• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 13 de marzo de 2025

Mateo 19:23-24 - ¿Enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo?


imagen de un grupo de fariseos antiguos, en la ciudad de israel, con caras de disgusto.


Una Reflexión sobre Riqueza y Devoción


En los días de Jesús, los fariseos caminaban por las calles de Judea con una certeza que resonaba en cada paso:


La riqueza era la tarjeta de presentación de los favoritos de Dios.

Para ellos, las bendiciones materiales no solo eran compatibles con la devoción a Dios; eran la prueba irrefutable de Su aprobación. Si tenías oro en tus bolsillos, eras de los elegidos, un hijo predilecto del cielo. Los ricos podían dar grandes limosnas, financiar sacrificios en el templo, ostentar su piedad con ofrendas generosas, y por eso, en la mentalidad popular que los fariseos alimentaban, se asumía que tenían un boleto asegurado al reino de Dios.

La pobreza, en cambio, era un signo de desdén divino, una marca de los olvidados. Era una teología conveniente, una que elevaba a los poderosos y justificaba su amor por el dinero sin cuestionar su corazón.



Pero entonces llegó Jesús, y con unas pocas palabras derribó ese castillo de arena. Frente a un joven rico que buscaba la vida eterna, Jesús lo desafió a vender todo y seguirle (Mateo 19:21). Cuando el hombre se alejó triste, aferrado a sus posesiones, Jesús se volvió a Sus discípulos y dijo:

“Les aseguro que es muy difícil que una persona rica entre en el reino de Dios. En realidad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para una persona rica entrar en el reino de Dios” (Mateo 19:23-24).



La imagen era absurda, casi cómica, pero el mensaje era devastador: la riqueza no era un pasaporte al cielo; podía ser una cadena que te arrastrara lejos de él. Y no se detuvo ahí. En otra ocasión, mirando a la multitud, afirmó:

“Ningún esclavo puede trabajar al mismo tiempo para dos amos, porque siempre obedecerá o amará a uno más que al otro. Del mismo modo, tampoco ustedes pueden servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).



No había término medio, no había compatibilidad posible. O amas a Dios, o amas el dinero. Punto.

Estas palabras debieron sonar como un trueno en los oídos de los fariseos.

No solo destruían la idea de que las riquezas eran una señal de favor divino; también demolían la noción de que podías ganarte el cielo con tus méritos, fueran limosnas o cualquier otra obra. Jesús no vino a reforzar una teología que exaltaba al hombre; vino a revelar un evangelio que humillaba al orgulloso y elevaba al humilde.



Pablo, años después, tomó el relevo y dejó claro que este mensaje no era negociable. Escribiendo a Timoteo, advirtió:

“Los que solo piensan en ser ricos caen en las trampas de Satanás… Porque todos los males comienzan cuando solo se piensa en el dinero. Por el deseo de amontonarlo, muchos se olvidaron de obedecer a Dios y acabaron por tener muchos problemas y sufrimientos” (1 Timoteo 6:9-10).

Y a los ricos que ya tenían riqueza, les dijo:

“Adviérteles que no sean orgullosos ni confíen en sus riquezas… Mándales que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas acciones” (1 Timoteo 6:17-18).

La riqueza no era una medalla de honor; era una responsabilidad, y mal manejada, un peligro.

Sin embargo, si damos un vistazo a muchas iglesias hoy, parece que la enseñanza farisaica nunca murió. En púlpitos relucientes y pantallas gigantes, escuchamos ecos de aquella vieja mentira:

"Cuanto más tienes, más te ama Dios. Si tu cuenta bancaria crece, es porque estás en el centro de Su bendición".



Se nos dice que la prosperidad material es la prueba de que estamos haciendo las cosas bien, que somos un orgullo para el Señor. Algunos incluso miden la fe por los ceros en el cheque:

"Si das mucho, recibirás más; si tienes una casa grande o un auto nuevo, es porque Dios te ha aprobado".



