• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 13 de marzo de 2025

Mateo 25:20 - El Líder Fiel



Imagen mostrando 1 timoteo 4:15



Un Reflejo de Cristo en Progreso y Servicio


Si alguien te pidiera definir qué es un líder, tal vez dirías algo simple: alguien a quien un grupo sigue, alguien que guía y orienta. Es una idea clara, cotidiana, que encontramos en la vida misma. Pero cuando miramos las páginas del Nuevo Testamento, pocos encarnan esa definición tan plenamente como el apóstol Pablo. No era un líder que buscaba aplausos o poder; era un hombre entregado a Cristo, guiando a otros con una pasión que ardía por la verdad. Y en una de sus cartas más personales, escrita a su discípulo Timoteo, nos deja un retrato del líder fiel, competente y eficaz. Sus palabras resuenan como un consejo directo, casi como si nos hablara hoy: “Que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos… Pues haciendo esto, te salvarás a ti mismo y a los que te oyeren” (1 Timoteo 4:15-16). En esas líneas se esconden tres cualidades esenciales: un progreso evidente, un beneficio personal y un impacto colectivo. Son el corazón de lo que significa liderar para la gloria de Dios.



Un Progreso que Todos Puedan Ver


Imagina a Timoteo, joven y quizás inseguro, preguntándole a Pablo: "¿Por qué me pides que me dedique tanto a estudiar y enseñar la Palabra?". La respuesta del apóstol es directa: "Para que tu aprovechamiento sea manifiesto a todos". No se trata de un esfuerzo vacío ni de una rutina religiosa; es una vida de diligencia que muestra un progreso espiritual claro, visible, imposible de ignorar. Un líder fiel no se queda estancado. Si Cristo le dio cinco talentos, no se conforma con devolver cinco; busca ganar cinco más (Mateo 25:20). Su vida es como una parábola viva: lo que cree se refleja en lo que hace, en público y en privado. Hay una armonía entre su doctrina y su conducta, entre lo que predica y lo que practica.

Esto no es automático. Vivir así requiere esfuerzo, un compromiso constante con la Palabra y una mirada fija en agradar a Dios, no a los hombres. Jesús lo dijo sin rodeos: “Ninguno puede servir a dos señores… No podéis servir a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24). Un líder fiel no se mueve por intereses personales ni por las ventajas terrenales que el ministerio pueda ofrecer. No busca el pan que sacia el estómago, como aquellos que seguían a Jesús solo por los milagros (Juan 6:26); busca al Pan de Vida que transforma el alma. Si algo más —dinero, fama, comodidad— toma el control de su corazón, ese algo se convierte en su amo, y Cristo queda relegado. Pero el líder fiel tiene un solo Señor, y su mayor gozo es estudiar cómo agradarlo, no cómo impresionar a la multitud.

Piensa en Pablo mismo. Naufragios, prisiones, azotes (2 Corintios 11:23-25) —nada de eso lo detuvo. Su progreso era evidente: un hombre que pasó de perseguir a la iglesia a plantar iglesias por todo el mundo conocido. Su vida era un testimonio vivo de lo que creía, y quienes lo veían no podían negarlo. Un líder fiel no es un letrero que señala el camino y se queda atrás; es un viajero que avanza hacia Cristo y lleva a otros consigo.



Un Beneficio que Empieza en Casa


Pero Pablo no se detiene ahí. Le dice a Timoteo: “Haciendo esto, te salvarás a ti mismo”. A primera vista, suena extraño. ¿Timoteo no era ya un creyente, un discípulo fiel? ¿De qué salvación habla? No se refiere a la salvación eterna que Cristo ya aseguró en la cruz; habla de una salvación diaria, una liberación constante del pecado que aún acecha en nosotros. Sí, fuimos perdonados del pecado original, pero seguimos luchando con ese "pecado remanente" que Pablo describe como una batalla interna (Romanos 7:19-20). El líder fiel no solo predica para otros; se predica a sí mismo, se sumerge en la lectura, la exhortación y la enseñanza (1 Timoteo 4:13) para que su propia alma sea preservada y fortalecida.

Es como si Pablo dijera: "Timoteo, ocúpate en estas cosas, pero empieza contigo". Antes de alumbrar a otros, asegúrate de que la luz brille en ti. “No descuides el don que hay en ti… Ocúpate en estas cosas; permanece en ellas” (1 Timoteo 4:14-15). Un líder que no cuida su propia vida espiritual es como una lámpara sin aceite: no puede iluminar a nadie. Su estudio de la Palabra, su oración, su lucha contra el pecado no son solo herramientas para el ministerio; son el oxígeno que lo mantiene vivo en la fe. Es un buen hombre antes de ser un buen líder, transformado por el evangelio que enseña, para que su vida sea un reflejo de Cristo.

Mira a los ejemplos que Dios puso en las Escrituras. Lot en Sodoma, rodeado de corrupción, pero preservado por su fe (2 Pedro 2:7-8). Dos creyentes en la casa de Nerón, brillando en medio de la oscuridad (Filipenses 4:22). Una "hermanita" en la casa de Lamán, un destello de gracia entre espinas. Estos líderes fieles no solo sobrevivieron; su fidelidad personal los sostuvo para ser luz donde Dios los plantó. El líder fiel sabe que no puede dar lo que no tiene, y por eso cuida su alma con la misma diligencia que cuida a su rebaño.



Un Impacto que Salva a Otros


Y luego viene el fruto colectivo: “Haciendo esto… salvarás a los que te oyeren”. Aquí está el propósito final del líder fiel. No puede haber esperanza de guiar a otros a la salvación si él mismo no está arraigado en ella. El orden del versículo no es casual: primero te salvas a ti mismo, luego a los que te escuchan. Es un prerrequisito, una cadena inseparable. ¿Y quiénes son "los que te oyeren"? Son el pueblo que Dios le confía, aquellos que reciben su enseñanza con fe. La tarea principal del líder cristiano no es organizar eventos, llenar bancas o inspirar emociones; es predicar la Palabra de Dios con claridad y poder, para que otros encuentren la vida en Cristo.

Esto no es un juego de números ni un espectáculo de popularidad. El líder fiel no mide su éxito por los aplausos, sino por el impacto de la verdad en las almas. Pablo lo vivió y lo enseñó: “Rechazamos los tapujos de vergüenza, no procediendo con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino que, por la clara demostración de la verdad, nos recomendamos a nosotros mismos a toda conciencia humana delante de Dios” (2 Corintios 4:2). No hay engaño, no hay manipulación; solo la Palabra pura, expuesta con sinceridad. Cuando Jesús predicó, algunos lo alabaron, otros lo abandonaron (Juan 6:66), pero Él no buscó los elogios por Su elocuencia o sabiduría; buscó que la verdad transformara corazones. El líder fiel sigue ese ejemplo: su gozo no está en que lo admiren, sino en que otros experimenten el poder salvador de Dios.

He visto líderes así. Un pastor en un pueblo pequeño, sin grandes recursos, predicaba cada domingo con una Biblia gastada y un corazón humilde. No tenía micrófono ni proyector, pero sus palabras, llenas de verdad, llevaron a una familia entera al arrepentimiento. Su progreso era evidente, su vida intachable, y su enseñanza cambió vidas. Ese es el líder fiel: no un showman, sino un siervo que vive lo que predica.

