• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 13 de marzo de 2025

1 Corintios 2:2 - Buscando maestros que nos digan lo que queremos oír.


 
 

Imagen de Una mujer rubia con traje, de perfil a la cámara, señalando con el dedo a su oreja, la oreja de la mujer debe estar goteando miel, un hombre hablando en su oído, la imagen debe tener una proporción de 16:9.

La Verdad Completa que Jesús Proclamó


Era un sábado cualquiera en Nazaret, y la sinagoga estaba llena de rostros familiares. Jesús, el hijo del carpintero, había regresado a su pueblo natal después de un tiempo fuera, y los rumores sobre Él corrían como el viento.

Se decía que enseñaba con autoridad, que sanaba enfermos, que hablaba como nadie antes lo había hecho. Cuando se levantó para leer, todos los ojos estaban puestos en Él. Le entregaron el rollo de Isaías, y con voz firme leyó:

"El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me eligió y me envió para dar buenas noticias a los pobres, para anunciar libertad a los prisioneros, para devolverles la vista a los ciegos, para rescatar a los que son maltratados y para anunciar a todos que: ‘¡Éste es el tiempo que Dios eligió para darnos salvación!’" (Lucas 4:18-19).

Luego, sentándose, añadió:

"Hoy se ha cumplido ante ustedes esto que he leído" (v. 21).

La reacción fue inmediata. Los presentes se maravillaron. Sus palabras eran agradables, llenas de esperanza, un bálsamo para el alma. ¿Quién no querría escuchar un mensaje así? Buenas noticias, libertad, salvación —todo lo que el corazón anhela. Si Jesús hubiera terminado ahí, probablemente lo habrían llevado en hombros como un héroe local.

Y hoy, más de dos mil años después, este fragmento sigue siendo el favorito de muchos predicadores.

Es fácil ver por qué: encaja perfectamente con un evangelio de prosperidad, uno que promete bendiciones sin fin, éxito terrenal y una vida de comodidad. "Jesús vino para hacerte próspero", dicen algunos, sacando estos versículos del contexto para pintar un cuadro de un Mesías que existe para cumplir nuestros sueños y metas personales. Pero Jesús no terminó ahí, y lo que dijo después cambió todo.

Sin pausa, continuó:

"Y aunque había en Israel muchas viudas, Dios no envió a Elías para ayudarlas a todas, sino solamente a una viuda del pueblo de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón. En ese tiempo, también había en Israel muchas personas enfermas de lepra, pero Eliseo sanó solamente a Naamán, que era del país de Siria" (Lucas 4:26-27).

De pronto, el aire se tensó.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que las bendiciones de Dios no eran para todos, incluso entre Su propio pueblo? ¿Que no bastaba con ser de Israel para recibirlas?

La multitud pasó del asombro al enojo en un instante. Lo sacaron de la sinagoga, lo arrastraron a la cima de una colina y estuvieron a punto de arrojarlo por el precipicio (vv. 28-29). ¿Por qué?

Porque Jesús se atrevió a predicar la verdad completa, no solo la parte que querían oír.

Esta escena nos confronta con una realidad incómoda: todos amamos las buenas noticias, pero pocos toleran el mensaje entero. Nos encanta aplaudir cuando se habla de bendiciones, prosperidad y liberación. Ofrecemos con gusto, cantamos con fervor y agradecemos a Dios cuando el sermón nos asegura que todo lo bueno está a nuestro alcance. Pero cuando la predicación se vuelve un espejo que refleja nuestra condición, cuando nos dice que las bendiciones de Dios no son un cheque en blanco ni un derecho automático, cuando nos recuerda que Su voluntad está por encima de la nuestra, el entusiasmo se desvanece. De repente, el predicador ya no es un héroe, sino una amenaza.

Y en muchas iglesias hoy, los "pastores" han aprendido esta lección demasiado bien: si quieres mantener las bancas llenas y las ofrendas fluyendo, omite las partes difíciles. Quédate con las promesas dulces y evita el precipicio.

