Entre el Éxtasis y la Verdad
No escribo estas palabras para atacar ni despreciar a quienes han encontrado su camino a Dios a través del movimiento carismático o pentecostal. Al contrario, mi propio viaje con el Señor comenzó en una iglesia carismatica, un lugar donde, por primera vez, sentí el toque de Su amor —o más bien, donde Él me conoció, como dice Gálatas 4:9—. Allí me enamoré de Dios, de Su Palabra, de Su presencia. Claro, a veces me sentía fuera de lugar entre las manifestaciones intensas, los gritos y las emociones desbordadas, pero no puedo negar que buscaba al Dios vivo, y Él, en Su gracia, me encontró en medio de ese torbellino. Sin embargo, con el tiempo, ciertas prácticas que vi y viví me llevaron a cuestionarme. Una de ellas, en particular, marcó mi vida: los llamados "Encuentros con Dios". Quiero compartir mi historia, no para condenar, sino para reflexionar sobre lo que experimenté, cómo se originó esta práctica y, sobre todo, cómo se alinea —o no— con lo que la Biblia nos enseña.
Los Orígenes: De Colombia al Mundo
Rastrear el nacimiento de los Encuentros no es tarea sencilla, pero muchas pistas apuntan a Colombia. La Iglesia Misión Carismática Internacional, conocida después como G12, parece haber sido la cuna de esta práctica. En sus inicios, los Encuentros prometían ser un espacio transformador: un retiro donde los creyentes podían sanar heridas, romper cadenas y ser empoderados para una vida "exitosamente cristiana". Miles asistieron a esos primeros eventos y regresaron contando historias de experiencias "increíbles", lo que encendió una chispa que no tardó en propagarse. Otras iglesias en Colombia adoptaron la idea, y pronto el fuego cruzó fronteras, llegando a países de América Latina y más allá, hasta tocar las puertas de megaiglesias como Casa de Dios en Guatemala. Como un efecto dominó, congregaciones de todo tipo hicieron suya esta práctica, adaptándola a sus contextos, pero siempre con el mismo propósito: ofrecer un encuentro sobrenatural que dejara a los participantes renovados y listos para conquistar sus vidas.
Mi Encuentro: Una Montaña Rusa Emocional
Mi propia experiencia comenzó con una mezcla de curiosidad y expectativa. En mi iglesia, los líderes nos prepararon con entusiasmo. "El Encuentro es un retiro espiritual", nos explicaron, "un momento para encontrarte con Dios de manera poderosa". Antes de partir, nos dieron una hoja anónima para llenar —una lista extensa de pecados que supuestamente debíamos confesar—. Había cosas comunes como mentir o enojarse, pero también pecados extraños y oscuros: ocultismo, rosacruces, proyección mental, pedofilia. Recuerdo sentirme incómodo, no solo por la intimidad de la tarea, sino porque muchos de esos términos eran desconocidos para mí y otros en el grupo. ¿Por qué nos pedían confesar cosas que ni siquiera entendíamos? Terminamos la reunión con una oración y una fecha: el Encuentro estaba cerca.
El día llegó, el ambiente era eléctrico. Entre sesión y sesión, veía a compañeros prorrumpir en llanto profundo, reír sin control, reconciliarse con otros en abrazos emotivos. Algunos parecían manifestar posesiones demoníacas, retorciéndose mientras los líderes oraban con autoridad. Yo observaba, esperando mi momento, deseando sentir algo. Uno de los puntos más altos fue cuando trajeron una cruz al centro. Nos pidieron escribir en sobres lo que queríamos dejar atrás —pecados, culpas, heridas— y clavarlos en esa cruz mientras sonaba una canción sobre el amor de Dios. Las lágrimas corrían por muchos rostros, y el fuego emocional ardía con fuerza. Los líderes nos consolaban, avivando las llamas de ese fervor colectivo.
La última sesión fue el clímax. Anticipaba que allí, al fin, encontraría a Dios de manera tangible. Los líderes impusieron manos, y muchos empezaron a temblar, caer al suelo, hablar en lenguas. Yo, sin embargo, no sentía nada. Me esforzaba, cerraba los ojos, levantaba las manos, pero el "fuego" no llegaba. Entonces, la esposa del pastor (Noemí creo que se llamaba) se acercó y me dijo: "Créelo, Andrés". Empujando su dedo contra mi pecho, tratando de tumbarme, pero nada pasaba. Ella insistió: "Déjate tocar". Confundido pero desesperado por experimentar algo, comencé a tambalearme. Pero nada pasó. De repente, decidí sentarme en el piso. No sé qué fue —si un chiste sobrenatural o un desborde emocional—, pero me inundó una risa fuerte, mezcla de gozo y alivio. Lloré, grité, sentí que al fin me había encontrado con Dios. O eso pensé.