Pero si esto fuera cierto, ¿qué diremos de los cristianos en Cuba o en África? En la isla, donde no hay edificios ostentosos ni carteles deslumbrantes, una iglesia humilde ha plantado sesenta iglesias, y una de esas ha sembrado otras veinticinco. No hay extravagancia, solo discípulos que toman a Jesús en serio, yendo, bautizando, enseñando, multiplicando la fe de costa a costa. ¿Acaso Dios no los ama porque no tienen riquezas visibles? ¿O será que Su bendición se mide con otro estándar?



Jesús nos dio la respuesta en un momento que pasó casi desapercibido en el templo. Sentado frente a las cajas de ofrendas, observó a la gente depositar su dinero. Los ricos echaban grandes sumas, y la multitud probablemente asentía con aprobación:

"Mira cuánto dan, qué bendecidos son". Pero entonces llegó una viuda pobre, con dos moneditas que apenas valían nada, y las dejó caer en la caja. Jesús llamó a Sus discípulos y dijo: “Les aseguro que esta viuda pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les sobraba, pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir” (Marcos 12:43-44).



No era la cantidad lo que impresionó a Jesús; era el corazón. Los ricos daban para ser vistos, para reforzar su estatus; la viuda dio por devoción, sin calcular el costo. Dios no estaba mirando su dinero; estaba mirando su entrega.

Aquí está el punto que los fariseos —y muchos hoy— pasan por alto:

Dios no necesita nuestro dinero.



No está impresionado por nuestras ofrendas cuantiosas ni por nuestras posesiones terrenales. Lo que Él busca es un corazón rendido, una vida que confíe en Él por encima de todo. Dar no es un medio para comprar Su aprobación o asegurar un lugar en el cielo; es una respuesta de gratitud a lo que Jesús ya nos dio. Porque, seamos honestos, ¿qué podemos ofrecerle que se compare con la cruz? Cristo lo dio todo —Su vida, Su sangre— para pagar una deuda que nunca saldaremos. Aunque viviéramos mil años o pasáramos la eternidad cantando Sus alabanzas (Apocalipsis 7:9-12), no podríamos igualar lo que Él hizo por nosotros. Si no tenemos nada material, lo tenemos todo en Él. Nuestro mayor tesoro no es un saldo bancario; es saber que el Señor está con nosotros día y noche.


¿Por qué seguimos enseñando como fariseos?



¿Por qué medimos la fe por las "bendiciones" recibidas y nos autoevaluamos como dignos basados en lo que poseemos? Pablo lo dijo mejor que nadie:

“Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo… por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).



Para Pablo, las riquezas terrenales no eran un signo de aprobación divina; eran estiércol comparadas con conocer a Jesús. Y nos advirtió:

“Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).



Confiar en nuestras posesiones para sentirnos justos es una trampa, un desenfoque siniestro que nos aleja de la verdad.



Hablando de desenfoques, hay quienes tuercen Mateo 7:15-20 —"por sus frutos los conoceréis"— para justificar esta mentalidad. "Mira mis frutos", dicen, señalando sus mega iglesias, sus ofrendas abundantes, sus vidas prósperas. Pero Jesús no estaba hablando de riqueza ni de éxito terrenal.



Estaba advirtiendo sobre falsos profetas:

“Son como lobos rapaces… El árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo da frutos malos”.



El fruto que Dios busca no es el que nosotros consideramos "bueno" —dinero, fama, edificios grandes—; es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), la obediencia a Su Palabra, la humildad que refleja a Cristo.



Si las mega iglesias fueran la medida, el islam, el hinduismo o el catolicismo serían "aprobados" por Dios. Pero el tamaño no prueba nada; el corazón sí.

Entonces, ¿enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo? Si predicamos que la riqueza es la señal del favor divino, que dar más nos hace más santos, que el éxito terrenal nos certifica ante Dios, estamos repitiendo el error de los fariseos. Pero si enseñamos como Jesús —que el reino de Dios es para los humildes, que no podemos servir a dos amos, que nuestro tesoro está en Él y no en este mundo—, entonces reflejamos al Maestro.

