específico, bajo un pacto que Jesús cumplió y transformó con Su sangre (Hebreos 8:13). El Nuevo Testamento no nos manda a diezmar como lo hacía la ley; en cambio, nos llama a ofrendar según hayamos prosperado y según lo que decidamos en nuestro corazón (1 Corintios 16:2; 2 Corintios 9:7). El 10% puede ser una guía útil —como lo es el descanso del sábado—, pero no es un mandato ni un límite. Para algunos, dar el 10% es solo el comienzo; para otros, en tiempos de escasez, podría ser menos. Lo que importa no es la cantidad, sino la actitud: un corazón alegre, generoso y confiado en Dios.

Y aquí está la diferencia más profunda: la motivación.


En el evangelio de la prosperidad, damos para recibir. En el evangelio de Cristo, damos porque ya hemos recibido. Jesús se dio a Sí mismo por nosotros, cargó nuestro pecado, nos rescató de la condenación y nos dio vida eterna. ¿Qué mayor motivación necesitamos? Cuando ofrendamos, no estamos negociando con Dios; estamos respondiendo con gratitud a Su gracia inmerecida. Estamos diciendo: "Todo lo que tengo es Tuyo, Señor, porque Tú me diste todo". Dar se convierte en un acto de adoración, una expresión de confianza en que Él es nuestro proveedor, no en que nosotros podemos manipularlo con nuestras ofrendas. Como dijo Agustín: "No es lo que posee el hombre lo que realmente importa, tanto como lo que posee al hombre". Nuestra disposición a dar revela si el dinero es nuestro amo o nuestro siervo, si nuestro corazón está puesto en las cosas de este mundo o en las de arriba.

¿Qué hacemos con Malaquías 3:10 hoy?


No lo tiremos por la ventana; es Palabra de Dios y tiene mucho que enseñarnos. Nos muestra la seriedad de la obediencia, la realidad del juicio divino y la fidelidad de Dios para bendecir a los Suyos.

Pero no lo saquemos de su contexto para convertirlo en una fórmula mágica de prosperidad. En lugar de usarlo para prometer riquezas a individuos, podemos aprender de él como iglesia: ¿Estamos siendo fieles con lo que Dios nos ha confiado? ¿Estamos apoyando la obra del evangelio con generosidad? ¿O estamos reteniendo para nosotros mismos lo que pertenece al servicio de Su reino?

Si alguna vez te han enseñado que diezmar es una inversión para tu cuenta bancaria, te invito a mirar más allá. El evangelio no se trata de lo que podemos sacarle a Dios; se trata de lo que Él ya nos dio en Cristo. No necesitamos torcer Malaquías para encontrar bendiciones, porque la mayor bendición ya es nuestra: la salvación por gracia mediante la fe. Que nuestro dar refleje esa verdad, no un ansia por más cosas, sino un amor por Aquel que lo dio todo. Y que, al compartir esta enseñanza con otros, corrijamos las falsas percepciones y proclamemos el evangelio que exalta a Cristo, no al hombre.


1 Corintios 2:2 - Buscando maestros que nos digan lo que queremos oír.


 
 

Imagen de Una mujer rubia con traje, de perfil a la cámara, señalando con el dedo a su oreja, la oreja de la mujer debe estar goteando miel, un hombre hablando en su oído, la imagen debe tener una proporción de 16:9.

La Verdad Completa que Jesús Proclamó


Era un sábado cualquiera en Nazaret, y la sinagoga estaba llena de rostros familiares. Jesús, el hijo del carpintero, había regresado a su pueblo natal después de un tiempo fuera, y los rumores sobre Él corrían como el viento.

Se decía que enseñaba con autoridad, que sanaba enfermos, que hablaba como nadie antes lo había hecho. Cuando se levantó para leer, todos los ojos estaban puestos en Él. Le entregaron el rollo de Isaías, y con voz firme leyó:

"El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me eligió y me envió para dar buenas noticias a los pobres, para anunciar libertad a los prisioneros, para devolverles la vista a los ciegos, para rescatar a los que son maltratados y para anunciar a todos que: ‘¡Éste es el tiempo que Dios eligió para darnos salvación!’" (Lucas 4:18-19).

Luego, sentándose, añadió:

"Hoy se ha cumplido ante ustedes esto que he leído" (v. 21).

