• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 27 de marzo de 2025

Ladrones en la Casa.



Persona con pasamontañas abriendo cautelosamente la puerta de una casa, representando una amenaza interna, con el texto "Ladrones en la casa – Las realidades carnales y la llamada a la santidad" sobre la imagen.




Las Realidades Carnales y la Llamada a la Santidad

El pasaje de Santiago 4:1-10 es como un espejo que refleja las realidades más profundas de nuestra vida espiritual. Nos confronta no solo con las acciones pecaminosas que cometemos, sino también con las actitudes santas que descuidamos. Santiago nos muestra que, dentro de cada creyente, hay "ladrones" que nos atan a los deseos de la carne, mientras el Espíritu Santo nos impulsa a vivir en obediencia a la Palabra de Dios. Este capítulo explorará las realidades carnales que nos esclavizan, las disposiciones divinas que nos libran y las exhortaciones santas que nos guían hacia una vida que glorifica a Dios.



Realidades Carnales: Los Ladrones que Habitamos

Santiago comienza su enseñanza con una pregunta directa y penetrante:

"¿De dónde vienen las guerras y los pleitos entre vosotros? ¿No es de vuestras pasiones, las cuales combaten en vuestros miembros?" (Santiago 4:1).

El apóstol identifica tres "ladrones" principales que operan dentro de nosotros y que roban la paz, la santidad y nuestra comunión con Dios: Disensión: Las peleas, divisiones y conflictos entre hermanos no tienen su origen en factores externos, sino en las pasiones carnales que aún burbujean en nuestro interior. El egoísmo, el orgullo y la falta de amor son los combustibles que alimentan estas guerras dentro de la iglesia y en nuestras relaciones personales. 
 
Ambición Desordenada: Santiago continúa diciendo:

"Codiciáis, y no tenéis; matáis y ardéis de envidia, y no podéis alcanzar; combatís y lucháis, pero no tenéis lo que deseáis, porque no pedís. Pedís, y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites" (Santiago 4:2-3).

Aquí se revela el corazón de la ambición carnal: deseamos cosas que no nos convienen, pedimos con motivaciones egoístas y, al no recibirlas, caemos en codicia, envidia e incluso violencia espiritual o verbal.

En contraste, Filipenses 4:19 nos asegura que Dios suplirá nuestras necesidades conforme a Su voluntad, si tan solo buscáramos Sus deleites y no los nuestros. Mundanalidad: Santiago no utiliza términos ambiguos ni tonos grises:

"¡Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios" (Santiago 4:4).

No puede haber un coqueteo exitoso con el mundo y sus valores mientras pretendemos abrazar la cruz de Cristo. Amar el mundo es traicionar a nuestro Salvador, y esta infidelidad espiritual nos aleja de la comunión con Dios.

Estos "ladrones" —disensión, ambición desordenada y mundanalidad— operan sigilosamente dentro de nosotros, robándonos la paz, la pureza y el gozo que Cristo desea para Sus hijos. Reconocer su presencia es el primer paso hacia la libertad.



Disposiciones Divinas: La Gracia que Nos Sostiene

A pesar de nuestra condición pecaminosa, Dios no nos abandona en nuestra lucha contra estos "ladrones". Santiago nos ofrece una esperanza gloriosa:

"¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente? Pero él da mayor gracia. Por esto dice: Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes" (Santiago 4:5-6).

Aquí vemos dos disposiciones divinas que Dios provee para Su pueblo: La Obra del Espíritu Santo: El Espíritu que mora en nosotros no nos deja solos en nuestra lucha contra la carne. Él nos anhela celosamente, confrontándonos con nuestras realidades carnales y guiándonos hacia la santidad. Es el Espíritu quien nos convence de pecado, nos consuela en nuestra aflicción y nos da poder para vencer las tentaciones (Juan 16:8; Gálatas 5:16). 
 
La Gracia Abundante de Dios: La mayor provisión de Dios para los humildes es Su gracia. Esta gracia es negada a los soberbios que persisten en su mundanalidad, pero se derrama abundantemente sobre aquellos que reconocen su necesidad de Dios (Proverbios 3:34; Salmos 138:6). No hay pecado que la gracia de Dios no pueda perdonar ni tentación que Su poder no pueda vencer, siempre que nos humillemos ante Él.




Exhortaciones Santas: El Camino hacia la Victoria

Después de exponer nuestras realidades carnales y las provisiones divinas, Santiago nos exhorta a tomar decisiones concretas para vivir en santidad. En los versículos 7 al 10, encontramos un llamado claro y directo a los humildes que desean agradar a Dios. Estas exhortaciones no son sugerencias, sino mandatos que nos guían hacia una vida transformada: Someteos a Dios: "Someteos, pues, a Dios" (v. 7). La palabra "someterse" implica una rendición total, una obediencia incondicional a la voluntad de Dios. No podemos vencer a los "ladrones" en nuestra propia fuerza; debemos someternos al Señor y permitir que Él reine en nosotros. 
 
Resistid al Diablo: "Resistid al diablo, y huirá de vosotros" (v. 7). Esto no significa una guerra teatral contra Satanás, sino un rechazo firme y voluntario al sistema de antivalores que él promueve. Resistir al diablo implica decir "no" a las tentaciones y "sí" a la justicia de Dios. 
 
Acercaos a Dios: "Acercaos a Dios, y él se acercará a vosotros" (v. 8). Este es un llamado a buscar incesantemente la presencia de Dios a través de la oración, la adoración y el estudio de Su Palabra. La santidad no es un accidente; es el resultado de una relación íntima con nuestro Creador. 
 
Limpiad las Manos y Purificad los Corazones: "Pecadores, limpiad las manos; y vosotros los de doble ánimo, purificad vuestros corazones" (v. 8). Santiago usa un lenguaje poético para señalar que la santidad debe abarcar tanto nuestras acciones externas ("limpiad las manos") como nuestras intenciones internas ("purificad vuestros corazones"). No basta con cambiar nuestro comportamiento; debemos renovar nuestro corazón.
 
Afligíos, Lamentad y Llorad: "Afligíos, y lamentad, y llorad. Vuestra risa se convierta en lloro, y vuestro gozo en tristeza" (v. 9). Esta exhortación no promueve una vida de tristeza perpetua, sino una actitud de arrepentimiento genuino. Cuando entendemos la gravedad de nuestro pecado y cómo ofende a un Dios santo, nuestra respuesta natural debe ser el quebrantamiento y el clamor por Su misericordia.

Santiago culmina estas exhortaciones con una promesa gloriosa: "Humillaos delante del Señor, y él os exaltará" (v. 10). La humildad es el camino hacia la victoria espiritual. Cuando nos humillamos ante Dios, Él nos levanta en Su tiempo perfecto, no para nuestra gloria, sino para la Suya.



Encerrando a los Ladrones en una Cárcel de Santidad

Amado lector, los "ladrones" que habitan en nuestra casa —disensión, ambición desordenada y mundanalidad— no desaparecerán completamente de este lado de la eternidad. Sin embargo, podemos encerrarlos en una cárcel de santidad y buenas obras mediante la obediencia a las exhortaciones de Santiago. Al someternos a Dios, resistir al diablo, acercarnos a Él, purificar nuestras vidas y arrepentirnos sinceramente, podemos vivir una vida que glorifique a nuestro Salvador.