No se trata de cuánto tenemos para dar, sino de cuánto estamos dispuestos a entregarle a Él, incluso cuando no tenemos nada. No se trata de jactarnos de nuestros "frutos"; se trata de dejar que Dios, no nosotros, juzgue si son buenos.

Te invito a mirar tu vida y tu iglesia. ¿Dónde está tu confianza? ¿En las bendiciones materiales que te hacen sentir aprobado? ¿O en Cristo, que dio todo por ti? Escudriña las Escrituras, confronta tu corazón, y deja que Dios te muestre la verdad. Porque al final, no son las riquezas las que nos llevan al cielo; es el Rey que se hizo pobre para hacernos ricos en Él (2 Corintios 8:9).

Que nuestro dar, nuestra fe y nuestra enseñanza sean un eco de Su evangelio, no de los fariseos.







Juan 5:39 - Tazas Llenas.

 



Una taza de cafe desbordandose sobre una mesa, en un fondo oscuro.

La Necesidad de Vaciarse para Recibir la Verdad


“Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí.”
(Juan 5:39, RVR1960)


Una Lección en una Taza de Té

Cuenta la historia que un discípulo, ansioso por completar su búsqueda de sabiduría, llegó ante un gran maestro llamado Badwin. Había viajado mucho, estudiado con los gurús más renombrados y acumulado un vasto conocimiento. “Enséñame, Maestro,” dijo, “todo lo que me falta saber.” Badwin, con calma, accedió, pero antes ofreció al discípulo una taza de té. Mientras el joven sostenía la taza ya llena, el maestro comenzó a verter más té desde una tetera de cobre. Pronto, el líquido rebosó, cayendo sobre el plato y luego sobre la alfombra. “¡Maestro, para!” exclamó el discípulo. “¿No ves que mi taza ya está llena?” Badwin detuvo el flujo y respondió con serenidad: “Hasta que no seas capaz de vaciar tu taza, no podrás poner más té en ella.”

Esta sencilla ilustración encierra una verdad profunda: hay que vaciarse para poder llenarse. En el ámbito espiritual, esto significa que debemos despojarnos de nuestras ideas preconcebidas, tradiciones y orgullos para recibir lo que Dios tiene que revelarnos. Pero no todos están dispuestos a hacerlo. Hay “tazas llenas” que se aferran a lo que ya saben, y “tazas vacías” que anhelan ser llenadas con la verdad. En este capítulo, exploraremos cómo esta realidad se manifiesta en la predicación del evangelio, tanto en los días de Jesús y los apóstoles como en nuestro tiempo, y cómo el estado de nuestra “taza” determina nuestra respuesta al mensaje de Dios.

Dos Tipos de Oyentes, Un Solo Mensaje

Cuando Jesús predicó en las aldeas de Palestina, lo hizo acompañado de los Doce, anunciando el Reino de Dios. Su lenguaje y simbolismo —como la renovación de las doce tribus de Israel— eran comprensibles para los judíos, un pueblo familiarizado con las promesas de Dios a Abraham, Isaac y Jacob. Pero para los gentiles, paganos ajenos a esas promesas, sus palabras habrían sido un misterio. Esto no fue accidental. Jesús mismo dijo en Mateo 15:24: “No fui enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”. Su misión inicial se dirigió a los judíos, un pueblo que ya tenía una “taza llena” de conocimiento sobre Dios, aunque a menudo distorsionado por tradiciones y legalismo.