Un Llamado a la Fidelidad

Entonces, ¿qué hace a un líder fiel? No es el éxito que el mundo aplaude ni el carisma que llena auditorios. Es un progreso espiritual que todos pueden ver, una vida preservada del pecado por la Palabra, y un ministerio que lleva a otros a Cristo. No está en nuestro poder garantizar los resultados —eso es obra de Dios—, pero sí podemos ser diligentes, como si todo dependiera de nosotros, confiando en que Él obra a través de nuestra fidelidad. El líder fiel no vive para el aplauso humano; vive para la gloria de Aquel que lo llamó. Su identidad no está en lo que otros dicen de él, sino en el evangelio que proclama.

Mira tu vida. Si lideras —en una iglesia, un grupo, una familia—, pregúntate: ¿Es mi progreso evidente? ¿Estoy creciendo en mi fe, o me he estancado? ¿Cuido mi propia alma, o predico sin practicar? ¿Llevo a otros a Cristo con la verdad, o solo busco su aprobación? El líder fiel no es perfecto, pero sí es constante, humilde, entregado. Es un reflejo de Cristo, no un eco del mundo. Que nuestro liderazgo sea como el de Pablo: un testimonio vivo de la gracia que nos salva y nos envía a salvar a otros. Porque al final, no se trata de nosotros; se trata de Él. Amén.



Mateo 19:23-24 - ¿Enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo?


imagen de un grupo de fariseos antiguos, en la ciudad de israel, con caras de disgusto.


Una Reflexión sobre Riqueza y Devoción


En los días de Jesús, los fariseos caminaban por las calles de Judea con una certeza que resonaba en cada paso:


La riqueza era la tarjeta de presentación de los favoritos de Dios.

Para ellos, las bendiciones materiales no solo eran compatibles con la devoción a Dios; eran la prueba irrefutable de Su aprobación. Si tenías oro en tus bolsillos, eras de los elegidos, un hijo predilecto del cielo. Los ricos podían dar grandes limosnas, financiar sacrificios en el templo, ostentar su piedad con ofrendas generosas, y por eso, en la mentalidad popular que los fariseos alimentaban, se asumía que tenían un boleto asegurado al reino de Dios.

La pobreza, en cambio, era un signo de desdén divino, una marca de los olvidados. Era una teología conveniente, una que elevaba a los poderosos y justificaba su amor por el dinero sin cuestionar su corazón.



Pero entonces llegó Jesús, y con unas pocas palabras derribó ese castillo de arena. Frente a un joven rico que buscaba la vida eterna, Jesús lo desafió a vender todo y seguirle (Mateo 19:21). Cuando el hombre se alejó triste, aferrado a sus posesiones, Jesús se volvió a Sus discípulos y dijo:

“Les aseguro que es muy difícil que una persona rica entre en el reino de Dios. En realidad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para una persona rica entrar en el reino de Dios” (Mateo 19:23-24).



La imagen era absurda, casi cómica, pero el mensaje era devastador: la riqueza no era un pasaporte al cielo; podía ser una cadena que te arrastrara lejos de él. Y no se detuvo ahí. En otra ocasión, mirando a la multitud, afirmó:

“Ningún esclavo puede trabajar al mismo tiempo para dos amos, porque siempre obedecerá o amará a uno más que al otro. Del mismo modo, tampoco ustedes pueden servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).



No había término medio, no había compatibilidad posible. O amas a Dios, o amas el dinero. Punto.

Estas palabras debieron sonar como un trueno en los oídos de los fariseos.

No solo destruían la idea de que las riquezas eran una señal de favor divino; también demolían la noción de que podías ganarte el cielo con tus méritos, fueran limosnas o cualquier otra obra. Jesús no vino a reforzar una teología que exaltaba al hombre; vino a revelar un evangelio que humillaba al orgulloso y elevaba al humilde.



Pablo, años después, tomó el relevo y dejó claro que este mensaje no era negociable. Escribiendo a Timoteo, advirtió:

“Los que solo piensan en ser ricos caen en las trampas de Satanás… Porque todos los males comienzan cuando solo se piensa en el dinero. Por el deseo de amontonarlo, muchos se olvidaron de obedecer a Dios y acabaron por tener muchos problemas y sufrimientos” (1 Timoteo 6:9-10).

Y a los ricos que ya tenían riqueza, les dijo:

“Adviérteles que no sean orgullosos ni confíen en sus riquezas… Mándales que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas acciones” (1 Timoteo 6:17-18).

La riqueza no era una medalla de honor; era una responsabilidad, y mal manejada, un peligro.

Sin embargo, si damos un vistazo a muchas iglesias hoy, parece que la enseñanza farisaica nunca murió. En púlpitos relucientes y pantallas gigantes, escuchamos ecos de aquella vieja mentira:

"Cuanto más tienes, más te ama Dios. Si tu cuenta bancaria crece, es porque estás en el centro de Su bendición".



Se nos dice que la prosperidad material es la prueba de que estamos haciendo las cosas bien, que somos un orgullo para el Señor. Algunos incluso miden la fe por los ceros en el cheque:

"Si das mucho, recibirás más; si tienes una casa grande o un auto nuevo, es porque Dios te ha aprobado".



Pero si esto fuera cierto, ¿qué diremos de los cristianos en Cuba o en África? En la isla, donde no hay edificios ostentosos ni carteles deslumbrantes, una iglesia humilde ha plantado sesenta iglesias, y una de esas ha sembrado otras veinticinco. No hay extravagancia, solo discípulos que toman a Jesús en serio, yendo, bautizando, enseñando, multiplicando la fe de costa a costa. ¿Acaso Dios no los ama porque no tienen riquezas visibles? ¿O será que Su bendición se mide con otro estándar?



Jesús nos dio la respuesta en un momento que pasó casi desapercibido en el templo. Sentado frente a las cajas de ofrendas, observó a la gente depositar su dinero. Los ricos echaban grandes sumas, y la multitud probablemente asentía con aprobación:

"Mira cuánto dan, qué bendecidos son". Pero entonces llegó una viuda pobre, con dos moneditas que apenas valían nada, y las dejó caer en la caja. Jesús llamó a Sus discípulos y dijo: “Les aseguro que esta viuda pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les sobraba, pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir” (Marcos 12:43-44).



No era la cantidad lo que impresionó a Jesús; era el corazón. Los ricos daban para ser vistos, para reforzar su estatus; la viuda dio por devoción, sin calcular el costo. Dios no estaba mirando su dinero; estaba mirando su entrega.

Aquí está el punto que los fariseos —y muchos hoy— pasan por alto:

Dios no necesita nuestro dinero.



No está impresionado por nuestras ofrendas cuantiosas ni por nuestras posesiones terrenales. Lo que Él busca es un corazón rendido, una vida que confíe en Él por encima de todo. Dar no es un medio para comprar Su aprobación o asegurar un lugar en el cielo; es una respuesta de gratitud a lo que Jesús ya nos dio. Porque, seamos honestos, ¿qué podemos ofrecerle que se compare con la cruz? Cristo lo dio todo —Su vida, Su sangre— para pagar una deuda que nunca saldaremos. Aunque viviéramos mil años o pasáramos la eternidad cantando Sus alabanzas (Apocalipsis 7:9-12), no podríamos igualar lo que Él hizo por nosotros. Si no tenemos nada material, lo tenemos todo en Él. Nuestro mayor tesoro no es un saldo bancario; es saber que el Señor está con nosotros día y noche.