No ignores las realidades carnales que aún batallan dentro de ti, pero tampoco desesperes. Dios ha provisto Su Espíritu y Su gracia para que no pelees esta batalla solo. Humíllate ante Él, busca Su rostro con todo tu corazón y confía en que Él te exaltará a Su tiempo. Que nuestra vida sea un testimonio vivo de la santidad que agrada a Dios, para que los "ladrones" no tengan poder sobre nosotros, sino que seamos libres para servir y glorificar al Rey de reyes.

Hermanos y hermanas, no nos engañemos: los "ladrones" de la disensión, la ambición desordenada y la mundanalidad nos han robado demasiado. Pero hoy, el evangelio de Jesucristo nos trae la gloriosa noticia de liberación y esperanza. Escuchen bien: no hay esfuerzo humano que pueda vencer estos pecados, ni santidad que podamos alcanzar por nuestra propia cuenta. La buena noticia es que Cristo ya lo hizo todo por nosotros. Él cargó nuestros pecados en la cruz, pagó nuestra deuda con Su sangre preciosa y resucitó victorioso para darnos vida nueva (Romanos 5:8; 1 Corintios 15:3-4).

El evangelio no es una mera exhortación para mejorar; es el poder de Dios para salvación (Romanos 1:16). Jesús no solo nos señala el camino a la santidad; Él es el Camino (Juan 14:6). Cuando nos humillamos ante Él, confesando nuestra incapacidad y clamando por Su misericordia, Él nos recibe con brazos abiertos, nos limpia de toda maldad y nos viste con Su justicia perfecta (2 Corintios 5:21).

Así que, ven hoy a Cristo. No esperes a ser "suficientemente bueno", porque nunca lo seremos. Ven tal como estas, con tus "ladrones" y tus luchas, y deposítalos a los pies de la cruz. Arrepiéntete, cree en Su evangelio y recibe el regalo inmerecido de la salvación. Porque en Jesús, no solo encontramos perdón, sino también el poder para vivir una vida santa, sostenidos por Su Espíritu y cubiertos por Su gracia. “Humillaos ante el Señor, y Él os exaltará” (Santiago 4:10). ¡Cristo es nuestra victoria, nuestro Salvador y nuestra esperanza eterna! Ven a Él hoy, y vive para Su gloria.

jueves, 13 de marzo de 2025

2 Corintios 13:5 - Cómo Tener Una Iglesia Llena de Falsos Cristianos.



 
un grupo de personas ciegas, siendo guiadas por otro ciego, los cuales van directo al abismo.



Una Advertencia Bíblica


Imagina una iglesia repleta un domingo por la mañana: las bancas llenas, las manos alzadas, las voces resonando en cánticos de alabanza. Desde afuera, todo parece perfecto —una congregación vibrante, unida, "cristiana" en cada sentido de la palabra—.

Pero si pudieras mirar más allá de las apariencias, si pudieras ver los corazones, ¿qué encontrarías? La Biblia nos advierte que no todo lo que brilla es oro, que no todos los que dicen "Señor, Señor" son Suyos (Mateo 7:21). Algunos de los pasajes más duros de las Escrituras —esas palabras que nos sacuden y nos confrontan— están ahí precisamente para alertarnos sobre la falsa seguridad de salvación. Si Dios los puso en Su Palabra, inspirados y útiles para equiparnos (2 Timoteo 3:16-17), es porque la iglesia los necesita con urgencia. Y sin embargo, hoy vemos congregaciones que, aunque llevan el nombre de Cristo, están llenas de personas que no lo conocen de verdad, que no creen ni viven el evangelio auténtico, que no muestran los frutos del Espíritu (Gálatas 5:22-23). Es una realidad alarmante, y si queremos evitarla, debemos entender cómo se llega ahí.

He reflexionado mucho sobre esto, y hay tres condiciones que, como un veneno silencioso, pueden llenar una iglesia de falsos cristianos. No las comparto para señalar con desprecio, sino con una oración en el corazón: que Dios nos dé discernimiento para detectar estos peligros y valor para enfrentarlos.



Cuando la Verdad Se Desvanece


Todo comienza con lo que sale del púlpito. Una iglesia saludable no es solo un lugar de reunión; es un cuerpo vivo, sostenido por la Palabra de vida (Filipenses 2:16). La sana doctrina no es un lujo opcional; es el fundamento que permite a las personas conocer el verdadero evangelio —que somos pecadores salvados por gracia mediante la fe en Cristo (Efesios 2:8-9)— y vivir conforme al corazón de Dios. Sin esa verdad, la fe se convierte en una cáscara vacía, una emoción pasajera que no transforma. El púlpito es el timón de la congregación: si no está firme en la Escritura, el barco entero se desvía. Pablo lo entendió bien cuando encargó a Timoteo:

“Prediques la palabra; que instes a tiempo y fuera de tiempo; redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina” (2 Timoteo 4:1-2).

No dijo "entretén", "motiva" ni "halaga"; dijo "predica la palabra", con claridad y valentía.

Cuando la verdad se diluye —cuando los sermones se llenan de historias conmovedoras, promesas de prosperidad o frases que evaden el pecado y la cruz—, el ambiente se vuelve un caldo de cultivo para conversiones falsas.

John Stott lo expresó sabiamente:

"No se preocupe por quién entra y sale de la iglesia; preocúpese por lo que entra y sale del púlpito".

Porque la predicación fiel tiene un efecto doble: nutre a las ovejas de Cristo y ahuyenta a los hipócritas. Jesús lo vivió en carne propia. Cuando habló con dureza sobre comer Su carne y beber Su sangre, muchos lo abandonaron (Juan 6:66). La verdad aburre a quienes buscan una fe cómoda, pero es lo único que salva a quienes realmente anhelan a Dios. Como dijo J.I. Packer:

"La predicación doctrinal aburre a los hipócritas, pero es la única que podrá salvar a las ovejas de Cristo".

Quien odia la luz no se queda mucho tiempo cerca de ella (Juan 3:20).

He visto iglesias donde el púlpito se convierte en un escenario de entretenimiento, donde la Palabra se retuerce para no ofender. Predican un evangelio light —sin arrepentimiento, sin cruz, sin costo— que atrae multitudes, pero no transforma vidas. El resultado son bancas llenas de personas que cantan, ofrendan y asienten, pero no conocen al Salvador ni viven para Él. Sin sana doctrina, la iglesia se convierte en un club social, no en el cuerpo de Cristo.



La Ilusión de la Salvación Universal


Hay una tentación sutil que acecha a los líderes: asumir que todos en la congregación son salvos. Es fácil caer en ella. Queremos animar, afirmar, crear un ambiente de amor y aceptación. Pero la Biblia no nos deja espacio para esa ingenuidad. Jesús fue claro:

“No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre… Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad” (Mateo 7:21-23).

Pablo, con igual seriedad, escribió:

“Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos” (2 Corintios 13:5).

Estas no son palabras suaves; son un grito de advertencia, un reflector que ilumina la posibilidad aterradora de creer que eres cristiano y estar equivocado.

Dios puso esas palabras en la Escritura porque nos ama, y si amamos a nuestra iglesia, no las callaremos. No se trata de dudar de todos ni de sembrar inseguridad, sino de reconocer que la falsa seguridad es un peligro real. Un pastor no puede dar por sentado que cada persona en su rebaño ha nacido de nuevo. He estado en iglesias donde nunca se predica sobre arrepentimiento, donde nadie es confrontado con la necesidad de examinarse a la luz de la Palabra. El mensaje es siempre positivo, afirmativo:

"Estás bien, Dios te ama, sigue adelante".