Sin embargo, tras la resurrección, el evangelio se expandió más allá de Israel. Los apóstoles como Pedro y Juan continuaron predicando a los judíos, enfocándose en la restauración del pueblo escogido. Pero Pablo, llamado específicamente como apóstol a los gentiles (Gálatas 2:7-9), llevó el mensaje a quienes no conocían a Dios: los paganos, cuyas “tazas” estaban vacías de la revelación divina. Inspirado por profecías como las de Miqueas 4 e Isaías 66:18-24, Pablo entendió que el plan de Dios incluía a los extranjeros. Y aunque al principio se sorprendió de que los gentiles creyeran mientras muchos judíos rechazaban a Jesús, pronto reconoció la amplitud del propósito divino: Cristo vino a salvar a todos los hombres, judíos y gentiles por igual.

¿Quiénes eran estos judíos y gentiles? Los judíos eran el pueblo elegido, descendientes de Abraham (Génesis 14:13), llamados hebreos, y luego israelitas por Jacob (Génesis 32:28), y finalmente judíos por la tribu de Judá, a través de la cual vendría el Mesías. Los gentiles, en cambio, eran todos los demás: aquellos que no tenían parte en el pacto de la circuncisión (Génesis 17) y que desconocían al Dios verdadero. En términos modernos, podríamos compararlos con los “cristianos” de hoy —aquellos que profesan conocer a Dios— y los no creyentes, que no tienen un concepto claro de Él.

Tazas Llenas de Tradición y Legalismo

Cuando Jesús comenzó Su ministerio, se enfrentó constantemente a “tazas llenas” que se resistían a Su mensaje. Los fariseos, por ejemplo, aceptaban la Palabra escrita como inspirada por Dios, pero equiparaban sus tradiciones orales al mismo nivel de autoridad, afirmando que provenían de Moisés. Esto era puro legalismo. A lo largo de los siglos, habían añadido reglas y prácticas a la Ley, algo que la Escritura prohíbe (Deuteronomio 4:2; Apocalipsis 22:18-19). Los evangelios están llenos de ejemplos: criticaban a Jesús por no seguir sus rituales de lavado (Marcos 7:1-23), por sanar en sábado (Mateo 12:10-14), o por no ayunar según sus normas (Mateo 9:14). Para ellos, sus “buenas obras” y cumplimiento estricto eran el camino al favor de Dios.

Pero Jesús les mostró que estaban equivocados. Sus tazas estaban tan llenas de tradiciones y autosuficiencia que no podían recibir la verdad del Reino de Dios. Pablo lo confirma en Romanos 11:6: “Y si por gracia, ya no es por obras; de otra manera la gracia ya no es gracia”. Las buenas obras no son un boleto al cielo (Romanos 3:10-12; Efesios 2:8-9); la salvación es un regalo de Dios, no un logro humano. Sin embargo, los judíos, confiados en su linaje y legalismo, rechazaron a Jesús como Mesías, aferrándose a una taza que no estaban dispuestos a vaciar.

Tazas Llenas en el Cristianismo Moderno

Hoy en día, encontramos un paralelo inquietante entre aquellos judíos y muchos “cristianos”. Hay quienes han llenado sus tazas con ideas preconcebidas sobre quién es Dios y qué papel juega en sus vidas. Algunos creen en un dios dependiente de su creación, sujeto a sus caprichos o incapaz de actuar contra sus decisiones. Otros imaginan un dios benevolente y permisivo, que aprueba todo lo que hacen y los coloca en el centro del universo. Estas imágenes, ya sean auto creadas o inducidas por enseñanzas erróneas, son ídolos modernos, moldeados a la medida de sus deseos y necesidades.

Estas “tazas llenas” rechazan cualquier mensaje que contradiga sus creencias. Como los fariseos, se aferran a tradiciones, costumbres o doctrinas que han recibido de púlpitos sin cuestionarlas. Mateo 15:6 los describe perfectamente: “Ustedes no hacen caso de los mandamientos de Dios, con tal de seguir sus propias costumbres”. Y Marcos 7:13 añade: “De esa manera, desobedecen los mandamientos de Dios para seguir sus propias enseñanzas”. Este apego a lo falso los lleva a repudiar a quienes intentan mostrarles la verdad bíblica, incluso cuando se les presenta con amor y claridad.