¿Por qué seguimos enseñando como fariseos?



¿Por qué medimos la fe por las "bendiciones" recibidas y nos autoevaluamos como dignos basados en lo que poseemos? Pablo lo dijo mejor que nadie:

“Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo… por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).



Para Pablo, las riquezas terrenales no eran un signo de aprobación divina; eran estiércol comparadas con conocer a Jesús. Y nos advirtió:

“Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).



Confiar en nuestras posesiones para sentirnos justos es una trampa, un desenfoque siniestro que nos aleja de la verdad.



Hablando de desenfoques, hay quienes tuercen Mateo 7:15-20 —"por sus frutos los conoceréis"— para justificar esta mentalidad. "Mira mis frutos", dicen, señalando sus mega iglesias, sus ofrendas abundantes, sus vidas prósperas. Pero Jesús no estaba hablando de riqueza ni de éxito terrenal.



Estaba advirtiendo sobre falsos profetas:

“Son como lobos rapaces… El árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo da frutos malos”.



El fruto que Dios busca no es el que nosotros consideramos "bueno" —dinero, fama, edificios grandes—; es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), la obediencia a Su Palabra, la humildad que refleja a Cristo.



Si las mega iglesias fueran la medida, el islam, el hinduismo o el catolicismo serían "aprobados" por Dios. Pero el tamaño no prueba nada; el corazón sí.

Entonces, ¿enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo? Si predicamos que la riqueza es la señal del favor divino, que dar más nos hace más santos, que el éxito terrenal nos certifica ante Dios, estamos repitiendo el error de los fariseos. Pero si enseñamos como Jesús —que el reino de Dios es para los humildes, que no podemos servir a dos amos, que nuestro tesoro está en Él y no en este mundo—, entonces reflejamos al Maestro.

No se trata de cuánto tenemos para dar, sino de cuánto estamos dispuestos a entregarle a Él, incluso cuando no tenemos nada. No se trata de jactarnos de nuestros "frutos"; se trata de dejar que Dios, no nosotros, juzgue si son buenos.

Te invito a mirar tu vida y tu iglesia. ¿Dónde está tu confianza? ¿En las bendiciones materiales que te hacen sentir aprobado? ¿O en Cristo, que dio todo por ti? Escudriña las Escrituras, confronta tu corazón, y deja que Dios te muestre la verdad. Porque al final, no son las riquezas las que nos llevan al cielo; es el Rey que se hizo pobre para hacernos ricos en Él (2 Corintios 8:9).

Que nuestro dar, nuestra fe y nuestra enseñanza sean un eco de Su evangelio, no de los fariseos.







La verdadera Enseñanza de Malaquías 3:10.




Una biblia abierta sobre una mesa enseñando el versiculo malaquias 3:!0


Más Allá de la Prosperidad


Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan:

“Traigan todo el diezmo al alfolí, para que haya alimento en Mi casa; y pónganme ahora a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos– si no les abro las ventanas de los cielos, y derramo para ustedes bendición hasta que sobreabunde. Por ustedes reprenderé al devorador…” (Malaquías 3:10-11).

Si has estado en un culto donde se habla de ofrendas, es probable que hayas escuchado esto como una promesa irresistible:

"Diezma, y Dios te hará prosperar. Ofrenda, y Él detendrá todo lo que amenaza tu economía".

Es un mensaje que suena a buena inversión: das un poco, y recibes mucho más. Pero, ¿es eso realmente lo que Malaquías estaba enseñando? ¿O hemos torcido un pasaje antiguo para que encaje en nuestras ambiciones modernas?

Imagina por un momento el escenario en que estas palabras fueron escritas. Estamos en Judá, unos cuatrocientos años antes de que Jesús naciera. El pueblo judío había regresado de su exilio en Babilonia, un castigo de setenta años por su idolatría y desobediencia. Dios había usado a hombres como Esdras, Hageo y Zacarías para reavivar la esperanza, para reconstruir el templo y restaurar la identidad de Israel como nación de Dios. Pero para cuando Malaquías toma la pluma, algo ha cambiado. La chispa inicial se ha apagado. El fervor se ha convertido en apatía, la obediencia en mediocridad. Los sacerdotes ofrecen sacrificios defectuosos, el pueblo se casa con extranjeros paganos, y los diezmos —esos recursos que sostenían el templo y a los levitas— han dejado de llegar. Es un tiempo de crisis espiritual, y Malaquías llega como la voz de Dios para confrontar a una nación que ha olvidado su pacto.

Ahora, retrocedamos un poco más. En Deuteronomio 28, Dios había dejado claro cómo funcionaba Su relación con Israel bajo la ley mosaica: obediencia traería bendiciones específicas —cosechas abundantes, paz en la tierra, prosperidad nacional—, mientras que la desobediencia traería maldiciones concretas —sequías, plagas, derrota ante los enemigos—.

Israel no era solo un pueblo; era una teocracia, una nación gobernada directamente por Dios a través de Su ley. Los diezmos no eran una ofrenda voluntaria como la entendemos hoy; eran un mandato, una contribución obligatoria para mantener el culto en el templo y sustentar a los sacerdotes y levitas que dependían de ellos para comer. Cuando Malaquías dice en el versículo 9,

“Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado”,

no está hablando de individuos que olvidaron dar el 10% de su sueldo; está señalando una desobediencia colectiva que ha puesto a toda la nación bajo el juicio de Dios.

En este contexto, “abriré las ventanas de los cielos” no es una metáfora vaga de riqueza ilimitada. Es una imagen de lluvia —literal y figurativa— que asegura buenas cosechas, algo vital para una sociedad agraria como la de Israel. Y “reprenderé al devorador” no se refiere a un ángel guardián que protege tu cuenta bancaria; habla de detener las plagas de langostas o las sequías que arruinaban los cultivos, formas de juicio que Dios enviaba bajo el pacto mosaico, como vemos en el libro de Joel. Cuando el pueblo retenía los diezmos, el templo se quedaba sin alimento, los levitas sin sustento, y la nación entera sufría las consecuencias de romper su compromiso con Dios. Pero si se arrepentían y obedecían, Dios prometía restaurar la bendición pactada. Es lo mismo que vemos en Hageo: cuando el pueblo dejó de construir el templo para enfocarse en sus propios hogares, las cosechas fallaron; cuando volvieron a priorizar a Dios, las bendiciones regresaron.

Entonces, ¿qué pasó con este pasaje? ¿Cómo llegamos de una reprensión a una nación teocrática desobediente a un eslogan de prosperidad personal? La respuesta está en el evangelio de la prosperidad, una teología que ha tomado Malaquías 3:10 y lo ha convertido en una herramienta para motivar —o manipular— a las personas.

"Diezma, y Dios te hará rico", dicen. "Ofrenda, y Él multiplicará tus finanzas".



Es una distorsión que odia el corazón del evangelio verdadero. En lugar de glorificar a Dios, este mensaje utiliza a Dios como un medio para nuestros fines egoístas. Pinta un cuadro donde el dar se convierte en una transacción:

yo te doy algo, Señor, y Tú me das más a cambio.