Al regresar, el servicio dominical fue un estallido de testimonios. Las 70 personas que fuimos al Encuentro compartimos historias de restauración: reconciliaciones con esposas, padres, amigos. Nos comprometimos a servir y amar a Dios con nuevo vigor. Esa noche, en casa, sentía que flotaba en un éxtasis espiritual. Oré con fervor, leí la Biblia con pasión. Pero a la tercera semana, algo cambió. El fuego se apagó. Orar era un esfuerzo, las tentaciones me golpeaban con fuerza, y una culpa pesada me aplastaba al no poder recrear esa sensación del Encuentro. Mi fe se volvió una búsqueda desesperada de emociones, un ciclo de altibajos que dependía de sentir a Dios físicamente. Con el tiempo, descubrí que no estaba solo: mis compañeros confesaron lo mismo. Algunos incluso abandonaron la fe por completo. ¿Qué había pasado? ¿Dónde estaba el Dios que creí encontrar?
La Verdad de las Escrituras: Un Contraste Revelador
Con los años, al mirar atrás y sumergirme en la Palabra, encontré respuestas que me confrontaron. Los Encuentros, con toda su intensidad y buenas intenciones, chocaban con verdades bíblicas que no podía ignorar. No niego que Dios pueda obrar en cualquier lugar —incluso en un retiro como ese—pero las prácticas y expectativas que viví me llevaron a cuestionar su fundamento.
Primero, la Biblia nos dice que no necesitamos un evento especial para encontrar a Dios. Pablo, predicando en Atenas, lo expresó así:
“Para que buscaran a Dios, y de alguna manera, palpando, Lo hallen, aunque Él no está lejos de ninguno de nosotros. Porque en Él vivimos, nos movemos y existimos” (Hechos 17:27-28).
Dios no está escondido en un campamento remoto ni confinado a un fin de semana de emociones altas. Está cerca, siempre presente, accesible en cada momento de nuestra vida. El Encuentro me hizo sentir que necesitaba algo extraordinario para conectar con Él, pero la Escritura me mostró que Él ya estaba conmigo.
Segundo, las enseñanzas sobre pecados y maldiciones generacionales, tan centrales en el Encuentro, no resisten el escrutinio bíblico. Sí, el Antiguo Testamento menciona consecuencias generacionales (Éxodo 20:5), pero en Cristo todo cambia. Pablo escribe:
“Si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron, ahora han sido hechas nuevas” (2 Corintios 5:17).
Es una declaración absoluta: en la cruz, las maldiciones se rompieron, el pasado quedó atrás. No hay cristianos "bajo maldición" que necesiten un ritual especial para ser libres. El Encuentro me hizo buscar espíritus y ataduras que, en Cristo, ya no tienen poder sobre mí.
Tercero, mi experiencia me enseñó a depender de emociones intensas —llanto, éxtasis, manifestaciones—, pero la Biblia llama a una fe diferente. Pablo aconseja a Timoteo:
“Nada tengas que ver con las fábulas profanas… Más bien disciplínate a ti mismo para la piedad” (1 Timoteo 4:7-8).
La vida cristiana no es una montaña rusa emocional; es una disciplina diaria de oración, estudio y obediencia. Las lágrimas y el gozo pueden venir, pero no son el objetivo. Mi búsqueda de "sentir" a Dios me dejó vacío cuando las emociones se desvanecieron, porque no estaba arraigado en la constancia de Su verdad.
Cuarto, los Encuentros prometían sanidad y éxito en pocos días, pero la santificación no funciona así. Pablo escribe:
“El que comenzó en ustedes la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Cristo Jesús” (Filipenses 1:6).
Es un proceso de toda la vida, obra del Espíritu Santo, no de métodos humanos ni retiros intensivos. Quise salir del Encuentro transformado al instante, pero la Biblia me enseñó que el cambio es gradual, paciente, divino.
Finalmente, entendí que no necesitaba un Encuentro para encontrar a Dios; lo necesitaba a Él en Su Palabra. Pablo le dice a Timoteo:
“Desde la niñez has sabido las Sagradas Escrituras, las cuales te pueden dar la sabiduría que lleva a la salvación mediante la fe en Cristo Jesús. Toda Escritura es inspirada por Dios y útil para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia” (2 Timoteo 3:15-16).
La Biblia es suficiente. En ella, Dios se revela, me habla, me transforma. No necesito lenguas forzadas ni sobres clavados en una cruz; necesito a Cristo, y Él está en cada página de Su Palabra.
El Verdadero Encuentro
Mirando atrás, no dudo que Dios usó ese Encuentro para mostrarme Su amor, pero también para enseñarme una lección mayor. Lo que viví fue real —las emociones, las reconciliaciones, el deseo de Él—, pero no era sostenible ni bíblico en su forma. El "milagro" que busqué en desmayos y sensaciones no era el verdadero encuentro que Dios ofrece: una relación diaria, humilde, fundada en Su verdad. Hoy, mi fe no depende de un campamento ni de un éxtasis pasajero. Encuentro a Dios en mi Biblia, en la oración tranquila, en la vida ordinaria donde Él promete estar.
Si has pasado por un Encuentro, no te juzgo. Dios obra donde quiere. Pero te invito a mirar la Palabra. Pregúntate: ¿Buscas a Dios en emociones o en Su revelación? ¿Dependes de un evento o de Su presencia constante? Mi testimonio no es una crítica vacía; es una súplica para que volvamos a lo que realmente nos sostiene: Cristo, Su cruz, Su Palabra. Ahí está el verdadero encuentro, y no hay campamento que lo supere.
0 comments:
Publicar un comentario