La reacción fue inmediata. Los presentes se maravillaron. Sus palabras eran agradables, llenas de esperanza, un bálsamo para el alma. ¿Quién no querría escuchar un mensaje así? Buenas noticias, libertad, salvación —todo lo que el corazón anhela. Si Jesús hubiera terminado ahí, probablemente lo habrían llevado en hombros como un héroe local.

Y hoy, más de dos mil años después, este fragmento sigue siendo el favorito de muchos predicadores.

Es fácil ver por qué: encaja perfectamente con un evangelio de prosperidad, uno que promete bendiciones sin fin, éxito terrenal y una vida de comodidad. "Jesús vino para hacerte próspero", dicen algunos, sacando estos versículos del contexto para pintar un cuadro de un Mesías que existe para cumplir nuestros sueños y metas personales. Pero Jesús no terminó ahí, y lo que dijo después cambió todo.

Sin pausa, continuó:

"Y aunque había en Israel muchas viudas, Dios no envió a Elías para ayudarlas a todas, sino solamente a una viuda del pueblo de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón. En ese tiempo, también había en Israel muchas personas enfermas de lepra, pero Eliseo sanó solamente a Naamán, que era del país de Siria" (Lucas 4:26-27).

De pronto, el aire se tensó.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que las bendiciones de Dios no eran para todos, incluso entre Su propio pueblo? ¿Que no bastaba con ser de Israel para recibirlas?

La multitud pasó del asombro al enojo en un instante. Lo sacaron de la sinagoga, lo arrastraron a la cima de una colina y estuvieron a punto de arrojarlo por el precipicio (vv. 28-29). ¿Por qué?

Porque Jesús se atrevió a predicar la verdad completa, no solo la parte que querían oír.

Esta escena nos confronta con una realidad incómoda: todos amamos las buenas noticias, pero pocos toleran el mensaje entero. Nos encanta aplaudir cuando se habla de bendiciones, prosperidad y liberación. Ofrecemos con gusto, cantamos con fervor y agradecemos a Dios cuando el sermón nos asegura que todo lo bueno está a nuestro alcance. Pero cuando la predicación se vuelve un espejo que refleja nuestra condición, cuando nos dice que las bendiciones de Dios no son un cheque en blanco ni un derecho automático, cuando nos recuerda que Su voluntad está por encima de la nuestra, el entusiasmo se desvanece. De repente, el predicador ya no es un héroe, sino una amenaza.

Y en muchas iglesias hoy, los "pastores" han aprendido esta lección demasiado bien: si quieres mantener las bancas llenas y las ofrendas fluyendo, omite las partes difíciles. Quédate con las promesas dulces y evita el precipicio.

Pero Jesús no hizo eso. Él fue fiel a Su llamado, y Su evangelio no era solo un anuncio de bendiciones terrenales. Sí, Dios bendice —¡gloria a Él por eso!—, pero esas bendiciones no son un fin en sí mismas ni están garantizadas para todos solo por llevar el nombre de "cristiano". Jesús señaló a la viuda de Sarepta y a Naamán el sirio, dos extranjeros fuera del pueblo elegido, para mostrar que la gracia de Dios opera según Su soberanía, no según nuestras expectativas.

No todos en Israel recibieron el milagro, porque no todos lo buscaron con fe y humildad.

Este mensaje corta como espada: las bendiciones de Dios no se miden solo en prosperidad material, y mucho menos son un reflejo de nuestro mérito. A veces, lo que consideramos "adversidad" —pruebas, pérdidas, luchas— resulta ser la bendición más grande, porque nos acerca a Él.

El evangelio de prosperidad que llena megatemplos hoy prefiere ignorar esto. Nos dicen que Cristo murió para hacernos millonarios, para cumplir nuestras metas, para darnos una vida de "felicidad" sin complicaciones.

Pero, ¿dónde está eso en la cruz? Jesús no colgó de aquel madero para que persiguiéramos nuestros sueños egoístas; murió para reconciliarnos con un Dios santo, para librarnos del pecado y para establecer Su reino, no el nuestro. Su mensaje no era sobre nuestra comodidad, sino sobre la voluntad del Padre.

"No se haga mi voluntad, sino la tuya", oró en Getsemaní (Lucas 22:42).