Y si no recibes la bendición prometida, la culpa es tuya: no tuviste suficiente fe, no diste lo suficiente. Es una mentira que ha alejado a muchos del evangelio auténtico, dejándolos resentidos cuando las promesas vacías no se cumplen.

Pero detengámonos aquí y seamos honestos: no vivimos en el Israel de Malaquías. No somos una teocracia bajo la ley mosaica. Las promesas de Deuteronomio 28 y las advertencias de Malaquías 3 fueron dadas a un pueblo específico en un tiempo específico, bajo un pacto que Jesús cumplió y transformó con Su sangre (Hebreos 8:13). El Nuevo Testamento no nos manda a diezmar como lo hacía la ley; en cambio, nos llama a ofrendar según hayamos prosperado y según lo que decidamos en nuestro corazón (1 Corintios 16:2; 2 Corintios 9:7). El 10% puede ser una guía útil —como lo es el descanso del sábado—, pero no es un mandato ni un límite. Para algunos, dar el 10% es solo el comienzo; para otros, en tiempos de escasez, podría ser menos. Lo que importa no es la cantidad, sino la actitud: un corazón alegre, generoso y confiado en Dios.

Y aquí está la diferencia más profunda: la motivación.


En el evangelio de la prosperidad, damos para recibir. En el evangelio de Cristo, damos porque ya hemos recibido. Jesús se dio a Sí mismo por nosotros, cargó nuestro pecado, nos rescató de la condenación y nos dio vida eterna. ¿Qué mayor motivación necesitamos? Cuando ofrendamos, no estamos negociando con Dios; estamos respondiendo con gratitud a Su gracia inmerecida. Estamos diciendo: "Todo lo que tengo es Tuyo, Señor, porque Tú me diste todo". Dar se convierte en un acto de adoración, una expresión de confianza en que Él es nuestro proveedor, no en que nosotros podemos manipularlo con nuestras ofrendas. Como dijo Agustín: "No es lo que posee el hombre lo que realmente importa, tanto como lo que posee al hombre". Nuestra disposición a dar revela si el dinero es nuestro amo o nuestro siervo, si nuestro corazón está puesto en las cosas de este mundo o en las de arriba.

¿Qué hacemos con Malaquías 3:10 hoy?


No lo tiremos por la ventana; es Palabra de Dios y tiene mucho que enseñarnos. Nos muestra la seriedad de la obediencia, la realidad del juicio divino y la fidelidad de Dios para bendecir a los Suyos.

Pero no lo saquemos de su contexto para convertirlo en una fórmula mágica de prosperidad. En lugar de usarlo para prometer riquezas a individuos, podemos aprender de él como iglesia: ¿Estamos siendo fieles con lo que Dios nos ha confiado? ¿Estamos apoyando la obra del evangelio con generosidad? ¿O estamos reteniendo para nosotros mismos lo que pertenece al servicio de Su reino?

Si alguna vez te han enseñado que diezmar es una inversión para tu cuenta bancaria, te invito a mirar más allá. El evangelio no se trata de lo que podemos sacarle a Dios; se trata de lo que Él ya nos dio en Cristo. No necesitamos torcer Malaquías para encontrar bendiciones, porque la mayor bendición ya es nuestra: la salvación por gracia mediante la fe. Que nuestro dar refleje esa verdad, no un ansia por más cosas, sino un amor por Aquel que lo dio todo. Y que, al compartir esta enseñanza con otros, corrijamos las falsas percepciones y proclamemos el evangelio que exalta a Cristo, no al hombre.


Lucas 9:23 - El Mensaje Egocéntrico.

 



Un peon del ajedrez soñando con ser el Rey.

Una Falsa Promesa Frente al Evangelio


Imagina que estás sentado en una iglesia repleta, con luces brillantes y música vibrante llenando el aire. El predicador sube al púlpito y, con una sonrisa carismática, comienza a hablar: "Dios tiene grandes planes para ti. Esos sueños que arden en tu corazón, Él los puso ahí. No dejes que el miedo te detenga; da un paso de fe y reclama lo que te pertenece". La multitud estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros asienten con entusiasmo. Es un mensaje que te hace sentir especial, poderoso, como si el universo entero estuviera alineado para que alcances tus metas. ¿Quién no se sentiría atraído por algo así? Es un evangelio que promete todo lo que el corazón humano desea: éxito, prosperidad, realización personal. Pero, mientras el eco de esas palabras resuena en tus oídos, surge una pregunta inquietante:

¿es este realmente el mensaje de la Biblia? ¿O es algo que hemos moldeado para satisfacer nuestros propios anhelos?

Este es el mensaje egocéntrico, una predicación que ha ganado terreno en muchas iglesias modernas y que, en su esencia, pone al hombre en el centro y relega a Cristo a un segundo plano. No es difícil entender por qué es tan popular. Como dice 2 Timoteo 4:3, llega un momento en que las personas


"no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias".



Este mensaje les da lo que quieren escuchar: que ellos son los protagonistas, que sus sueños y ambiciones son el propósito divino, y que Dios está ahí para ayudarlos a alcanzarlos. Es un evangelio dulce al paladar, pero ¿qué tan fiel es a la verdad que encontramos en las Escrituras?

Piensa en lo que este mensaje enfatiza constantemente: tus sueños, tus metas, tu éxito. Los predicadores egocéntricos te dirán que Dios ha plantado esas aspiraciones en tu interior y que tu tarea es perseguirlas con todo lo que tienes. Si no las alcanzas, la culpa recae sobre ti: no tuviste suficiente fe, no diste ese "paso más allá", no superaste tus miedos. Para ayudarte, te ofrecerán herramientas prácticas —técnicas de motivación, frases inspiradoras, pasos para el éxito— que suenan más a un manual de autoayuda que a la Palabra de Dios. Todo gira en torno a ti: tu esfuerzo, tu valentía, tu potencial. Pero,

¿dónde está la cruz en este mensaje? ¿Dónde está el llamado a negarse a uno mismo, a tomar la cruz y seguir a Cristo (Mateo 16:24)? Esas verdades incómodas parecen desvanecerse en medio de la euforia.

El mensaje egocéntrico también tiene una obsesión particular con el éxito terrenal. Te promete que Dios está interesado en que tengas éxito en los negocios, en tus finanzas, en tu carrera, en cada rincón de tu vida diaria. No es raro escuchar versículos como:

"Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal" (Jeremías 29:11) o "Pide, y se te dará" (Mateo 7:7),sacados completamente de su contexto para respaldar esta idea.

Pero si lees esos pasajes con atención, descubrirás que Jeremías 29:11 fue escrito a un pueblo en exilio, prometiendo restauración después de juicio, no prosperidad individual, y que Mateo 7:7 habla de buscar a Dios, no de exigir bendiciones materiales. El mensaje egocéntrico retuerce las Escrituras para alinearlas con los deseos del mundo: riqueza, reconocimiento, comodidad.



¿No te parece curioso que el éxito que promete se vea tan parecido a lo que el mundo ya persigue sin necesidad de Dios?