Pero Jesús no hizo eso. Él fue fiel a Su llamado, y Su evangelio no era solo un anuncio de bendiciones terrenales. Sí, Dios bendice —¡gloria a Él por eso!—, pero esas bendiciones no son un fin en sí mismas ni están garantizadas para todos solo por llevar el nombre de "cristiano". Jesús señaló a la viuda de Sarepta y a Naamán el sirio, dos extranjeros fuera del pueblo elegido, para mostrar que la gracia de Dios opera según Su soberanía, no según nuestras expectativas.

No todos en Israel recibieron el milagro, porque no todos lo buscaron con fe y humildad.

Este mensaje corta como espada: las bendiciones de Dios no se miden solo en prosperidad material, y mucho menos son un reflejo de nuestro mérito. A veces, lo que consideramos "adversidad" —pruebas, pérdidas, luchas— resulta ser la bendición más grande, porque nos acerca a Él.

El evangelio de prosperidad que llena megatemplos hoy prefiere ignorar esto. Nos dicen que Cristo murió para hacernos millonarios, para cumplir nuestras metas, para darnos una vida de "felicidad" sin complicaciones.

Pero, ¿dónde está eso en la cruz? Jesús no colgó de aquel madero para que persiguiéramos nuestros sueños egoístas; murió para reconciliarnos con un Dios santo, para librarnos del pecado y para establecer Su reino, no el nuestro. Su mensaje no era sobre nuestra comodidad, sino sobre la voluntad del Padre.

"No se haga mi voluntad, sino la tuya", oró en Getsemaní (Lucas 22:42).

¿Cuántos predicadores modernos se atreven a decirnos que nuestros planes y ambiciones son lo que menos le importa a Dios si no están alineados con Su propósito?

Esta verdad no vende libros ni llena estadios. No es interesante para una cultura obsesionada con el éxito personal. Por eso tantos optan por un evangelio a medias, uno que nos dice lo que queremos oír: que somos el centro, que Dios está a nuestro servicio, que todo será color de rosa. Jesús, en cambio, predicó el mensaje completo: un evangelio de arrepentimiento, de confrontación con el pecado, de advertencia a los perdidos y de rendición total a Dios. No temió el rechazo ni el precipicio. Su evangelio no era solo buenas noticias de liberación; era el anuncio del reino de Dios, un gobierno mundial que no estará en manos de hombres egoístas, sino en las manos del Dios viviente y todopoderoso.

Cuando el Mesías regrese —y ese día se acerca—, traerá consigo la paz verdadera, la alegría eterna, la prosperidad que no se marchita. No será un reino de riqueza pasajera ni de sueños humanos cumplidos, sino un mundo transformado donde la voluntad de Dios reinará por siempre. Ese es el evangelio que Jesús proclamó desde el principio: no un evangelio centrado en nosotros, sino en Él. Y si queremos ser fieles a ese mensaje, debemos predicarlo entero, aunque nos cueste. Como dijo Thomas Wilson:

"Pretender predicar la Verdad sin ofender al hombre carnal, es pretender ser capaz de hacer algo que Jesucristo no pudo."

Entonces, ¿qué estamos buscando? ¿Maestros que nos digan lo que queremos oír, que nos acaricien el ego y nos prometan un paraíso terrenal?

¿O predicadores que, como Jesús, nos den todo el consejo de Dios, aunque duela, aunque nos saque de nuestra zona de confort, aunque nos lleve al borde del precipicio? La escena en Nazaret nos desafía a examinar nuestras prioridades. Si solo aplaudimos las bendiciones y rechazamos las advertencias, somos como aquella multitud que pasó del asombro a la furia en un instante. Pero si anhelamos la verdad —toda la verdad—, entonces debemos estar dispuestos a escuchar lo que no nos gusta, a rendir nuestros deseos y a abrazar el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo.

Mi oración es que no nos conformemos con medias verdades ni con predicadores que temen perder su popularidad. Que busquemos la voz de Cristo en las Escrituras, que nos humillemos ante Su soberanía y que vivamos para Su reino, no para el nuestro. Porque al final, no se trata de lo que nosotros queremos oír, sino de lo que Él, en Su amor y justicia, ha decidido proclamar. Y esa verdad, aunque a veces nos sacuda, es la que nos lleva a la vida eterna.