¿Cuántos predicadores modernos se atreven a decirnos que nuestros planes y ambiciones son lo que menos le importa a Dios si no están alineados con Su propósito?

Esta verdad no vende libros ni llena estadios. No es interesante para una cultura obsesionada con el éxito personal. Por eso tantos optan por un evangelio a medias, uno que nos dice lo que queremos oír: que somos el centro, que Dios está a nuestro servicio, que todo será color de rosa. Jesús, en cambio, predicó el mensaje completo: un evangelio de arrepentimiento, de confrontación con el pecado, de advertencia a los perdidos y de rendición total a Dios. No temió el rechazo ni el precipicio. Su evangelio no era solo buenas noticias de liberación; era el anuncio del reino de Dios, un gobierno mundial que no estará en manos de hombres egoístas, sino en las manos del Dios viviente y todopoderoso.

Cuando el Mesías regrese —y ese día se acerca—, traerá consigo la paz verdadera, la alegría eterna, la prosperidad que no se marchita. No será un reino de riqueza pasajera ni de sueños humanos cumplidos, sino un mundo transformado donde la voluntad de Dios reinará por siempre. Ese es el evangelio que Jesús proclamó desde el principio: no un evangelio centrado en nosotros, sino en Él. Y si queremos ser fieles a ese mensaje, debemos predicarlo entero, aunque nos cueste. Como dijo Thomas Wilson:

"Pretender predicar la Verdad sin ofender al hombre carnal, es pretender ser capaz de hacer algo que Jesucristo no pudo."

Entonces, ¿qué estamos buscando? ¿Maestros que nos digan lo que queremos oír, que nos acaricien el ego y nos prometan un paraíso terrenal?

¿O predicadores que, como Jesús, nos den todo el consejo de Dios, aunque duela, aunque nos saque de nuestra zona de confort, aunque nos lleve al borde del precipicio? La escena en Nazaret nos desafía a examinar nuestras prioridades. Si solo aplaudimos las bendiciones y rechazamos las advertencias, somos como aquella multitud que pasó del asombro a la furia en un instante. Pero si anhelamos la verdad —toda la verdad—, entonces debemos estar dispuestos a escuchar lo que no nos gusta, a rendir nuestros deseos y a abrazar el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo.

Mi oración es que no nos conformemos con medias verdades ni con predicadores que temen perder su popularidad. Que busquemos la voz de Cristo en las Escrituras, que nos humillemos ante Su soberanía y que vivamos para Su reino, no para el nuestro. Porque al final, no se trata de lo que nosotros queremos oír, sino de lo que Él, en Su amor y justicia, ha decidido proclamar. Y esa verdad, aunque a veces nos sacuda, es la que nos lleva a la vida eterna.




Lucas 9:23 - El Mensaje Egocéntrico.

 



Un peon del ajedrez soñando con ser el Rey.

Una Falsa Promesa Frente al Evangelio


Imagina que estás sentado en una iglesia repleta, con luces brillantes y música vibrante llenando el aire. El predicador sube al púlpito y, con una sonrisa carismática, comienza a hablar: "Dios tiene grandes planes para ti. Esos sueños que arden en tu corazón, Él los puso ahí. No dejes que el miedo te detenga; da un paso de fe y reclama lo que te pertenece". La multitud estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros asienten con entusiasmo. Es un mensaje que te hace sentir especial, poderoso, como si el universo entero estuviera alineado para que alcances tus metas. ¿Quién no se sentiría atraído por algo así? Es un evangelio que promete todo lo que el corazón humano desea: éxito, prosperidad, realización personal. Pero, mientras el eco de esas palabras resuena en tus oídos, surge una pregunta inquietante:

¿es este realmente el mensaje de la Biblia? ¿O es algo que hemos moldeado para satisfacer nuestros propios anhelos?

Este es el mensaje egocéntrico, una predicación que ha ganado terreno en muchas iglesias modernas y que, en su esencia, pone al hombre en el centro y relega a Cristo a un segundo plano. No es difícil entender por qué es tan popular. Como dice 2 Timoteo 4:3, llega un momento en que las personas


"no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias".



Este mensaje les da lo que quieren escuchar: que ellos son los protagonistas, que sus sueños y ambiciones son el propósito divino, y que Dios está ahí para ayudarlos a alcanzarlos. Es un evangelio dulce al paladar, pero ¿qué tan fiel es a la verdad que encontramos en las Escrituras?