Y luego está esa frase que resuena una y otra vez: "Cree en ti mismo". Es el mantra del mensaje egocéntrico. Te dicen que todo lo que necesitas está dentro de ti, que tu potencial es ilimitado, que debes trabajar en tu autosuperación día tras día. "Libera lo que hay en tu interior", te insisten, como si fueras una mina de oro esperando ser descubierta. Pero detente un momento y reflexiona: ¿qué dice la Biblia sobre lo que hay dentro de nosotros? Romanos 3:10-18 no deja lugar a dudas: "No hay justo, ni aun uno… no hay quien busque a Dios… no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno." Efesios 2:1 nos describe como "muertos en delitos y pecados", y Jeremías 17:9 añade que el corazón humano es "engañoso más que todas las cosas, y perverso". ¿Qué esperanza podemos encontrar mirando dentro de nosotros mismos? Ninguna. Somos pecadores caídos, rebeldes contra nuestro Creador, merecedores de Su justo juicio. La idea de que podemos "creer en nosotros mismos" para alcanzar algo digno ante Dios es una ilusión que choca frontalmente con la realidad bíblica.

Aquí es donde el evangelio verdadero entra en escena, y su contraste con el mensaje egocéntrico no podría ser más evidente. El evangelio no comienza contigo ni con tus sueños; comienza con un Dios santo que merece toda la gloria. Nosotros, en nuestra condición caída, hemos quebrantado Su ley y nos hemos apartado de Él. No hay nada bueno en nosotros por naturaleza; como dice Romanos 8:7, "la mente carnal es enemistad contra Dios".

Pero en Su infinita misericordia, Dios no nos abandonó. Envió a Su Hijo, Jesucristo, quien se hizo hombre, vivió una vida sin pecado, murió en la cruz cargando el castigo que merecíamos y resucitó al tercer día para vencer la muerte. Él hizo lo que nosotros nunca podríamos hacer. Y ahora, a quienes se arrepienten de su pecado y confían en Él como su único Salvador, les otorga vida eterna. Este es el evangelio: un mensaje que humilla al hombre y exalta a Cristo.

¿Ves la diferencia? El mensaje egocéntrico te dice: "Tú puedes hacerlo; el poder está en ti". El evangelio dice: "Tú no puedes, pero Cristo ya lo hizo". Uno te empuja a buscar el éxito en este mundo; el otro te llama a buscar el reino de Dios y Su justicia (Mateo 6:33). Uno te promete riquezas temporales; el otro te ofrece un tesoro eterno que no se corrompe (Mateo 6:19-20). El éxito bíblico no tiene nada que ver con lo que el mundo valora. Jesús dijo en Juan 18:36: "Mi reino no es de este mundo." Para el cristiano, el éxito no se mide en dólares, títulos o logros personales, sino en obediencia a Dios, fidelidad a Su Palabra y una vida que glorifica a Cristo en todo. Y aún esa obediencia, como nos recuerda Filipenses 2:13, es obra de Dios en nosotros, "porque Él es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer por su buena voluntad". No tenemos de qué jactarnos, ni siquiera de nuestra propia fe.



¿Por qué el mensaje egocéntrico llena iglesias y atrae multitudes?



Porque resuena con los deseos más profundos del corazón humano caído. El mundo ya nos enseña a perseguir nuestras ambiciones egoístas, a pelear por lo que queremos sin importar las consecuencias. El 99.9% de las personas anhelan éxito terrenal, reconocimiento y prosperidad, y este mensaje les ofrece una versión "espiritualizada" de esos mismos ideales. Es un evangelio que no confronta el pecado, no exige arrepentimiento, no señala la cruz. Es fácil de digerir, atractivo, refrescante para quienes no quieren cargar con el peso de la verdad. Pero esa facilidad es su mayor defecto: al evitar la realidad de nuestra condición y la necesidad de un Salvador, deja a las personas atrapadas en su egocentrismo, lejos de la verdadera libertad que solo Cristo puede dar.

No me malinterpretes: Dios no es indiferente a nuestras vidas. Él es un Padre amoroso que cuida de Sus hijos, que promete suplir nuestras necesidades (Filipenses 4:19) y que obra todas las cosas para nuestro bien (Romanos 8:28). Pero Su propósito no es que vivamos para nosotros mismos, sino para Su gloria. El mensaje egocéntrico invierte este orden, convirtiendo a Dios en un medio para nuestros fines, en lugar de reconocernos como instrumentos para los Suyos. Nos seduce con promesas de grandeza terrenal, pero nos aleja del llamado a morir a nosotros mismos y vivir para Aquel que dio todo por nosotros.

Si algo de esto resuena contigo, te invito a hacer una pausa. ¿Qué mensaje estás escuchando? ¿Es uno que te pone en el centro, que te anima a confiar en tu propio potencial? ¿O es uno que te lleva a la cruz, que te humilla ante la santidad de Dios y te llena de asombro por la gracia de Cristo? No te dejes engañar por palabras bonitas que alimentan tu ego. Abre tu Biblia, busca a Cristo en cada página. Lee Romanos y descubre la profundidad de tu pecado y la grandeza de Su salvación. Lee Juan y escucha la voz del Salvador que te llama a una vida nueva. Lee Efesios y maravíllate de cómo Dios te escogió antes de la fundación del mundo para ser Suyo. Deja que el Espíritu Santo transforme tu mente y tu corazón, guiándote a toda verdad.

Mi oración es que Dios despierte a los Suyos de este engaño sutil pero peligroso. Que no nos conformemos con un evangelio que nos exalta a nosotros mismos, sino que anhelemos el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo. Porque al final, no se trata de nuestros sueños ni de nuestro éxito; se trata de Él, el Rey de reyes, quien merece toda la gloria, ahora y por la eternidad.


2 Corintios 13:5 - Examinándonos a Nosotros Mismos.

 
un hombre mirándose en el espejo muy de cerca, analizándose con detalle


Una Llamada Bíblica a la Autoevaluación Espiritual

En muchas iglesias actuales, el mensaje predominante se centra en las bendiciones que podemos recibir de Dios con un mínimo esfuerzo: levantar la mano, repetir una oración y asistir regularmente a servicios llenos de palabras motivacionales. Se nos dice que Dios es solo amor, que todo lo perdona y que nos acepta sin importar cómo vivamos, sin mencionar el arrepentimiento, la negación de uno mismo o el costo de seguir a Cristo. Este evangelio superficial nos promete un boleto fácil al cielo, pero ¿es eso lo que la Biblia enseña? En este capítulo, exploraremos por qué examinarnos a nosotros mismos es esencial para la vida cristiana, cómo hacerlo a la luz de la Escritura y cómo encontrar seguridad en la justicia de Cristo, no en nuestras propias obras.

La Dilución del Mensaje: Un Evangelio sin Costo 

 Vivimos en una era donde el mensaje del evangelio a menudo se ha diluido hasta convertirse en una fórmula de prosperidad y felicidad instantánea. Se nos anima a apropiarnos de promesas bíblicas de bienestar —"Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz" (Jeremías 29:11)— sin considerar su contexto histórico, su audiencia original o su significado real. Queremos escuchar palabras de aliento y evitar cualquier mención de peligro, sacrificio o juicio. Como resultado, muchos cristianos han adoptado una fe cómoda que no requiere transformación ni rendición al señorío de Cristo.

