
Una Reflexión sobre Riqueza y Devoción
En los días de Jesús, los fariseos caminaban por las calles de Judea con una certeza que resonaba en cada paso:
La riqueza era la tarjeta de presentación de los favoritos de Dios.
Para ellos, las bendiciones materiales no solo eran compatibles con la devoción a Dios; eran la prueba irrefutable de Su aprobación. Si tenías oro en tus bolsillos, eras de los elegidos, un hijo predilecto del cielo. Los ricos podían dar grandes limosnas, financiar sacrificios en el templo, ostentar su piedad con ofrendas generosas, y por eso, en la mentalidad popular que los fariseos alimentaban, se asumía que tenían un boleto asegurado al reino de Dios.
La pobreza, en cambio, era un signo de desdén divino, una marca de los olvidados. Era una teología conveniente, una que elevaba a los poderosos y justificaba su amor por el dinero sin cuestionar su corazón.
Pero entonces llegó Jesús, y con unas pocas palabras derribó ese castillo de arena. Frente a un joven rico que buscaba la vida eterna, Jesús lo desafió a vender todo y seguirle (Mateo 19:21). Cuando el hombre se alejó triste, aferrado a sus posesiones, Jesús se volvió a Sus discípulos y dijo:
“Les aseguro que es muy difícil que una persona rica entre en el reino de Dios. En realidad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para una persona rica entrar en el reino de Dios” (Mateo 19:23-24).
La imagen era absurda, casi cómica, pero el mensaje era devastador: la riqueza no era un pasaporte al cielo; podía ser una cadena que te arrastrara lejos de él. Y no se detuvo ahí. En otra ocasión, mirando a la multitud, afirmó:
“Ningún esclavo puede trabajar al mismo tiempo para dos amos, porque siempre obedecerá o amará a uno más que al otro. Del mismo modo, tampoco ustedes pueden servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).
No había término medio, no había compatibilidad posible. O amas a Dios, o amas el dinero. Punto.
Estas palabras debieron sonar como un trueno en los oídos de los fariseos.
No solo destruían la idea de que las riquezas eran una señal de favor divino; también demolían la noción de que podías ganarte el cielo con tus méritos, fueran limosnas o cualquier otra obra. Jesús no vino a reforzar una teología que exaltaba al hombre; vino a revelar un evangelio que humillaba al orgulloso y elevaba al humilde.
Pablo, años después, tomó el relevo y dejó claro que este mensaje no era negociable. Escribiendo a Timoteo, advirtió:
“Los que solo piensan en ser ricos caen en las trampas de Satanás… Porque todos los males comienzan cuando solo se piensa en el dinero. Por el deseo de amontonarlo, muchos se olvidaron de obedecer a Dios y acabaron por tener muchos problemas y sufrimientos” (1 Timoteo 6:9-10).
Y a los ricos que ya tenían riqueza, les dijo:
“Adviérteles que no sean orgullosos ni confíen en sus riquezas… Mándales que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas acciones” (1 Timoteo 6:17-18).
La riqueza no era una medalla de honor; era una responsabilidad, y mal manejada, un peligro.
Sin embargo, si damos un vistazo a muchas iglesias hoy, parece que la enseñanza farisaica nunca murió. En púlpitos relucientes y pantallas gigantes, escuchamos ecos de aquella vieja mentira:
"Cuanto más tienes, más te ama Dios. Si tu cuenta bancaria crece, es porque estás en el centro de Su bendición".
Se nos dice que la prosperidad material es la prueba de que estamos haciendo las cosas bien, que somos un orgullo para el Señor. Algunos incluso miden la fe por los ceros en el cheque:
"Si das mucho, recibirás más; si tienes una casa grande o un auto nuevo, es porque Dios te ha aprobado".
Pero si esto fuera cierto, ¿qué diremos de los cristianos en Cuba o en África? En la isla, donde no hay edificios ostentosos ni carteles deslumbrantes, una iglesia humilde ha plantado sesenta iglesias, y una de esas ha sembrado otras veinticinco. No hay extravagancia, solo discípulos que toman a Jesús en serio, yendo, bautizando, enseñando, multiplicando la fe de costa a costa. ¿Acaso Dios no los ama porque no tienen riquezas visibles? ¿O será que Su bendición se mide con otro estándar?