Tazas Vacías y la Receptividad a la Verdad

Por otro lado, están las “tazas vacías”: aquellos que no conocen a Dios o que, al menos, no están tan aferrados a sus propias ideas que no puedan escuchar. Pablo y Bernabé encontraron éxito entre los gentiles porque estos, aunque tenían sus propios dioses paganos, no estaban cargados con el legalismo judío ni con una falsa seguridad en su relación con el Dios verdadero. Para alguien que nunca ha oído de Dios, la verdad bíblica sobre Sus atributos —Su soberanía, santidad y gracia— puede ser más digerible que para quien ya tiene una imagen distorsionada de Él.

Esto no significa que predicar a los no creyentes sea fácil. Los gentiles tenían sus propias creencias y resistencias. Pero una persona sin prejuicios religiosos profundos tiene menos que “vaciar” antes de recibir el evangelio. En contraste, convencer a un “cristiano” nominal —ya sea pentecostal, mormón, testigo de Jehová, adventista o de cualquier tradición— de que su entendimiento de Dios está desviado puede ser una labor titánica. Como dijo Mark Twain: “Es más fácil engañar a la gente que convencerlos de que han sido engañados”. La idolatría pastoral y el analfabetismo bíblico han perpetuado falsos evangelios, haciendo que muchos se pongan de espaldas a Dios sin siquiera notarlo.

Un Solo Mensaje, Dos Respuestas

No hay dos evangelios diferentes, sino un solo mensaje: la salvación por gracia mediante la fe en Jesucristo. Pero la forma en que se presenta puede variar según el oyente. Gálatas 2:7-10 lo ilustra: a Pedro se le encomendó predicar a los judíos, mientras que Pablo y Bernabé fueron enviados a los gentiles. Cada mensajero adaptó su enfoque al estado de la “taza” de su audiencia, pero el contenido era el mismo: Cristo crucificado y resucitado, el único camino a la salvación.

Algunos reciben este mensaje con oídos prestos a oír, dispuestos a vaciar sus tazas y ser llenados con la verdad. Otros lo rechazan, aferrándose a sus tradiciones o doctrinas. La diferencia no está en el mensaje, sino en la disposición del corazón. Como dijo Pablo en Gálatas 4:16: “¿Me he hecho, pues, vuestro enemigo, por deciros la verdad?”. La verdad puede ser incómoda, especialmente para las tazas llenas, pero es el único camino a la vida eterna. 
 

Una Exhortación a Vaciar Tu Taza

Amado lector, te invito a reflexionar: ¿Qué tipo de taza eres? ¿Estás lleno de tradiciones, ideas preconcebidas o enseñanzas que no resisten el escrutinio de la Palabra de Dios? ¿O estás dispuesto a vaciarte, a dejar de lado lo que has aprendido y a buscar la verdad en las Escrituras? Jesús nos exhortó: “Escudriñad las Escrituras; porque a vosotros os parece que en ellas tenéis la vida eterna; y ellas son las que dan testimonio de mí” (Juan 5:39). Pablo nos anima: “Los que tienen el Espíritu de Dios todo lo examinan y todo lo entienden” (1 Corintios 2:15, parafraseado).

No tengas miedo de cuestionar lo que te han enseñado. Pregúntate si lo que tu “pastor” dice realmente está en la Biblia. Juzga con justo juicio, discierne, analiza, examina. Pensar no es pecado; es un mandato. Eclesiastés 12:9 nos recuerda que el sabio “enseñó sabiduría al pueblo; e hizo escuchar, e hizo escudriñar”. Vacía tu taza de todo lo que no sea de Dios y deja que Él la llene con Su verdad, Su gracia y Su voluntad soberana.

Que la gracia y la paz de nuestro Señor Jesucristo estén contigo mientras buscas conocerle como realmente es, no como los hombres lo han imaginado.