Piensa en lo que este mensaje enfatiza constantemente: tus sueños, tus metas, tu éxito. Los predicadores egocéntricos te dirán que Dios ha plantado esas aspiraciones en tu interior y que tu tarea es perseguirlas con todo lo que tienes. Si no las alcanzas, la culpa recae sobre ti: no tuviste suficiente fe, no diste ese "paso más allá", no superaste tus miedos. Para ayudarte, te ofrecerán herramientas prácticas —técnicas de motivación, frases inspiradoras, pasos para el éxito— que suenan más a un manual de autoayuda que a la Palabra de Dios. Todo gira en torno a ti: tu esfuerzo, tu valentía, tu potencial. Pero,

¿dónde está la cruz en este mensaje? ¿Dónde está el llamado a negarse a uno mismo, a tomar la cruz y seguir a Cristo (Mateo 16:24)? Esas verdades incómodas parecen desvanecerse en medio de la euforia.

El mensaje egocéntrico también tiene una obsesión particular con el éxito terrenal. Te promete que Dios está interesado en que tengas éxito en los negocios, en tus finanzas, en tu carrera, en cada rincón de tu vida diaria. No es raro escuchar versículos como:

"Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal" (Jeremías 29:11) o "Pide, y se te dará" (Mateo 7:7),sacados completamente de su contexto para respaldar esta idea.

Pero si lees esos pasajes con atención, descubrirás que Jeremías 29:11 fue escrito a un pueblo en exilio, prometiendo restauración después de juicio, no prosperidad individual, y que Mateo 7:7 habla de buscar a Dios, no de exigir bendiciones materiales. El mensaje egocéntrico retuerce las Escrituras para alinearlas con los deseos del mundo: riqueza, reconocimiento, comodidad.



¿No te parece curioso que el éxito que promete se vea tan parecido a lo que el mundo ya persigue sin necesidad de Dios?


Y luego está esa frase que resuena una y otra vez: "Cree en ti mismo". Es el mantra del mensaje egocéntrico. Te dicen que todo lo que necesitas está dentro de ti, que tu potencial es ilimitado, que debes trabajar en tu autosuperación día tras día. "Libera lo que hay en tu interior", te insisten, como si fueras una mina de oro esperando ser descubierta. Pero detente un momento y reflexiona: ¿qué dice la Biblia sobre lo que hay dentro de nosotros? Romanos 3:10-18 no deja lugar a dudas: "No hay justo, ni aun uno… no hay quien busque a Dios… no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno." Efesios 2:1 nos describe como "muertos en delitos y pecados", y Jeremías 17:9 añade que el corazón humano es "engañoso más que todas las cosas, y perverso". ¿Qué esperanza podemos encontrar mirando dentro de nosotros mismos? Ninguna. Somos pecadores caídos, rebeldes contra nuestro Creador, merecedores de Su justo juicio. La idea de que podemos "creer en nosotros mismos" para alcanzar algo digno ante Dios es una ilusión que choca frontalmente con la realidad bíblica.

Aquí es donde el evangelio verdadero entra en escena, y su contraste con el mensaje egocéntrico no podría ser más evidente. El evangelio no comienza contigo ni con tus sueños; comienza con un Dios santo que merece toda la gloria. Nosotros, en nuestra condición caída, hemos quebrantado Su ley y nos hemos apartado de Él. No hay nada bueno en nosotros por naturaleza; como dice Romanos 8:7, "la mente carnal es enemistad contra Dios".

Pero en Su infinita misericordia, Dios no nos abandonó. Envió a Su Hijo, Jesucristo, quien se hizo hombre, vivió una vida sin pecado, murió en la cruz cargando el castigo que merecíamos y resucitó al tercer día para vencer la muerte. Él hizo lo que nosotros nunca podríamos hacer. Y ahora, a quienes se arrepienten de su pecado y confían en Él como su único Salvador, les otorga vida eterna. Este es el evangelio: un mensaje que humilla al hombre y exalta a Cristo.