Pero si nadie escucha que puede estar perdido, ¿cómo se arrepentirá? Si no se predican las advertencias de Jesús, los falsos cristianos se quedan cómodos, confiados en una salvación que no tienen.

Recuerdo un servicio donde el pastor, con lágrimas, predicó Mateo 7:21-23. Algunos se incomodaron, otros se fueron, pero unos pocos se acercaron al altar con corazones quebrantados. La verdad duele, pero salva. Cuando asumimos que todos son cristianos, silenciamos esa verdad y abrimos la puerta a una congregación llena de ilusiones vacías, donde la fe es solo una etiqueta, no una realidad transformadora. 
 

El Peligro de la Tolerancia Silenciosa


Y luego está el silencio que mata. En Corinto, un hombre vivía en pecado abierto —tenía relaciones con su madrastra—, y la iglesia lo sabía. En lugar de confrontarlo, lo toleraban. Pablo no lo dudó:

“Quítenlo de entre ustedes… No se junten con los que dicen ser creyentes, pero viven en pecado” (1 Corintios 5:1-5, parafraseado).

¿Por qué tanta dureza? Porque el pecado no confrontado es como levadura:

“¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa?” (1 Corintios 5:6).

no era amor; era complicidad, un riesgo para toda la congregación. Dietrich Bonhoeffer lo dijo sin rodeos:

"El silencio ante el mal es el mal mismo".

He visto iglesias donde el pecado se barre bajo la alfombra. Un líder adultera y nadie dice nada. Una pareja vive en fornicación y sigue sirviendo en el ministerio. Alguien miente descaradamente y se le aplaude por su "fe". Esa tolerancia crea un caldo de cultivo para falsos cristianos. Los hipócritas prosperan donde no hay disciplina, donde pueden decir "soy cristiano" mientras viven como el mundo. Se miran al espejo de la congregación y piensan: "Si otros pecan y nadie los cuestiona, yo también estoy bien". Pero esa comodidad es una mentira. La tolerancia al pecado no es amor; es abandono, un consentimiento que deja a las personas atrapadas en su rebelión sin esperanza de cambio.

Y hay un daño aún mayor: los falsos cristianos dentro de la iglesia hacen más por dañar el evangelio que los ateos fuera de ella. Cuando el mundo ve a "creyentes" viviendo en hipocresía —codicia, inmoralidad, orgullo—, ¿qué razón tiene para escuchar nuestro mensaje? Si amamos a los inconversos, si queremos impactar al mundo, no podemos permitir que la iglesia sea un refugio para actitudes que deshonran a Cristo. La disciplina, confrontar en amor y, si es necesario, expulsar a quien persiste sin arrepentirse, no es crueldad; es protección, tanto para la iglesia como para el testimonio que damos.



Un Llamado al Discernimiento


Entonces, ¿cómo tener una iglesia llena de falsos cristianos? Es simple: ignora la sana doctrina, asume que todos son salvos y tolera lo que Dios aborrece. Quita la Palabra del púlpito, reemplázala con mensajes dulces que no ofendan, y verás cómo las bancas se llenan de personas que asienten sin conocer a Cristo. Calla las advertencias de la Escritura, evita confrontar la falsa seguridad, y criarás una generación confiada en una fe que no tienen. Permite el pecado sin reprensión, y los hipócritas se multiplicarán, cómodos en su engaño.

Pero si queremos una iglesia viva, debemos hacer lo opuesto. Prediquemos la verdad, aunque duela, porque solo ella salva (Juan 8:32). Enseñemos a examinarnos a la luz de la Palabra, porque el arrepentimiento genuino nace de la honestidad (2 Corintios 7:10). Y mantengamos la pureza del cuerpo de Cristo, confrontando el pecado con amor, porque la santidad importa (1 Pedro 1:15-16). No se trata de llenar bancas, sino de formar discípulos que amen a Dios y vivan para Él.

Mira tu iglesia. ¿Qué sale del púlpito? ¿Se predica todo el evangelio o solo lo que agrada? ¿Se asume la salvación de todos o se llama al examen? ¿Se tolera lo intolerable o se protege la verdad? Mi oración es que no nos conformemos con una fachada cristiana, sino que busquemos a Cristo con integridad, para que Su iglesia sea luz, no sombra, en este mundo.


1 Corintios 2:2 - Buscando maestros que nos digan lo que queremos oír.


 
 

Imagen de Una mujer rubia con traje, de perfil a la cámara, señalando con el dedo a su oreja, la oreja de la mujer debe estar goteando miel, un hombre hablando en su oído, la imagen debe tener una proporción de 16:9.

La Verdad Completa que Jesús Proclamó


Era un sábado cualquiera en Nazaret, y la sinagoga estaba llena de rostros familiares. Jesús, el hijo del carpintero, había regresado a su pueblo natal después de un tiempo fuera, y los rumores sobre Él corrían como el viento.

Se decía que enseñaba con autoridad, que sanaba enfermos, que hablaba como nadie antes lo había hecho. Cuando se levantó para leer, todos los ojos estaban puestos en Él. Le entregaron el rollo de Isaías, y con voz firme leyó:

"El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me eligió y me envió para dar buenas noticias a los pobres, para anunciar libertad a los prisioneros, para devolverles la vista a los ciegos, para rescatar a los que son maltratados y para anunciar a todos que: ‘¡Éste es el tiempo que Dios eligió para darnos salvación!’" (Lucas 4:18-19).

Luego, sentándose, añadió:

"Hoy se ha cumplido ante ustedes esto que he leído" (v. 21).

La reacción fue inmediata. Los presentes se maravillaron. Sus palabras eran agradables, llenas de esperanza, un bálsamo para el alma. ¿Quién no querría escuchar un mensaje así? Buenas noticias, libertad, salvación —todo lo que el corazón anhela. Si Jesús hubiera terminado ahí, probablemente lo habrían llevado en hombros como un héroe local.

Y hoy, más de dos mil años después, este fragmento sigue siendo el favorito de muchos predicadores.

Es fácil ver por qué: encaja perfectamente con un evangelio de prosperidad, uno que promete bendiciones sin fin, éxito terrenal y una vida de comodidad. "Jesús vino para hacerte próspero", dicen algunos, sacando estos versículos del contexto para pintar un cuadro de un Mesías que existe para cumplir nuestros sueños y metas personales. Pero Jesús no terminó ahí, y lo que dijo después cambió todo.

Sin pausa, continuó:

"Y aunque había en Israel muchas viudas, Dios no envió a Elías para ayudarlas a todas, sino solamente a una viuda del pueblo de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón. En ese tiempo, también había en Israel muchas personas enfermas de lepra, pero Eliseo sanó solamente a Naamán, que era del país de Siria" (Lucas 4:26-27).

De pronto, el aire se tensó.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que las bendiciones de Dios no eran para todos, incluso entre Su propio pueblo? ¿Que no bastaba con ser de Israel para recibirlas?

La multitud pasó del asombro al enojo en un instante. Lo sacaron de la sinagoga, lo arrastraron a la cima de una colina y estuvieron a punto de arrojarlo por el precipicio (vv. 28-29). ¿Por qué?