Jesús nos dio la respuesta en un momento que pasó casi desapercibido en el templo. Sentado frente a las cajas de ofrendas, observó a la gente depositar su dinero. Los ricos echaban grandes sumas, y la multitud probablemente asentía con aprobación:
"Mira cuánto dan, qué bendecidos son". Pero entonces llegó una viuda pobre, con dos moneditas que apenas valían nada, y las dejó caer en la caja. Jesús llamó a Sus discípulos y dijo: “Les aseguro que esta viuda pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les sobraba, pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir” (Marcos 12:43-44).
No era la cantidad lo que impresionó a Jesús; era el corazón. Los ricos daban para ser vistos, para reforzar su estatus; la viuda dio por devoción, sin calcular el costo. Dios no estaba mirando su dinero; estaba mirando su entrega.
Aquí está el punto que los fariseos —y muchos hoy— pasan por alto:
Dios no necesita nuestro dinero.
No está impresionado por nuestras ofrendas cuantiosas ni por nuestras posesiones terrenales. Lo que Él busca es un corazón rendido, una vida que confíe en Él por encima de todo. Dar no es un medio para comprar Su aprobación o asegurar un lugar en el cielo; es una respuesta de gratitud a lo que Jesús ya nos dio. Porque, seamos honestos, ¿qué podemos ofrecerle que se compare con la cruz? Cristo lo dio todo —Su vida, Su sangre— para pagar una deuda que nunca saldaremos. Aunque viviéramos mil años o pasáramos la eternidad cantando Sus alabanzas (Apocalipsis 7:9-12), no podríamos igualar lo que Él hizo por nosotros. Si no tenemos nada material, lo tenemos todo en Él. Nuestro mayor tesoro no es un saldo bancario; es saber que el Señor está con nosotros día y noche.
¿Por qué seguimos enseñando como fariseos?
¿Por qué medimos la fe por las "bendiciones" recibidas y nos autoevaluamos como dignos basados en lo que poseemos? Pablo lo dijo mejor que nadie:
“Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo… por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).
Para Pablo, las riquezas terrenales no eran un signo de aprobación divina; eran estiércol comparadas con conocer a Jesús. Y nos advirtió:
“Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).
Confiar en nuestras posesiones para sentirnos justos es una trampa, un desenfoque siniestro que nos aleja de la verdad.
Hablando de desenfoques, hay quienes tuercen Mateo 7:15-20 —"por sus frutos los conoceréis"— para justificar esta mentalidad. "Mira mis frutos", dicen, señalando sus mega iglesias, sus ofrendas abundantes, sus vidas prósperas. Pero Jesús no estaba hablando de riqueza ni de éxito terrenal.
Estaba advirtiendo sobre falsos profetas:
“Son como lobos rapaces… El árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo da frutos malos”.
El fruto que Dios busca no es el que nosotros consideramos "bueno" —dinero, fama, edificios grandes—; es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), la obediencia a Su Palabra, la humildad que refleja a Cristo.
Si las mega iglesias fueran la medida, el islam, el hinduismo o el catolicismo serían "aprobados" por Dios. Pero el tamaño no prueba nada; el corazón sí.
Entonces, ¿enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo? Si predicamos que la riqueza es la señal del favor divino, que dar más nos hace más santos, que el éxito terrenal nos certifica ante Dios, estamos repitiendo el error de los fariseos. Pero si enseñamos como Jesús —que el reino de Dios es para los humildes, que no podemos servir a dos amos, que nuestro tesoro está en Él y no en este mundo—, entonces reflejamos al Maestro.
No se trata de cuánto tenemos para dar, sino de cuánto estamos dispuestos a entregarle a Él, incluso cuando no tenemos nada. No se trata de jactarnos de nuestros "frutos"; se trata de dejar que Dios, no nosotros, juzgue si son buenos.
Te invito a mirar tu vida y tu iglesia. ¿Dónde está tu confianza? ¿En las bendiciones materiales que te hacen sentir aprobado? ¿O en Cristo, que dio todo por ti? Escudriña las Escrituras, confronta tu corazón, y deja que Dios te muestre la verdad. Porque al final, no son las riquezas las que nos llevan al cielo; es el Rey que se hizo pobre para hacernos ricos en Él (2 Corintios 8:9).
Que nuestro dar, nuestra fe y nuestra enseñanza sean un eco de Su evangelio, no de los fariseos.
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