¿Ves la diferencia? El mensaje egocéntrico te dice: "Tú puedes hacerlo; el poder está en ti". El evangelio dice: "Tú no puedes, pero Cristo ya lo hizo". Uno te empuja a buscar el éxito en este mundo; el otro te llama a buscar el reino de Dios y Su justicia (Mateo 6:33). Uno te promete riquezas temporales; el otro te ofrece un tesoro eterno que no se corrompe (Mateo 6:19-20). El éxito bíblico no tiene nada que ver con lo que el mundo valora. Jesús dijo en Juan 18:36: "Mi reino no es de este mundo." Para el cristiano, el éxito no se mide en dólares, títulos o logros personales, sino en obediencia a Dios, fidelidad a Su Palabra y una vida que glorifica a Cristo en todo. Y aún esa obediencia, como nos recuerda Filipenses 2:13, es obra de Dios en nosotros, "porque Él es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer por su buena voluntad". No tenemos de qué jactarnos, ni siquiera de nuestra propia fe.



¿Por qué el mensaje egocéntrico llena iglesias y atrae multitudes?



Porque resuena con los deseos más profundos del corazón humano caído. El mundo ya nos enseña a perseguir nuestras ambiciones egoístas, a pelear por lo que queremos sin importar las consecuencias. El 99.9% de las personas anhelan éxito terrenal, reconocimiento y prosperidad, y este mensaje les ofrece una versión "espiritualizada" de esos mismos ideales. Es un evangelio que no confronta el pecado, no exige arrepentimiento, no señala la cruz. Es fácil de digerir, atractivo, refrescante para quienes no quieren cargar con el peso de la verdad. Pero esa facilidad es su mayor defecto: al evitar la realidad de nuestra condición y la necesidad de un Salvador, deja a las personas atrapadas en su egocentrismo, lejos de la verdadera libertad que solo Cristo puede dar.

No me malinterpretes: Dios no es indiferente a nuestras vidas. Él es un Padre amoroso que cuida de Sus hijos, que promete suplir nuestras necesidades (Filipenses 4:19) y que obra todas las cosas para nuestro bien (Romanos 8:28). Pero Su propósito no es que vivamos para nosotros mismos, sino para Su gloria. El mensaje egocéntrico invierte este orden, convirtiendo a Dios en un medio para nuestros fines, en lugar de reconocernos como instrumentos para los Suyos. Nos seduce con promesas de grandeza terrenal, pero nos aleja del llamado a morir a nosotros mismos y vivir para Aquel que dio todo por nosotros.

Si algo de esto resuena contigo, te invito a hacer una pausa. ¿Qué mensaje estás escuchando? ¿Es uno que te pone en el centro, que te anima a confiar en tu propio potencial? ¿O es uno que te lleva a la cruz, que te humilla ante la santidad de Dios y te llena de asombro por la gracia de Cristo? No te dejes engañar por palabras bonitas que alimentan tu ego. Abre tu Biblia, busca a Cristo en cada página. Lee Romanos y descubre la profundidad de tu pecado y la grandeza de Su salvación. Lee Juan y escucha la voz del Salvador que te llama a una vida nueva. Lee Efesios y maravíllate de cómo Dios te escogió antes de la fundación del mundo para ser Suyo. Deja que el Espíritu Santo transforme tu mente y tu corazón, guiándote a toda verdad.

Mi oración es que Dios despierte a los Suyos de este engaño sutil pero peligroso. Que no nos conformemos con un evangelio que nos exalta a nosotros mismos, sino que anhelemos el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo. Porque al final, no se trata de nuestros sueños ni de nuestro éxito; se trata de Él, el Rey de reyes, quien merece toda la gloria, ahora y por la eternidad.


Jacobo 4:3 - ¡Yo le arrebato a Dios mi milagro! ¿Es esto Bíblico?





hombre israelí del primer siglo, robando a Jesucristo, luego de robarlo sale corriendo huyendo con lo robado



“Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites.”
(Jacobo 4:3, RVR1960)

Una Moda Espiritual sin Fundamento

En muchas iglesias hoy, palabras como “arrebatar”, “decretar”, “declarar” y “visualizar” se han vuelto comunes. Las oímos en prédicas, conferencias, oraciones y hasta en canciones como “Yo arrebato lo que es mío”. Hay quienes “arrebatan” las almas de sus hijos para Cristo o “arrebatan” la riqueza que Satanás supuestamente les robó. ¿Por qué? Porque líderes enseñan que basta con decirlo para que Dios o el diablo suelten lo que “nos pertenece”. Pero esta práctica, aceptada como verdad por muchos cristianos, no es bíblica. Es una invención humana que distorsiona la fe y desafía la soberanía de Dios.