Porque Jesús se atrevió a predicar la verdad completa, no solo la parte que querían oír.

Esta escena nos confronta con una realidad incómoda: todos amamos las buenas noticias, pero pocos toleran el mensaje entero. Nos encanta aplaudir cuando se habla de bendiciones, prosperidad y liberación. Ofrecemos con gusto, cantamos con fervor y agradecemos a Dios cuando el sermón nos asegura que todo lo bueno está a nuestro alcance. Pero cuando la predicación se vuelve un espejo que refleja nuestra condición, cuando nos dice que las bendiciones de Dios no son un cheque en blanco ni un derecho automático, cuando nos recuerda que Su voluntad está por encima de la nuestra, el entusiasmo se desvanece. De repente, el predicador ya no es un héroe, sino una amenaza.

Y en muchas iglesias hoy, los "pastores" han aprendido esta lección demasiado bien: si quieres mantener las bancas llenas y las ofrendas fluyendo, omite las partes difíciles. Quédate con las promesas dulces y evita el precipicio.

Pero Jesús no hizo eso. Él fue fiel a Su llamado, y Su evangelio no era solo un anuncio de bendiciones terrenales. Sí, Dios bendice —¡gloria a Él por eso!—, pero esas bendiciones no son un fin en sí mismas ni están garantizadas para todos solo por llevar el nombre de "cristiano". Jesús señaló a la viuda de Sarepta y a Naamán el sirio, dos extranjeros fuera del pueblo elegido, para mostrar que la gracia de Dios opera según Su soberanía, no según nuestras expectativas.

No todos en Israel recibieron el milagro, porque no todos lo buscaron con fe y humildad.

Este mensaje corta como espada: las bendiciones de Dios no se miden solo en prosperidad material, y mucho menos son un reflejo de nuestro mérito. A veces, lo que consideramos "adversidad" —pruebas, pérdidas, luchas— resulta ser la bendición más grande, porque nos acerca a Él.

El evangelio de prosperidad que llena megatemplos hoy prefiere ignorar esto. Nos dicen que Cristo murió para hacernos millonarios, para cumplir nuestras metas, para darnos una vida de "felicidad" sin complicaciones.

Pero, ¿dónde está eso en la cruz? Jesús no colgó de aquel madero para que persiguiéramos nuestros sueños egoístas; murió para reconciliarnos con un Dios santo, para librarnos del pecado y para establecer Su reino, no el nuestro. Su mensaje no era sobre nuestra comodidad, sino sobre la voluntad del Padre.

"No se haga mi voluntad, sino la tuya", oró en Getsemaní (Lucas 22:42).

¿Cuántos predicadores modernos se atreven a decirnos que nuestros planes y ambiciones son lo que menos le importa a Dios si no están alineados con Su propósito?

Esta verdad no vende libros ni llena estadios. No es interesante para una cultura obsesionada con el éxito personal. Por eso tantos optan por un evangelio a medias, uno que nos dice lo que queremos oír: que somos el centro, que Dios está a nuestro servicio, que todo será color de rosa. Jesús, en cambio, predicó el mensaje completo: un evangelio de arrepentimiento, de confrontación con el pecado, de advertencia a los perdidos y de rendición total a Dios. No temió el rechazo ni el precipicio. Su evangelio no era solo buenas noticias de liberación; era el anuncio del reino de Dios, un gobierno mundial que no estará en manos de hombres egoístas, sino en las manos del Dios viviente y todopoderoso.

Cuando el Mesías regrese —y ese día se acerca—, traerá consigo la paz verdadera, la alegría eterna, la prosperidad que no se marchita. No será un reino de riqueza pasajera ni de sueños humanos cumplidos, sino un mundo transformado donde la voluntad de Dios reinará por siempre. Ese es el evangelio que Jesús proclamó desde el principio: no un evangelio centrado en nosotros, sino en Él. Y si queremos ser fieles a ese mensaje, debemos predicarlo entero, aunque nos cueste. Como dijo Thomas Wilson:

"Pretender predicar la Verdad sin ofender al hombre carnal, es pretender ser capaz de hacer algo que Jesucristo no pudo."

Entonces, ¿qué estamos buscando? ¿Maestros que nos digan lo que queremos oír, que nos acaricien el ego y nos prometan un paraíso terrenal?

¿O predicadores que, como Jesús, nos den todo el consejo de Dios, aunque duela, aunque nos saque de nuestra zona de confort, aunque nos lleve al borde del precipicio? La escena en Nazaret nos desafía a examinar nuestras prioridades. Si solo aplaudimos las bendiciones y rechazamos las advertencias, somos como aquella multitud que pasó del asombro a la furia en un instante. Pero si anhelamos la verdad —toda la verdad—, entonces debemos estar dispuestos a escuchar lo que no nos gusta, a rendir nuestros deseos y a abrazar el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo.

Mi oración es que no nos conformemos con medias verdades ni con predicadores que temen perder su popularidad. Que busquemos la voz de Cristo en las Escrituras, que nos humillemos ante Su soberanía y que vivamos para Su reino, no para el nuestro. Porque al final, no se trata de lo que nosotros queremos oír, sino de lo que Él, en Su amor y justicia, ha decidido proclamar. Y esa verdad, aunque a veces nos sacuda, es la que nos lleva a la vida eterna.




Lucas 9:23 - El Mensaje Egocéntrico.

 



Un peon del ajedrez soñando con ser el Rey.

Una Falsa Promesa Frente al Evangelio


Imagina que estás sentado en una iglesia repleta, con luces brillantes y música vibrante llenando el aire. El predicador sube al púlpito y, con una sonrisa carismática, comienza a hablar: "Dios tiene grandes planes para ti. Esos sueños que arden en tu corazón, Él los puso ahí. No dejes que el miedo te detenga; da un paso de fe y reclama lo que te pertenece". La multitud estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros asienten con entusiasmo. Es un mensaje que te hace sentir especial, poderoso, como si el universo entero estuviera alineado para que alcances tus metas. ¿Quién no se sentiría atraído por algo así? Es un evangelio que promete todo lo que el corazón humano desea: éxito, prosperidad, realización personal. Pero, mientras el eco de esas palabras resuena en tus oídos, surge una pregunta inquietante:

¿es este realmente el mensaje de la Biblia? ¿O es algo que hemos moldeado para satisfacer nuestros propios anhelos?

Este es el mensaje egocéntrico, una predicación que ha ganado terreno en muchas iglesias modernas y que, en su esencia, pone al hombre en el centro y relega a Cristo a un segundo plano. No es difícil entender por qué es tan popular. Como dice 2 Timoteo 4:3, llega un momento en que las personas


"no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias".



Este mensaje les da lo que quieren escuchar: que ellos son los protagonistas, que sus sueños y ambiciones son el propósito divino, y que Dios está ahí para ayudarlos a alcanzarlos. Es un evangelio dulce al paladar, pero ¿qué tan fiel es a la verdad que encontramos en las Escrituras?