2 Timoteo 2:15 - ¿Vale la Pena Pelear por la Verdad?

un peleador americano despues de un gran combate, podemos ver sus manos vendadas

 Una Defensa Bíblica de la Fe

En una cultura donde la verdad es relativizada y las discusiones doctrinales son vistas como arrogantes o innecesarias, la idea de "pelear por la verdad" puede parecer anticuada o incluso ofensiva. Entre algunos evangélicos modernos, la noción de defender las verdades esenciales del cristianismo con firmeza es considerada políticamente incorrecta, un vestigio del fundamentalismo que debería ser abandonado en favor de un tono más conciliador y dialogante. Sin embargo, ¿es esta postura consistente con lo que enseña la Escritura? ¿Es realmente inútil o inapropiado contender por la verdad en un mundo posmoderno? En este capítulo, examinaremos por qué la batalla por la verdad no solo es necesaria, sino también una responsabilidad sagrada para todo creyente, y cómo debemos llevarla a cabo con la actitud correcta.


La Guerra Ideológica: Verdad contra Error

La Escritura nos enseña que la batalla cósmica entre Dios y Satanás no es principalmente un conflicto de obras buenas contra malas, sino una guerra ideológica entre la verdad y el error. Satanás, el padre de la mentira (Juan 8:44), tiene como objetivo principal confundir, corromper y negar la verdad de Dios con tantas falacias como sea posible. Desde el principio, su estrategia ha sido torcer la Palabra divina: "¿Conque Dios os ha dicho…?" (Génesis 3:1). Este ataque contra la verdad ha sido constante a lo largo de la historia y sigue siendo una realidad hoy.

Por esta razón, la batalla por la verdad no es un asunto trivial ni opcional para el cristiano. Es el campo de batalla donde se libra la guerra espiritual en la que todos estamos involucrados. Como dice Efesios 6:12:
 
"Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes."
 
Para enfrentar esta lucha, debemos ceñirnos con el cinturón de la verdad (Efesios 6:14) y ser capaces de distinguir entre la doctrina sana y el error, defendiendo la primera y confrontando el segundo con valentía.

La Obligación de Defender la Verdad

La Escritura nos manda claramente a defender y proclamar la verdad que Dios nos ha revelado. Judas 3 nos exhorta a "contender ardientemente por la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos." Pablo, al escribir a Timoteo, lo instruye a que maneje correctamente la Palabra de verdad (2 Timoteo 2:15) y a que reprenda, corrija y exhorte con toda paciencia y doctrina (2 Timoteo 4:2). Estas instrucciones no son sugerencias; son mandatos que reflejan la seriedad con la que debemos tratar las verdades centrales del cristianismo.

Donde la Palabra de Dios habla con claridad, tenemos la obligación de obedecerla, defenderla y proclamarla con una autoridad que refleje nuestra convicción de que Dios ha hablado irrevocablemente. Esto es especialmente crucial cuando las doctrinas cardinales del cristianismo —como la deidad de Cristo, la justificación por la fe sola o la autoridad de las Escrituras— están bajo ataque. No podemos permanecer pasivos ni silenciosos frente al error, pues hacerlo sería deshonrar a Dios y permitir que los falsos maestros engañen a los incautos.

La Impopularidad de la Verdad: Una Realidad Antigua y Moderna

Defender la verdad nunca ha sido popular. En el primer siglo, los apóstoles enfrentaron oposición feroz por proclamar las verdades del evangelio. Pablo fue encarcelado, apedreado y finalmente martirizado por su compromiso con la verdad. Jesús mismo fue crucificado por declarar que Él era el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). La impopularidad no detuvo a los apóstoles ni al Señor, y no debería detenernos a nosotros.

Hoy, en un mundo posmoderno que relativiza la verdad y considera cualquier tono de firmeza como "militante" o "inapropiado", los creyentes que se alzan por la verdad son frecuentemente criticados. La metáfora de la guerra no encaja con las sensibilidades contemporáneas, donde las diferencias doctrinales se ven como triviales y el tono de la conversación se valora más que su contenido. Sin embargo, la Escritura no se doblega a las tendencias culturales. La verdad no es negociable, y nuestra responsabilidad de defenderla no depende de si es bien recibida o no.