Sin embargo, esta actitud refleja más nuestra propia complacencia que la verdad de la Palabra de Dios. Jesús mismo advirtió sobre los peligros que enfrentan Sus seguidores: falsos profetas (Mateo 7:15), persecución (Juan 16:33) y la posibilidad de autoengaño (Mateo 7:21-23). Como dice Mike McKinley en su libro ¿Soy realmente cristiano?:


"El mero hecho de que Jesús nos hable acerca del peligro en el que estamos es prueba de Su amor y misericordia. Él nos ha dado estas advertencias y quiere que les prestemos atención."


Las palabras de Cristo no son un simple eco de optimismo; son una alarma que debe resonar en nuestras almas, llamándonos a examinarnos y asegurarnos de que estamos verdaderamente en la fe.

El Mandato Bíblico: Examinad y Probad

La Escritura no nos deja en la oscuridad sobre la necesidad de autoevaluarnos. El apóstol Pablo instruye a los corintios:


"Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos" (2 Corintios 13:5).


De manera similar, Pedro exhorta a los creyentes:


"Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás" (2 Pedro 1:10).


Estas no son sugerencias casuales; son mandatos urgentes dados por amor. Pablo y Pedro sabían que los cristianos enfrentan el riesgo de engañarse a sí mismos, creyendo que están seguros en su fe cuando, en realidad, podrían estar lejos de Cristo. Examinarnos no es un ejercicio de duda morbosa, sino un acto de obediencia que nos protege de la complacencia espiritual y nos asegura una entrada abundante en el reino de nuestro Salvador (2 Pedro 1:11).

¿Cómo Examinarnos? Las Pruebas de la Escritura

Jesús y los apóstoles nos proporcionan criterios claros para evaluar si estamos en la fe. No se trata de confiar en nuestros sentimientos ni en una oración pasada, sino de buscar evidencias bíblicas de una vida transformada por el Espíritu Santo. Algunos ejemplos incluyen: Arrepentimiento y Fe: ¿Hemos reconocido nuestro pecado y confiado en Cristo como nuestro único Salvador? (Hechos 3:19; Romanos 10:9). 
 
Amor por Dios y el Prójimo: ¿Amamos a Dios con todo nuestro ser y a nuestro prójimo como a nosotros mismos? (Mateo 22:37-39; 1 Juan 4:7-8). 
 
Obediencia a la Palabra: ¿Buscamos obedecer los mandatos de Cristo, no para ganar la salvación, sino como fruto de nuestra fe? (Juan 14:15; Santiago 2:17). 
 
Fruto del Espíritu: ¿Se manifiestan en nuestra vida las virtudes del Espíritu, como amor, gozo, paz y paciencia? (Gálatas 5:22-23). 
 
Perseverancia: ¿Seguimos firmes en la fe a pesar de las pruebas, confiando en la promesa de que Dios completará Su obra en nosotros? (Filipenses 1:6; Hebreos 12:1-2).

Estas pruebas no son una lista para presumir de nuestra justicia, sino un espejo para reflejar nuestra necesidad de Cristo. Como humanos, no siempre somos los mejores jueces de nosotros mismos; nuestras percepciones pueden estar nubladas por el orgullo o el autoengaño. Por eso, es vital rodearnos de cristianos maduros y honestos que nos ayuden a ver lo que nosotros no podemos, ofreciendo corrección amorosa y aliento fiel.

Los Peligros que Enfrentamos

Ignorar el llamado a examinarnos nos expone a múltiples peligros espirituales: Autoengaño: Podemos creer que somos cristianos porque asistimos a la iglesia o repetimos una oración, sin que haya un cambio real en nuestro corazón (Mateo 7:21-23). 
 
Complacencia: La tibieza espiritual, como la de la iglesia de Laodicea, puede hacernos indiferentes a la santidad de Dios (Apocalipsis 3:15-17). 
 
Falsas Enseñanzas: Sin un fundamento sólido en la verdad, somos presa fácil de doctrinas que prometen mucho pero no exigen nada (2 Timoteo 4:3-4).

Jesús no nos advierte de estos peligros para condenarnos, sino para protegernos. Su amor no es un permiso para pecar, sino un llamado a negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirle (Mateo 16:24). Esto implica sacrificio, renovación de la mente (Romanos 12:2) y la muerte del "viejo hombre" para que nazca uno nuevo en Cristo (Efesios 4:22-24).

Nuestra Insuficiencia y la Justicia de Cristo

Un examen honesto de nuestras vidas nos llevará a una conclusión inevitable: nunca seremos lo suficientemente justos como para agradar a Dios por nosotros mismos. Nuestros mejores esfuerzos están manchados por el pecado (Isaías 64:6), y nuestras fallas nos recuerdan que necesitamos un Salvador. Aquí radica la buena noticia del evangelio: no dependemos de nuestra justicia, sino de la justicia perfecta de Cristo.

Cuando nos acercamos a Él con fe genuina, Su justicia nos es imputada (2 Corintios 5:21). No ganamos la salvación por nuestras obras, sino que la recibimos como un regalo inmerecido por la gracia de Dios (Efesios 2:8-9). Este entendimiento no nos exime de examinarnos, sino que nos da la seguridad de que nuestra esperanza no está en nosotros mismos, sino en Aquel que murió y resucitó por nosotros.

Un Examen que Conduce a la Seguridad

Amado lector, examinarnos a nosotros mismos no es un ejercicio de condenación, sino de amor y misericordia. Las advertencias de Jesús y los apóstoles son un regalo que nos protege del autoengaño y nos guía hacia la seguridad en Cristo. No te conformes con un evangelio superficial que promete todo sin exigir nada; escudriña tu vida a la luz de la Palabra, confiando en la guía del Espíritu Santo y en la sabiduría de la comunidad de fe.

Cuando las pruebas revelen tus fallas, no desesperes. Mira a Cristo, cuya justicia perfecta cubre tus imperfecciones. Alabado sea Dios por esta verdad gloriosa: no necesitamos ser perfectos para ser aprobados, porque Él ya lo fue por nosotros. Que este examen nos humille, nos santifique y nos lleve a depender cada día más de nuestro Salvador, para que, al final, escuchemos esas palabras preciosas: "Bien, buen siervo y fiel; entra en el gozo de tu señor" (Mateo 25:21).

Hechos 14:15 - Adorando al Ungido.




 
hombre de traje, sobre una tarima, esta de espaldas a la cámara mirando al publico, en la parte de abajo vemos a ese publico, muchas personas adorando a este hombre, están aplaudiendolo y muy emocionados


¿A Quién Damos Nuestra Gloria?

La historia de Pablo y Bernabé en Listra, narrada en Hechos 14:8-18, nos confronta con una tendencia peligrosa que sigue presente en la iglesia hoy día: la inclinación a adorar a los hombres en lugar de a Dios. Cuando un hombre cojo fue sanado por el poder de Dios a través de Pablo, la multitud reaccionó de manera equivocada, proclamando que Pablo y Bernabé eran dioses y preparándose para ofrecerles sacrificios. Aunque los apóstoles se horrorizaron y corrigieron inmediatamente este error, la escena nos recuerda que el corazón humano tiende a desviar su adoración hacia lo visible, ignorando al verdadero Autor de toda obra poderosa. En este capítulo, examinaremos este pasaje, reflexionaremos sobre su relevancia actual y recordaremos que solo Cristo es digno de nuestra adoración y obediencia.