Piensa en lo que este mensaje enfatiza constantemente: tus sueños, tus metas, tu éxito. Los predicadores egocéntricos te dirán que Dios ha plantado esas aspiraciones en tu interior y que tu tarea es perseguirlas con todo lo que tienes. Si no las alcanzas, la culpa recae sobre ti: no tuviste suficiente fe, no diste ese "paso más allá", no superaste tus miedos. Para ayudarte, te ofrecerán herramientas prácticas —técnicas de motivación, frases inspiradoras, pasos para el éxito— que suenan más a un manual de autoayuda que a la Palabra de Dios. Todo gira en torno a ti: tu esfuerzo, tu valentía, tu potencial. Pero,

¿dónde está la cruz en este mensaje? ¿Dónde está el llamado a negarse a uno mismo, a tomar la cruz y seguir a Cristo (Mateo 16:24)? Esas verdades incómodas parecen desvanecerse en medio de la euforia.

El mensaje egocéntrico también tiene una obsesión particular con el éxito terrenal. Te promete que Dios está interesado en que tengas éxito en los negocios, en tus finanzas, en tu carrera, en cada rincón de tu vida diaria. No es raro escuchar versículos como:

"Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal" (Jeremías 29:11) o "Pide, y se te dará" (Mateo 7:7),sacados completamente de su contexto para respaldar esta idea.

Pero si lees esos pasajes con atención, descubrirás que Jeremías 29:11 fue escrito a un pueblo en exilio, prometiendo restauración después de juicio, no prosperidad individual, y que Mateo 7:7 habla de buscar a Dios, no de exigir bendiciones materiales. El mensaje egocéntrico retuerce las Escrituras para alinearlas con los deseos del mundo: riqueza, reconocimiento, comodidad.



¿No te parece curioso que el éxito que promete se vea tan parecido a lo que el mundo ya persigue sin necesidad de Dios?


Y luego está esa frase que resuena una y otra vez: "Cree en ti mismo". Es el mantra del mensaje egocéntrico. Te dicen que todo lo que necesitas está dentro de ti, que tu potencial es ilimitado, que debes trabajar en tu autosuperación día tras día. "Libera lo que hay en tu interior", te insisten, como si fueras una mina de oro esperando ser descubierta. Pero detente un momento y reflexiona: ¿qué dice la Biblia sobre lo que hay dentro de nosotros? Romanos 3:10-18 no deja lugar a dudas: "No hay justo, ni aun uno… no hay quien busque a Dios… no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno." Efesios 2:1 nos describe como "muertos en delitos y pecados", y Jeremías 17:9 añade que el corazón humano es "engañoso más que todas las cosas, y perverso". ¿Qué esperanza podemos encontrar mirando dentro de nosotros mismos? Ninguna. Somos pecadores caídos, rebeldes contra nuestro Creador, merecedores de Su justo juicio. La idea de que podemos "creer en nosotros mismos" para alcanzar algo digno ante Dios es una ilusión que choca frontalmente con la realidad bíblica.

Aquí es donde el evangelio verdadero entra en escena, y su contraste con el mensaje egocéntrico no podría ser más evidente. El evangelio no comienza contigo ni con tus sueños; comienza con un Dios santo que merece toda la gloria. Nosotros, en nuestra condición caída, hemos quebrantado Su ley y nos hemos apartado de Él. No hay nada bueno en nosotros por naturaleza; como dice Romanos 8:7, "la mente carnal es enemistad contra Dios".

Pero en Su infinita misericordia, Dios no nos abandonó. Envió a Su Hijo, Jesucristo, quien se hizo hombre, vivió una vida sin pecado, murió en la cruz cargando el castigo que merecíamos y resucitó al tercer día para vencer la muerte. Él hizo lo que nosotros nunca podríamos hacer. Y ahora, a quienes se arrepienten de su pecado y confían en Él como su único Salvador, les otorga vida eterna. Este es el evangelio: un mensaje que humilla al hombre y exalta a Cristo.

¿Ves la diferencia? El mensaje egocéntrico te dice: "Tú puedes hacerlo; el poder está en ti". El evangelio dice: "Tú no puedes, pero Cristo ya lo hizo". Uno te empuja a buscar el éxito en este mundo; el otro te llama a buscar el reino de Dios y Su justicia (Mateo 6:33). Uno te promete riquezas temporales; el otro te ofrece un tesoro eterno que no se corrompe (Mateo 6:19-20). El éxito bíblico no tiene nada que ver con lo que el mundo valora. Jesús dijo en Juan 18:36: "Mi reino no es de este mundo." Para el cristiano, el éxito no se mide en dólares, títulos o logros personales, sino en obediencia a Dios, fidelidad a Su Palabra y una vida que glorifica a Cristo en todo. Y aún esa obediencia, como nos recuerda Filipenses 2:13, es obra de Dios en nosotros, "porque Él es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer por su buena voluntad". No tenemos de qué jactarnos, ni siquiera de nuestra propia fe.



¿Por qué el mensaje egocéntrico llena iglesias y atrae multitudes?



Porque resuena con los deseos más profundos del corazón humano caído. El mundo ya nos enseña a perseguir nuestras ambiciones egoístas, a pelear por lo que queremos sin importar las consecuencias. El 99.9% de las personas anhelan éxito terrenal, reconocimiento y prosperidad, y este mensaje les ofrece una versión "espiritualizada" de esos mismos ideales. Es un evangelio que no confronta el pecado, no exige arrepentimiento, no señala la cruz. Es fácil de digerir, atractivo, refrescante para quienes no quieren cargar con el peso de la verdad. Pero esa facilidad es su mayor defecto: al evitar la realidad de nuestra condición y la necesidad de un Salvador, deja a las personas atrapadas en su egocentrismo, lejos de la verdadera libertad que solo Cristo puede dar.

No me malinterpretes: Dios no es indiferente a nuestras vidas. Él es un Padre amoroso que cuida de Sus hijos, que promete suplir nuestras necesidades (Filipenses 4:19) y que obra todas las cosas para nuestro bien (Romanos 8:28). Pero Su propósito no es que vivamos para nosotros mismos, sino para Su gloria. El mensaje egocéntrico invierte este orden, convirtiendo a Dios en un medio para nuestros fines, en lugar de reconocernos como instrumentos para los Suyos. Nos seduce con promesas de grandeza terrenal, pero nos aleja del llamado a morir a nosotros mismos y vivir para Aquel que dio todo por nosotros.

Si algo de esto resuena contigo, te invito a hacer una pausa. ¿Qué mensaje estás escuchando? ¿Es uno que te pone en el centro, que te anima a confiar en tu propio potencial? ¿O es uno que te lleva a la cruz, que te humilla ante la santidad de Dios y te llena de asombro por la gracia de Cristo? No te dejes engañar por palabras bonitas que alimentan tu ego. Abre tu Biblia, busca a Cristo en cada página. Lee Romanos y descubre la profundidad de tu pecado y la grandeza de Su salvación. Lee Juan y escucha la voz del Salvador que te llama a una vida nueva. Lee Efesios y maravíllate de cómo Dios te escogió antes de la fundación del mundo para ser Suyo. Deja que el Espíritu Santo transforme tu mente y tu corazón, guiándote a toda verdad.

Mi oración es que Dios despierte a los Suyos de este engaño sutil pero peligroso. Que no nos conformemos con un evangelio que nos exalta a nosotros mismos, sino que anhelemos el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo. Porque al final, no se trata de nuestros sueños ni de nuestro éxito; se trata de Él, el Rey de reyes, quien merece toda la gloria, ahora y por la eternidad.