¿Qué Dice Mateo 11:12 en Realidad?

La base de esta doctrina suele ser Mateo 11:12: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo toman por la fuerza”. Algunos lo usan para justificar “arrebatar” milagros a Dios o pelear con el diablo por bendiciones. Pero saquemos el verso de su contexto y veamos qué dice realmente.

En Mateo 11, Jesús responde a los discípulos de Juan el Bautista, quienes preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir, o esperaremos a otro?” (11:3). Los judíos esperaban un Mesías guerrero que restaurara a Israel como potencia militar y material, como en los días de David y Salomón (Marcos 10:35-37). Pero Jesús trajo un reino espiritual. Él señala Sus obras —sanar ciegos, predicar a los pobres— y exalta a Juan como precursor de ese reino (11:4-11). Cuando dice que el reino “sufre violencia”, no habla de conquistar cosas materiales, sino de la urgencia del evangelio. Lucas 16:16 lo confirma: “Desde entonces el reino de Dios es proclamado, y cada uno entra en él con violencia”. La “violencia” es el esfuerzo de arrepentirse y seguir a Cristo, no de “arrebatar” algo a Dios o al diablo.

¿Arrebatarle a Dios o al Diablo? Una Idea Absurda

Jesús nunca enseñó a “arrebatar” milagros. En Mateo 6:25-27, dice: “No os afanéis por vuestra vida… Mirad las aves del cielo… ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?”. Dios provee sin que forcemos Su mano. En Mateo 7:11, promete: “¡Cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que le piden!”. Y en Juan 15:7, asegura: “Si permanecéis en mí… pedid lo que queráis, y se os hará”. Esto es fe, no lucha. ¿Por qué “arrebatar” si Dios da generosamente a quienes confían en Él?

Tampoco hay base para “arrebatarle” al diablo. Satanás no tiene poder sobre lo que Dios nos da. En Job 1:11-12, Satanás solo toca a Job porque Dios lo permite. Jesús dijo a Pedro: “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lucas 22:31), pero bajo el control divino. Si “todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre” (Mateo 11:27), ¿qué tiene el diablo que podamos reclamar? Nada. Pretenderlo es negar la soberanía de Cristo, quien nos asegura: “Nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:28).

La Verdadera Violencia del Reino

Entonces, ¿qué significa “los violentos lo toman por la fuerza”? No es pelear por prosperidad, salud o un carro nuevo. Es la determinación de entrar al reino de Dios a costa de todo. Jesús dijo: “Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo” (Mateo 5:29); “No vine a traer paz, sino espada” (Mateo 10:34); “El que no carga su cruz… no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). Pablo lo entendió: “Todo lo tengo por estiércol, para ganar al Mesías” (Filipenses 3:8). Los judíos rechazaron este reino porque querían gloria sin cruz, como muchos hoy que “arrebatan” bendiciones sin aceptar el sufrimiento. El reino es una puerta estrecha (Mateo 7:13), y solo los “violentos” —los que renuncian al mundo— entran.

Una Doctrina Peligrosa

Cantar “arrebato lo que el diablo me quitó” o predicar que podemos forzar a Dios es un engaño. Jacobo 4:3 lo dice claro: “Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites”. Esto no es fe; es egoísmo disfrazado de espiritualidad. Es el evangelio de la prosperidad, un cebo para atrapar a los incautos en falsas promesas. Job no “arrebató” sus bienes; bendijo a Dios en la pérdida (Job 1:21). Nosotros tampoco debemos hacerlo.

Descansa en la Soberanía de Dios

Amado lector, no necesitas “arrebatar” nada. Todo lo que tienes está en Cristo, comprado con Su sangre (Efesios 1:3). No luches con el diablo ni exijas a Dios; ora: “Venga tu reino, hágase tu voluntad” (Mateo 6:10). Confía en Aquel que sabe lo que necesitas (Mateo 6:8) y te sostiene en Su mano. Tu corona no está aquí, sino en los cielos. Vive para Él, no para tus deseos.

Gracia y paz.