El Error de Listra: Una Idolatría Involuntaria

En Hechos 14:8-13, vemos cómo la sanidad de un hombre cojo, quien nunca había caminado, desató una reacción desmedida entre los habitantes de Listra. Al presenciar el milagro, la multitud exclamó en su idioma licaonio:


"¡Los dioses han tomado forma humana, y han venido a visitarnos!"


Pensaron que Bernabé era Zeus y que Pablo, por ser el que hablaba, era Hermes. El sacerdote del templo de Zeus incluso trajo toros y adornos de flores para ofrecer sacrificios en su honor. La reacción de la gente no fue malintencionada; en su ignorancia, simplemente atribuyeron el poder del milagro a los hombres que podían ver, en lugar de al Dios invisible que lo obró.

Esta respuesta refleja una inclinación natural del corazón humano: enfocarnos en lo tangible y visible. Aunque los habitantes de Listra no conocían al Dios verdadero, su error nos sirve de advertencia. La idolatría no siempre es intencional ni evidente; a veces comienza con una admiración mal dirigida que termina robándole la gloria a Dios.

La Idolatría Moderna: Adorando a los "Ungidos"

Tristemente, más de dos mil años después, este mismo error sigue manifestándose en muchas iglesias. Cuando presenciamos señales, sanidades o cualquier manifestación que atribuimos al poder de Dios, a menudo nuestra atención se desvía hacia los líderes visibles que parecen ser los instrumentos de estas obras. Algunos incluso fomentan esta admiración, promoviendo títulos como "ungidos", "apóstoles" o "profetas", y enseñando doctrinas que refuerzan su autoridad sobre la congregación.

Estos líderes pueden exigir obediencia ciega, honra desmedida o fidelidad absoluta, justificándolo con pasajes bíblicos fuera de contexto. Sin embargo, esta actitud no solo contradice el espíritu humilde de Cristo, sino que también fomenta una idolatría anticristiana que Dios aborrece. Jesús advirtió en Mateo 7:22-23 que muchos que obran milagros en Su nombre no necesariamente Le pertenecen:


"Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad."


Asimismo, Pablo nos alerta en 2 Corintios 11:14 que Satanás mismo se disfraza como ángel de luz, y sus siervos se disfrazan como ministros de justicia. No todo lo que parece milagroso proviene de Dios, y no todo líder que parece "ungido" merece nuestra adoración.

La Respuesta de Pablo y Bernabé: Un Ejemplo de Humildad

La reacción de Pablo y Bernabé ante la idolatría de Listra es un modelo para todos los siervos de Dios. Al darse cuenta de lo que la gente pretendía hacer, rompieron sus ropas en señal de horror y se apresuraron a corregir el error, exclamando:


"¡Oigan! ¿Por qué hacen esto? Nosotros no somos dioses, somos simples hombres, como ustedes. Por favor, ya no hagan estas tonterías, sino pídanle perdón a Dios. Él es quien hizo el cielo, la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos." (Hechos 14:15).


Los apóstoles no aprovecharon la oportunidad para engrandecerse ni para ganar seguidores. Al contrario, señalaron inmediatamente al Dios verdadero como el único digno de adoración. Su humildad y su celo por la gloria de Dios contrastan con muchos líderes modernos que parecen disfrutar de la atención y el poder que la admiración de las masas les otorga. Pablo y Bernabé entendían que su papel era ser siervos, no señores, y que toda honra pertenece únicamente a Dios (Apocalipsis 4:11).

¿A Quién Obedecemos? Solo a Cristo

La Biblia es clara: nuestra obediencia, honra y fidelidad deben estar dirigidas a Dios, no a hombres. En Hechos 4:19 y 5:29, los apóstoles declararon que debemos obedecer a Dios antes que a los hombres cuando sus mandatos entran en conflicto. Pablo también nos exhorta en Gálatas 1:10:
 
"¿Busco ahora el favor de los hombres, o el de Dios? ¿O trato de agradar a los hombres? Pues si todavía agradara a los hombres, no sería siervo de Cristo."
 
Esto no significa que no debamos respetar a los líderes piadosos que Dios ha puesto sobre nosotros (Hebreos 13:17), pero nuestra lealtad última es a Cristo y a Su Palabra. Ningún líder humano debe ocupar el lugar que solo pertenece a Dios en nuestras vidas.

Cristo, el Único Mediador y Sumo Sacerdote

La buena noticia del evangelio es que no necesitamos intermediarios humanos ni "ungidos" para acercarnos a Dios. Cuando Jesús murió en la cruz, el velo del templo se rasgó de arriba abajo (Mateo 27:51), simbolizando que el acceso directo a la presencia de Dios ahora estaba abierto para todos los que creen en Cristo. Como dice Hebreos 10:19-20:


"Así que, hermanos, teniendo libertad para entrar en el Lugar Santísimo por la sangre de Jesucristo, por el camino nuevo y vivo que él nos abrió a través del velo, esto es, de su carne."

Jesús es nuestro Sumo Sacerdote (Hebreos 4:14-16), nuestro único Mediador entre Dios y los hombres (1 Timoteo 2:5). No necesitamos a nadie más para acercarnos al Padre; Su obra terminada en la cruz es suficiente. Esto significa que cada creyente tiene acceso directo a Dios a través de Cristo, sin necesidad de terceros ni figuras humanas que se interpongan.

Busquemos la Verdad en Cristo y Su Palabra

Amado lector, la advertencia de Listra sigue siendo relevante hoy: no permitamos que nuestra admiración por líderes visibles nos lleve a una idolatría encubierta. La sanidad del cojo en Listra no fue obra de Pablo ni de Bernabé, sino de Dios, y ellos se aseguraron de que la gloria fuera dada al único que la merece. De la misma manera, debemos ser responsables de nuestro alimento espiritual y buscar la verdad directamente en la Palabra de Dios.

Jesús mismo nos dice en Juan 14:6:


"Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí."


No desviemos nuestra adoración hacia hombres, por más "ungidos" que parezcan. No permitamos que la búsqueda de señales o milagros nos distraiga del verdadero Ungido, Jesucristo, quien es el único digno de toda honra, gloria y alabanza. Escudriñemos las Escrituras con diligencia, sometamos nuestras vidas a Cristo con humildad y vivamos como sacerdotes reales que tienen acceso directo al Lugar Santísimo por la sangre de nuestro Salvador.

Que nuestro corazón proclame siempre: 
 
"Solo a Ti, Señor, adoramos; solo a Ti obedecemos." 
 
Que la gloria sea dada únicamente a Aquel que se sentó en el trono y que vive por los siglos de los siglos (Apocalipsis 5:13).



Romanos 2:11 - ¿Excepción o Acepción?




una familia americana tradicional, demostrandole su amor a su hijo menor mientras el mayor mira a la distancia con celos

La Justicia Imparcial de Dios


“tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios."

(Romanos 2:9-11)


Es común escuchar en círculos cristianos la afirmación de que "Dios no hace acepción de personas", y con frecuencia esta frase se interpreta como si significara que Dios nos ama y acepta a todos tal como somos, sin importar lo que pensemos, hagamos o digamos. A primera vista, parece una enseñanza reconfortante, pero ¿es eso lo que la Biblia realmente enseña? ¿Hemos confundido el término "acepción" con "excepción", torciendo el significado de las Escrituras? En este capítulo, examinaremos Romanos 2:1-11 con profundidad para descubrir lo que Pablo quiso decir y cómo la justicia imparcial de Dios refleja tanto Su santidad como Su amor, sin comprometer ninguna de las dos.