2 Corintios 13:5 - Examinándonos a Nosotros Mismos.

 
un hombre mirándose en el espejo muy de cerca, analizándose con detalle


Una Llamada Bíblica a la Autoevaluación Espiritual

En muchas iglesias actuales, el mensaje predominante se centra en las bendiciones que podemos recibir de Dios con un mínimo esfuerzo: levantar la mano, repetir una oración y asistir regularmente a servicios llenos de palabras motivacionales. Se nos dice que Dios es solo amor, que todo lo perdona y que nos acepta sin importar cómo vivamos, sin mencionar el arrepentimiento, la negación de uno mismo o el costo de seguir a Cristo. Este evangelio superficial nos promete un boleto fácil al cielo, pero ¿es eso lo que la Biblia enseña? En este capítulo, exploraremos por qué examinarnos a nosotros mismos es esencial para la vida cristiana, cómo hacerlo a la luz de la Escritura y cómo encontrar seguridad en la justicia de Cristo, no en nuestras propias obras.

La Dilución del Mensaje: Un Evangelio sin Costo 

 Vivimos en una era donde el mensaje del evangelio a menudo se ha diluido hasta convertirse en una fórmula de prosperidad y felicidad instantánea. Se nos anima a apropiarnos de promesas bíblicas de bienestar —"Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz" (Jeremías 29:11)— sin considerar su contexto histórico, su audiencia original o su significado real. Queremos escuchar palabras de aliento y evitar cualquier mención de peligro, sacrificio o juicio. Como resultado, muchos cristianos han adoptado una fe cómoda que no requiere transformación ni rendición al señorío de Cristo.

Sin embargo, esta actitud refleja más nuestra propia complacencia que la verdad de la Palabra de Dios. Jesús mismo advirtió sobre los peligros que enfrentan Sus seguidores: falsos profetas (Mateo 7:15), persecución (Juan 16:33) y la posibilidad de autoengaño (Mateo 7:21-23). Como dice Mike McKinley en su libro ¿Soy realmente cristiano?:


"El mero hecho de que Jesús nos hable acerca del peligro en el que estamos es prueba de Su amor y misericordia. Él nos ha dado estas advertencias y quiere que les prestemos atención."


Las palabras de Cristo no son un simple eco de optimismo; son una alarma que debe resonar en nuestras almas, llamándonos a examinarnos y asegurarnos de que estamos verdaderamente en la fe.

El Mandato Bíblico: Examinad y Probad

La Escritura no nos deja en la oscuridad sobre la necesidad de autoevaluarnos. El apóstol Pablo instruye a los corintios:


"Examinaos a vosotros mismos si estáis en la fe; probaos a vosotros mismos" (2 Corintios 13:5).


De manera similar, Pedro exhorta a los creyentes:


"Por lo cual, hermanos, tanto más procurad hacer firme vuestra vocación y elección; porque haciendo estas cosas, no caeréis jamás" (2 Pedro 1:10).


Estas no son sugerencias casuales; son mandatos urgentes dados por amor. Pablo y Pedro sabían que los cristianos enfrentan el riesgo de engañarse a sí mismos, creyendo que están seguros en su fe cuando, en realidad, podrían estar lejos de Cristo. Examinarnos no es un ejercicio de duda morbosa, sino un acto de obediencia que nos protege de la complacencia espiritual y nos asegura una entrada abundante en el reino de nuestro Salvador (2 Pedro 1:11).

¿Cómo Examinarnos? Las Pruebas de la Escritura

Jesús y los apóstoles nos proporcionan criterios claros para evaluar si estamos en la fe. No se trata de confiar en nuestros sentimientos ni en una oración pasada, sino de buscar evidencias bíblicas de una vida transformada por el Espíritu Santo. Algunos ejemplos incluyen: Arrepentimiento y Fe: ¿Hemos reconocido nuestro pecado y confiado en Cristo como nuestro único Salvador? (Hechos 3:19; Romanos 10:9). 
 
Amor por Dios y el Prójimo: ¿Amamos a Dios con todo nuestro ser y a nuestro prójimo como a nosotros mismos? (Mateo 22:37-39; 1 Juan 4:7-8). 
 
Obediencia a la Palabra: ¿Buscamos obedecer los mandatos de Cristo, no para ganar la salvación, sino como fruto de nuestra fe? (Juan 14:15; Santiago 2:17). 
 
Fruto del Espíritu: ¿Se manifiestan en nuestra vida las virtudes del Espíritu, como amor, gozo, paz y paciencia? (Gálatas 5:22-23). 
 
Perseverancia: ¿Seguimos firmes en la fe a pesar de las pruebas, confiando en la promesa de que Dios completará Su obra en nosotros? (Filipenses 1:6; Hebreos 12:1-2).

Estas pruebas no son una lista para presumir de nuestra justicia, sino un espejo para reflejar nuestra necesidad de Cristo. Como humanos, no siempre somos los mejores jueces de nosotros mismos; nuestras percepciones pueden estar nubladas por el orgullo o el autoengaño. Por eso, es vital rodearnos de cristianos maduros y honestos que nos ayuden a ver lo que nosotros no podemos, ofreciendo corrección amorosa y aliento fiel.

Los Peligros que Enfrentamos

Ignorar el llamado a examinarnos nos expone a múltiples peligros espirituales: Autoengaño: Podemos creer que somos cristianos porque asistimos a la iglesia o repetimos una oración, sin que haya un cambio real en nuestro corazón (Mateo 7:21-23). 
 
Complacencia: La tibieza espiritual, como la de la iglesia de Laodicea, puede hacernos indiferentes a la santidad de Dios (Apocalipsis 3:15-17). 
 
Falsas Enseñanzas: Sin un fundamento sólido en la verdad, somos presa fácil de doctrinas que prometen mucho pero no exigen nada (2 Timoteo 4:3-4).

Jesús no nos advierte de estos peligros para condenarnos, sino para protegernos. Su amor no es un permiso para pecar, sino un llamado a negarnos a nosotros mismos, tomar nuestra cruz y seguirle (Mateo 16:24). Esto implica sacrificio, renovación de la mente (Romanos 12:2) y la muerte del "viejo hombre" para que nazca uno nuevo en Cristo (Efesios 4:22-24).

Nuestra Insuficiencia y la Justicia de Cristo

Un examen honesto de nuestras vidas nos llevará a una conclusión inevitable: nunca seremos lo suficientemente justos como para agradar a Dios por nosotros mismos. Nuestros mejores esfuerzos están manchados por el pecado (Isaías 64:6), y nuestras fallas nos recuerdan que necesitamos un Salvador. Aquí radica la buena noticia del evangelio: no dependemos de nuestra justicia, sino de la justicia perfecta de Cristo.

Cuando nos acercamos a Él con fe genuina, Su justicia nos es imputada (2 Corintios 5:21). No ganamos la salvación por nuestras obras, sino que la recibimos como un regalo inmerecido por la gracia de Dios (Efesios 2:8-9). Este entendimiento no nos exime de examinarnos, sino que nos da la seguridad de que nuestra esperanza no está en nosotros mismos, sino en Aquel que murió y resucitó por nosotros.

Un Examen que Conduce a la Seguridad

Amado lector, examinarnos a nosotros mismos no es un ejercicio de condenación, sino de amor y misericordia. Las advertencias de Jesús y los apóstoles son un regalo que nos protege del autoengaño y nos guía hacia la seguridad en Cristo. No te conformes con un evangelio superficial que promete todo sin exigir nada; escudriña tu vida a la luz de la Palabra, confiando en la guía del Espíritu Santo y en la sabiduría de la comunidad de fe.