El Ejemplo Apostólico: Hablar la Verdad con Firmeza y Amor

El apóstol Pablo nos ofrece un modelo claro de cómo contender por la verdad sin comprometer ni el mensaje ni la actitud. Pablo era justo con sus oponentes, nunca tergiversando sus enseñanzas ni mintiendo sobre ellos. Sin embargo, no dudaba en identificar y confrontar el error con claridad. En su enseñanza diaria, hablaba con la paciencia y ternura de un padre (1 Tesalonicenses 2:7-11), pero cuando las circunstancias lo requerían, podía ser directo e incluso mordaz.

Por ejemplo, en 1 Corintios 4:8-10, usa un tono sarcástico para reprender la arrogancia de los corintios:


"Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también con vosotros!"


En Gálatas 5:12, emplea una ironía contundente contra los judaizantes:


"¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!"


Este tipo de lenguaje, usado también por Elías (1 Reyes 18:27), Juan el Bautista (Mateo 3:7-10) y Jesús mismo (Mateo 23:24), no era crueldad ni falta de amor, sino una herramienta para resaltar la gravedad del error y despertar a los oyentes de su engaño.

Pablo también enfrentó el error directamente, incluso cuando venía de alguien tan respetado como Pedro. En Gálatas 2:11-14, lo reprendió públicamente por su hipocresía al ceder ante los judaizantes, mostrando que la verdad del evangelio no puede ser comprometida, ni siquiera por temor a lo que otros piensen. A diferencia de muchos hoy, que prefieren encubrir el error con un exceso de benevolencia o otorgar el beneficio de la duda a falsos maestros, Pablo no vaciló en catalogar el error como tal y confrontarlo con claridad.

La Verdadera Caridad: Hablar la Verdad, No Encubrir el Error

La idea posmoderna de "caridad" suele traducirse en evitar conflictos a toda costa, suavizar las diferencias doctrinales y dialogar indefinidamente con aquellos que enseñan error. Sin embargo, la caridad bíblica no consiste en encubrir el error ni en dar legitimidad a falsas enseñanzas. Como dice Efesios 4:15, debemos hablar "la verdad en amor", lo que implica tanto la proclamación fiel de la verdad como una actitud de amor genuino hacia los demás.

Pablo no invitaba a falsos maestros a "dialogar" ni aprobaba tal estrategia, ni siquiera cuando Pedro mostró deferencia indebida hacia ellos. Su enfoque no era una falsa benevolencia ni una cortesía artificial que busca agradar a todos; era un compromiso firme con la verdad, acompañado de un amor que buscaba la restauración de los que estaban en error (2 Timoteo 2:24-25). La verdadera caridad no ignora el error, sino que lo confronta con el objetivo de rescatar almas y glorificar a Dios.

¿Vale la Pena Pelear por la Verdad?

La respuesta clara de la Escritura es sí. La verdad de Dios no es un asunto académico o trivial; es el fundamento de nuestra fe, la base de nuestra salvación y la guía para nuestra vida. Abandonar la lucha por la verdad sería ceder terreno al enemigo y permitir que el error corrompa la iglesia y engañe a las almas.

Esto no significa que debamos ser contenciosos o arrogantes. Como Pablo, debemos contender con humildad, paciencia y amor, pero sin comprometer la claridad ni la firmeza. No peleamos por opiniones humanas ni por orgullo personal, sino por la Palabra que Dios nos ha dado, que es "viva y eficaz" (Hebreos 4:12) y capaz de transformar vidas.

Un Llamado a la Valentía en la Defensa de la Fe

Amado lector, la batalla por la verdad no es fácil ni popular, pero es necesaria. En un mundo que rechaza la idea misma de verdad absoluta y considera cualquier postura firme como intolerante, debemos recordar que nuestra lealtad no es a las tendencias culturales, sino a Cristo, quien es la Verdad encarnada (Juan 14:6). Como Pablo, estemos dispuestos a hablar la verdad con amor, a confrontar el error con valentía y a defender el evangelio con una convicción que refleje la certeza de que Dios ha hablado.

No permitamos que las voces del mundo nos silencien ni que el temor al rechazo nos haga retroceder. La verdad de Dios vale la pena ser defendida, porque es la verdad que nos hace libres (Juan 8:32), que salva almas y que glorifica al único digno de toda honra. Que el Espíritu Santo nos dé la sabiduría, la fortaleza y el amor necesarios para contender ardientemente por la fe, para la gloria de nuestro Salvador.