El Contexto de Romanos 2: Un Juicio Justo y Verdadero

Pablo escribe a la iglesia en Roma para abordar temas fundamentales sobre el pecado, la ley y el juicio de Dios. En Romanos 2:1-2, establece una verdad innegociable:


"Mas sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas es según verdad."


Aquí, Pablo deja claro que Dios juzga a quienes hacen lo malo, y lo hace con justicia perfecta. No hay errores ni parcialidad en Su juicio; Él ve el corazón, conoce las intenciones y evalúa cada acción con precisión absoluta.


Este contexto es crucial para entender lo que sigue.


En los versículos 7 al 10, Pablo describe las consecuencias de los caminos que elegimos:


"Vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego."


Aquí vemos que Dios recompensa a los que buscan Su voluntad y castiga a los que persisten en el pecado. No hay distinción basada en etnia, estatus social o privilegios; el juicio de Dios es universal y equitativo.


¿Qué Significa "Acepción de Personas"?

En Romanos 2:11, Pablo concluye esta sección diciendo:

"Porque no hay acepción de personas para con Dios."


La palabra griega traducida como "acepción" es prosopolempsia, que literalmente significa "levantar el rostro" o "mostrar favoritismo", como podemos leer en la versión TLA.

¡Dios no tiene favoritos!

En el contexto bíblico, se refiere a la idea de juzgar con parcialidad, basándose en factores externos como riqueza, posición social, apariencia o influencia.

Este concepto también aparece en pasajes como Deuteronomio 10:17-19, donde se dice que Dios "no hace acepción de personas, ni toma cohecho".

Lo que Pablo enseña aquí no es que Dios acepta a todos sin importar su condición espiritual o moral, sino que Él no muestra favoritismo al momento de juzgar. Nadie será eximido de Su juicio por su estatus o privilegios; todos compareceremos ante el tribunal de Cristo (2 Corintios 5:10) y seremos evaluados con justicia perfecta. Como dice Pedro en Hechos 10:34-35:


"En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia."


El énfasis no está en una aceptación incondicional, sino en la imparcialidad de Dios: Él no favorece a unos sobre otros basándose en criterios humanos, sino que juzga según la verdad y la justicia.

"Acepción" con "Excepción"

Aquí radica el error común: muchos interpretan "no hay acepción de personas" como si significara "no hay excepción", es decir, que Dios acepta a todos sin distinción ni requisitos, incluso si persisten en el pecado. Esta interpretación, sin embargo, contradice el testimonio claro de las Escrituras.

Dios es santo, y Su santidad no le permite convivir con el pecado ni tolerarlo. Como dice Habacuc 1:13:


"Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio."


La Biblia es enfática en que Dios aborrece el pecado y a los que persisten en él sin arrepentimiento. Salmos 5:4-5 declara:


"Porque tú no eres un Dios que se complace en la maldad; el malo no habitará junto a ti. Los insensatos no estarán delante de tus ojos; aborreces a todos los que hacen iniquidad."


Otros pasajes como Salmos 7:11, Proverbios 11:20, Isaías 57:17 y Malaquías 2:16 refuerzan esta verdad: Dios odia el pecado y, aunque ama a Su creación, Su ira se derrama contra aquellos que se rebelan contra Él sin arrepentirse (Juan 3:36; Efesios 5:6).

Por lo tanto, afirmar que "Dios nos ama a todos tal como somos" y que "nos acepta sea como sea" es una distorsión peligrosa si no se acompaña de la verdad completa del evangelio. Sí, Dios ama al mundo (Juan 3:16), pero Su amor no implica una aceptación pasiva del pecado. Él nos ama lo suficiente como para llamarnos al arrepentimiento y ofrecernos salvación a través de Cristo, pero no nos deja en nuestra condición pecaminosa.

La Separación que el Pecado Provoca

Aunque Dios no hace acepción de personas al juzgar, sí hace una clara distinción entre los que le obedecen y los que no. Jesús mismo enseña que apartará de Su presencia a aquellos que persisten en la iniquidad. En Mateo 7:21-23, declara:


"No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad."


Otros pasajes como Mateo 25:11-12, Mateo 25:30, Salmos 5:4 y Números 15:35-36 confirman que Dios no tolera el pecado ni permite que los impíos permanezcan en Su presencia sin arrepentimiento. Incluso Jesús, siendo sin pecado, experimentó la separación del Padre cuando cargó nuestros pecados en la cruz, exclamando: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46; cf. 2 Corintios 5:21). Si el pecado provocó tal separación en el Hijo perfecto, ¿cómo podemos pensar que un Dios tres veces santo acolitara el pecado en nuestras vidas?

La Verdadera Enseñanza de Romanos 2:11

Lejos de enseñar una aceptación incondicional, Romanos 2:11 nos confronta con la justicia imparcial de Dios. Pablo no está diciendo que Dios nos ama a todos sin importar nuestro estado espiritual; está diciendo que, sin importar quiénes seamos, seremos juzgados con justicia. No habrá favoritismo ni excepciones basadas en factores humanos. Como dice Deuteronomio 32:4:


"Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud. Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y recto."


Esto debería producir en nosotros un santo temor y un deseo profundo de arrepentirnos y buscar la justicia de Dios. No podemos escondernos detrás de una falsa idea de amor divino que ignora el pecado; debemos reconocer que el amor de Dios es inseparable de Su santidad y Su justicia. Él nos ofrece gracia y misericordia a través de Cristo, pero esa oferta exige una respuesta: fe, arrepentimiento y obediencia (Hechos 3:19; Romanos 2:4).

Un Llamado a la Verdad y al Arrepentimiento

Hermanos, Romanos 2:11 no es un cheque en blanco para vivir como queramos bajo la excusa de que "Dios no hace acepción de personas". Es una advertencia solemne: todos enfrentaremos el juicio justo de Dios, y nadie escapará por privilegios terrenales. El mensaje de Pablo nos llama a examinar nuestras vidas a la luz de la santidad de Dios y a responder al evangelio con fe genuina.

Dios no hace acepción de personas al juzgar, pero sí hace una excepción gloriosa en Su gracia: a través de Cristo, ofrece salvación a todo aquel que cree (Romanos 10:9-13). No confundamos la imparcialidad de Su justicia con una tolerancia al pecado. Él nos ama, pero Su amor nos llama a la transformación, no a la complacencia. Como dice Hechos 10:35,


“Dios ama a todos los que lo obedecen, y también a los que tratan bien a los demás y se dedican a hacer lo bueno, sin importar de qué país sean.”


Que este pasaje nos lleve a postrarnos ante el Dios santo y justo, reconociendo nuestra necesidad de Su gracia. Que vivamos vidas de arrepentimiento y obediencia, confiando en que el mismo Dios que juzga con verdad es quien nos justifica por la obra de Su Hijo en la cruz. No busquemos excusas en una interpretación errada de Su amor; busquemos la verdad que nos hace libres (Juan 8:32).