Cuando las pruebas revelen tus fallas, no desesperes. Mira a Cristo, cuya justicia perfecta cubre tus imperfecciones. Alabado sea Dios por esta verdad gloriosa: no necesitamos ser perfectos para ser aprobados, porque Él ya lo fue por nosotros. Que este examen nos humille, nos santifique y nos lleve a depender cada día más de nuestro Salvador, para que, al final, escuchemos esas palabras preciosas: "Bien, buen siervo y fiel; entra en el gozo de tu señor" (Mateo 25:21).

Romanos 2:11 - ¿Excepción o Acepción?




una familia americana tradicional, demostrandole su amor a su hijo menor mientras el mayor mira a la distancia con celos

La Justicia Imparcial de Dios


“tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego; porque no hay acepción de personas para con Dios."

(Romanos 2:9-11)


Es común escuchar en círculos cristianos la afirmación de que "Dios no hace acepción de personas", y con frecuencia esta frase se interpreta como si significara que Dios nos ama y acepta a todos tal como somos, sin importar lo que pensemos, hagamos o digamos. A primera vista, parece una enseñanza reconfortante, pero ¿es eso lo que la Biblia realmente enseña? ¿Hemos confundido el término "acepción" con "excepción", torciendo el significado de las Escrituras? En este capítulo, examinaremos Romanos 2:1-11 con profundidad para descubrir lo que Pablo quiso decir y cómo la justicia imparcial de Dios refleja tanto Su santidad como Su amor, sin comprometer ninguna de las dos.

El Contexto de Romanos 2: Un Juicio Justo y Verdadero

Pablo escribe a la iglesia en Roma para abordar temas fundamentales sobre el pecado, la ley y el juicio de Dios. En Romanos 2:1-2, establece una verdad innegociable:


"Mas sabemos que el juicio de Dios contra los que practican tales cosas es según verdad."


Aquí, Pablo deja claro que Dios juzga a quienes hacen lo malo, y lo hace con justicia perfecta. No hay errores ni parcialidad en Su juicio; Él ve el corazón, conoce las intenciones y evalúa cada acción con precisión absoluta.


Este contexto es crucial para entender lo que sigue.


En los versículos 7 al 10, Pablo describe las consecuencias de los caminos que elegimos:


"Vida eterna a los que, perseverando en bien hacer, buscan gloria y honra e inmortalidad, pero ira y enojo a los que son contenciosos y no obedecen a la verdad, sino que obedecen a la injusticia; tribulación y angustia sobre todo ser humano que hace lo malo, el judío primeramente y también el griego, pero gloria y honra y paz a todo el que hace lo bueno, al judío primeramente y también al griego."


Aquí vemos que Dios recompensa a los que buscan Su voluntad y castiga a los que persisten en el pecado. No hay distinción basada en etnia, estatus social o privilegios; el juicio de Dios es universal y equitativo.


¿Qué Significa "Acepción de Personas"?

En Romanos 2:11, Pablo concluye esta sección diciendo:

"Porque no hay acepción de personas para con Dios."


La palabra griega traducida como "acepción" es prosopolempsia, que literalmente significa "levantar el rostro" o "mostrar favoritismo", como podemos leer en la versión TLA.

¡Dios no tiene favoritos!

En el contexto bíblico, se refiere a la idea de juzgar con parcialidad, basándose en factores externos como riqueza, posición social, apariencia o influencia.

Este concepto también aparece en pasajes como Deuteronomio 10:17-19, donde se dice que Dios "no hace acepción de personas, ni toma cohecho".

Lo que Pablo enseña aquí no es que Dios acepta a todos sin importar su condición espiritual o moral, sino que Él no muestra favoritismo al momento de juzgar. Nadie será eximido de Su juicio por su estatus o privilegios; todos compareceremos ante el tribunal de Cristo (2 Corintios 5:10) y seremos evaluados con justicia perfecta. Como dice Pedro en Hechos 10:34-35:


"En verdad comprendo que Dios no hace acepción de personas, sino que en toda nación se agrada del que le teme y hace justicia."


El énfasis no está en una aceptación incondicional, sino en la imparcialidad de Dios: Él no favorece a unos sobre otros basándose en criterios humanos, sino que juzga según la verdad y la justicia.

"Acepción" con "Excepción"

Aquí radica el error común: muchos interpretan "no hay acepción de personas" como si significara "no hay excepción", es decir, que Dios acepta a todos sin distinción ni requisitos, incluso si persisten en el pecado. Esta interpretación, sin embargo, contradice el testimonio claro de las Escrituras.

Dios es santo, y Su santidad no le permite convivir con el pecado ni tolerarlo. Como dice Habacuc 1:13:


"Muy limpio eres de ojos para ver el mal, ni puedes ver el agravio."


La Biblia es enfática en que Dios aborrece el pecado y a los que persisten en él sin arrepentimiento. Salmos 5:4-5 declara:


"Porque tú no eres un Dios que se complace en la maldad; el malo no habitará junto a ti. Los insensatos no estarán delante de tus ojos; aborreces a todos los que hacen iniquidad."


Otros pasajes como Salmos 7:11, Proverbios 11:20, Isaías 57:17 y Malaquías 2:16 refuerzan esta verdad: Dios odia el pecado y, aunque ama a Su creación, Su ira se derrama contra aquellos que se rebelan contra Él sin arrepentirse (Juan 3:36; Efesios 5:6).

Por lo tanto, afirmar que "Dios nos ama a todos tal como somos" y que "nos acepta sea como sea" es una distorsión peligrosa si no se acompaña de la verdad completa del evangelio. Sí, Dios ama al mundo (Juan 3:16), pero Su amor no implica una aceptación pasiva del pecado. Él nos ama lo suficiente como para llamarnos al arrepentimiento y ofrecernos salvación a través de Cristo, pero no nos deja en nuestra condición pecaminosa.

La Separación que el Pecado Provoca

Aunque Dios no hace acepción de personas al juzgar, sí hace una clara distinción entre los que le obedecen y los que no. Jesús mismo enseña que apartará de Su presencia a aquellos que persisten en la iniquidad. En Mateo 7:21-23, declara:


"No todo el que me dice: Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Muchos me dirán en aquel día: Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros? Y entonces les declararé: Nunca os conocí; apartaos de mí, hacedores de maldad."


Otros pasajes como Mateo 25:11-12, Mateo 25:30, Salmos 5:4 y Números 15:35-36 confirman que Dios no tolera el pecado ni permite que los impíos permanezcan en Su presencia sin arrepentimiento. Incluso Jesús, siendo sin pecado, experimentó la separación del Padre cuando cargó nuestros pecados en la cruz, exclamando: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?" (Mateo 27:46; cf. 2 Corintios 5:21). Si el pecado provocó tal separación en el Hijo perfecto, ¿cómo podemos pensar que un Dios tres veces santo acolitara el pecado en nuestras vidas?

La Verdadera Enseñanza de Romanos 2:11

Lejos de enseñar una aceptación incondicional, Romanos 2:11 nos confronta con la justicia imparcial de Dios. Pablo no está diciendo que Dios nos ama a todos sin importar nuestro estado espiritual; está diciendo que, sin importar quiénes seamos, seremos juzgados con justicia. No habrá favoritismo ni excepciones basadas en factores humanos. Como dice Deuteronomio 32:4:


"Él es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son rectitud. Dios de verdad, y sin ninguna iniquidad en él; es justo y recto."


Esto debería producir en nosotros un santo temor y un deseo profundo de arrepentirnos y buscar la justicia de Dios. No podemos escondernos detrás de una falsa idea de amor divino que ignora el pecado; debemos reconocer que el amor de Dios es inseparable de Su santidad y Su justicia. Él nos ofrece gracia y misericordia a través de Cristo, pero esa oferta exige una respuesta: fe, arrepentimiento y obediencia (Hechos 3:19; Romanos 2:4).

Un Llamado a la Verdad y al Arrepentimiento

Hermanos, Romanos 2:11 no es un cheque en blanco para vivir como queramos bajo la excusa de que "Dios no hace acepción de personas". Es una advertencia solemne: todos enfrentaremos el juicio justo de Dios, y nadie escapará por privilegios terrenales. El mensaje de Pablo nos llama a examinar nuestras vidas a la luz de la santidad de Dios y a responder al evangelio con fe genuina.

Dios no hace acepción de personas al juzgar, pero sí hace una excepción gloriosa en Su gracia: a través de Cristo, ofrece salvación a todo aquel que cree (Romanos 10:9-13). No confundamos la imparcialidad de Su justicia con una tolerancia al pecado. Él nos ama, pero Su amor nos llama a la transformación, no a la complacencia. Como dice Hechos 10:35,


“Dios ama a todos los que lo obedecen, y también a los que tratan bien a los demás y se dedican a hacer lo bueno, sin importar de qué país sean.”


Que este pasaje nos lleve a postrarnos ante el Dios santo y justo, reconociendo nuestra necesidad de Su gracia. Que vivamos vidas de arrepentimiento y obediencia, confiando en que el mismo Dios que juzga con verdad es quien nos justifica por la obra de Su Hijo en la cruz. No busquemos excusas en una interpretación errada de Su amor; busquemos la verdad que nos hace libres (Juan 8:32).


Jacobo 4:3 - ¡Yo le arrebato a Dios mi milagro! ¿Es esto Bíblico?





hombre israelí del primer siglo, robando a Jesucristo, luego de robarlo sale corriendo huyendo con lo robado



“Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites.”
(Jacobo 4:3, RVR1960)

Una Moda Espiritual sin Fundamento

En muchas iglesias hoy, palabras como “arrebatar”, “decretar”, “declarar” y “visualizar” se han vuelto comunes. Las oímos en prédicas, conferencias, oraciones y hasta en canciones como “Yo arrebato lo que es mío”. Hay quienes “arrebatan” las almas de sus hijos para Cristo o “arrebatan” la riqueza que Satanás supuestamente les robó. ¿Por qué? Porque líderes enseñan que basta con decirlo para que Dios o el diablo suelten lo que “nos pertenece”. Pero esta práctica, aceptada como verdad por muchos cristianos, no es bíblica. Es una invención humana que distorsiona la fe y desafía la soberanía de Dios.

¿Qué Dice Mateo 11:12 en Realidad?

La base de esta doctrina suele ser Mateo 11:12: “Desde los días de Juan el Bautista hasta ahora, el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo toman por la fuerza”. Algunos lo usan para justificar “arrebatar” milagros a Dios o pelear con el diablo por bendiciones. Pero saquemos el verso de su contexto y veamos qué dice realmente.

En Mateo 11, Jesús responde a los discípulos de Juan el Bautista, quienes preguntan: “¿Eres tú el que ha de venir, o esperaremos a otro?” (11:3). Los judíos esperaban un Mesías guerrero que restaurara a Israel como potencia militar y material, como en los días de David y Salomón (Marcos 10:35-37). Pero Jesús trajo un reino espiritual. Él señala Sus obras —sanar ciegos, predicar a los pobres— y exalta a Juan como precursor de ese reino (11:4-11). Cuando dice que el reino “sufre violencia”, no habla de conquistar cosas materiales, sino de la urgencia del evangelio. Lucas 16:16 lo confirma: “Desde entonces el reino de Dios es proclamado, y cada uno entra en él con violencia”. La “violencia” es el esfuerzo de arrepentirse y seguir a Cristo, no de “arrebatar” algo a Dios o al diablo.

¿Arrebatarle a Dios o al Diablo? Una Idea Absurda

Jesús nunca enseñó a “arrebatar” milagros. En Mateo 6:25-27, dice: “No os afanéis por vuestra vida… Mirad las aves del cielo… ¿No valéis vosotros mucho más que ellas?”. Dios provee sin que forcemos Su mano. En Mateo 7:11, promete: “¡Cuánto más vuestro Padre celestial dará cosas buenas a los que le piden!”. Y en Juan 15:7, asegura: “Si permanecéis en mí… pedid lo que queráis, y se os hará”. Esto es fe, no lucha. ¿Por qué “arrebatar” si Dios da generosamente a quienes confían en Él?

Tampoco hay base para “arrebatarle” al diablo. Satanás no tiene poder sobre lo que Dios nos da. En Job 1:11-12, Satanás solo toca a Job porque Dios lo permite. Jesús dijo a Pedro: “Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo” (Lucas 22:31), pero bajo el control divino. Si “todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre” (Mateo 11:27), ¿qué tiene el diablo que podamos reclamar? Nada. Pretenderlo es negar la soberanía de Cristo, quien nos asegura: “Nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:28).

La Verdadera Violencia del Reino

Entonces, ¿qué significa “los violentos lo toman por la fuerza”? No es pelear por prosperidad, salud o un carro nuevo. Es la determinación de entrar al reino de Dios a costa de todo. Jesús dijo: “Si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo” (Mateo 5:29); “No vine a traer paz, sino espada” (Mateo 10:34); “El que no carga su cruz… no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). Pablo lo entendió: “Todo lo tengo por estiércol, para ganar al Mesías” (Filipenses 3:8). Los judíos rechazaron este reino porque querían gloria sin cruz, como muchos hoy que “arrebatan” bendiciones sin aceptar el sufrimiento. El reino es una puerta estrecha (Mateo 7:13), y solo los “violentos” —los que renuncian al mundo— entran.

Una Doctrina Peligrosa

Cantar “arrebato lo que el diablo me quitó” o predicar que podemos forzar a Dios es un engaño. Jacobo 4:3 lo dice claro: “Pedís y no recibís, porque pedís mal, para gastar en vuestros deleites”. Esto no es fe; es egoísmo disfrazado de espiritualidad. Es el evangelio de la prosperidad, un cebo para atrapar a los incautos en falsas promesas. Job no “arrebató” sus bienes; bendijo a Dios en la pérdida (Job 1:21). Nosotros tampoco debemos hacerlo.

Descansa en la Soberanía de Dios

Amado lector, no necesitas “arrebatar” nada. Todo lo que tienes está en Cristo, comprado con Su sangre (Efesios 1:3). No luches con el diablo ni exijas a Dios; ora: “Venga tu reino, hágase tu voluntad” (Mateo 6:10). Confía en Aquel que sabe lo que necesitas (Mateo 6:8) y te sostiene en Su mano. Tu corona no está aquí, sino en los cielos. Vive para Él, no para tus deseos.

Gracia y paz.