• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.

jueves, 13 de marzo de 2025

Mateo 19:23-24 - ¿Enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo?


imagen de un grupo de fariseos antiguos, en la ciudad de israel, con caras de disgusto.


Una Reflexión sobre Riqueza y Devoción


En los días de Jesús, los fariseos caminaban por las calles de Judea con una certeza que resonaba en cada paso:


La riqueza era la tarjeta de presentación de los favoritos de Dios.

Para ellos, las bendiciones materiales no solo eran compatibles con la devoción a Dios; eran la prueba irrefutable de Su aprobación. Si tenías oro en tus bolsillos, eras de los elegidos, un hijo predilecto del cielo. Los ricos podían dar grandes limosnas, financiar sacrificios en el templo, ostentar su piedad con ofrendas generosas, y por eso, en la mentalidad popular que los fariseos alimentaban, se asumía que tenían un boleto asegurado al reino de Dios.

La pobreza, en cambio, era un signo de desdén divino, una marca de los olvidados. Era una teología conveniente, una que elevaba a los poderosos y justificaba su amor por el dinero sin cuestionar su corazón.



Pero entonces llegó Jesús, y con unas pocas palabras derribó ese castillo de arena. Frente a un joven rico que buscaba la vida eterna, Jesús lo desafió a vender todo y seguirle (Mateo 19:21). Cuando el hombre se alejó triste, aferrado a sus posesiones, Jesús se volvió a Sus discípulos y dijo:

“Les aseguro que es muy difícil que una persona rica entre en el reino de Dios. En realidad, es más fácil para un camello pasar por el ojo de una aguja, que para una persona rica entrar en el reino de Dios” (Mateo 19:23-24).



La imagen era absurda, casi cómica, pero el mensaje era devastador: la riqueza no era un pasaporte al cielo; podía ser una cadena que te arrastrara lejos de él. Y no se detuvo ahí. En otra ocasión, mirando a la multitud, afirmó:

“Ningún esclavo puede trabajar al mismo tiempo para dos amos, porque siempre obedecerá o amará a uno más que al otro. Del mismo modo, tampoco ustedes pueden servir al mismo tiempo a Dios y a las riquezas” (Mateo 6:24).



No había término medio, no había compatibilidad posible. O amas a Dios, o amas el dinero. Punto.

Estas palabras debieron sonar como un trueno en los oídos de los fariseos.

No solo destruían la idea de que las riquezas eran una señal de favor divino; también demolían la noción de que podías ganarte el cielo con tus méritos, fueran limosnas o cualquier otra obra. Jesús no vino a reforzar una teología que exaltaba al hombre; vino a revelar un evangelio que humillaba al orgulloso y elevaba al humilde.



Pablo, años después, tomó el relevo y dejó claro que este mensaje no era negociable. Escribiendo a Timoteo, advirtió:

“Los que solo piensan en ser ricos caen en las trampas de Satanás… Porque todos los males comienzan cuando solo se piensa en el dinero. Por el deseo de amontonarlo, muchos se olvidaron de obedecer a Dios y acabaron por tener muchos problemas y sufrimientos” (1 Timoteo 6:9-10).

Y a los ricos que ya tenían riqueza, les dijo:

“Adviérteles que no sean orgullosos ni confíen en sus riquezas… Mándales que hagan el bien, que se hagan ricos en buenas acciones” (1 Timoteo 6:17-18).

La riqueza no era una medalla de honor; era una responsabilidad, y mal manejada, un peligro.

Sin embargo, si damos un vistazo a muchas iglesias hoy, parece que la enseñanza farisaica nunca murió. En púlpitos relucientes y pantallas gigantes, escuchamos ecos de aquella vieja mentira:

"Cuanto más tienes, más te ama Dios. Si tu cuenta bancaria crece, es porque estás en el centro de Su bendición".



Se nos dice que la prosperidad material es la prueba de que estamos haciendo las cosas bien, que somos un orgullo para el Señor. Algunos incluso miden la fe por los ceros en el cheque:

"Si das mucho, recibirás más; si tienes una casa grande o un auto nuevo, es porque Dios te ha aprobado".



Pero si esto fuera cierto, ¿qué diremos de los cristianos en Cuba o en África? En la isla, donde no hay edificios ostentosos ni carteles deslumbrantes, una iglesia humilde ha plantado sesenta iglesias, y una de esas ha sembrado otras veinticinco. No hay extravagancia, solo discípulos que toman a Jesús en serio, yendo, bautizando, enseñando, multiplicando la fe de costa a costa. ¿Acaso Dios no los ama porque no tienen riquezas visibles? ¿O será que Su bendición se mide con otro estándar?



Jesús nos dio la respuesta en un momento que pasó casi desapercibido en el templo. Sentado frente a las cajas de ofrendas, observó a la gente depositar su dinero. Los ricos echaban grandes sumas, y la multitud probablemente asentía con aprobación:

"Mira cuánto dan, qué bendecidos son". Pero entonces llegó una viuda pobre, con dos moneditas que apenas valían nada, y las dejó caer en la caja. Jesús llamó a Sus discípulos y dijo: “Les aseguro que esta viuda pobre dio más que todos los ricos. Porque todos ellos dieron de lo que les sobraba, pero ella, que es tan pobre, dio todo lo que tenía para vivir” (Marcos 12:43-44).



No era la cantidad lo que impresionó a Jesús; era el corazón. Los ricos daban para ser vistos, para reforzar su estatus; la viuda dio por devoción, sin calcular el costo. Dios no estaba mirando su dinero; estaba mirando su entrega.

Aquí está el punto que los fariseos —y muchos hoy— pasan por alto:

Dios no necesita nuestro dinero.



No está impresionado por nuestras ofrendas cuantiosas ni por nuestras posesiones terrenales. Lo que Él busca es un corazón rendido, una vida que confíe en Él por encima de todo. Dar no es un medio para comprar Su aprobación o asegurar un lugar en el cielo; es una respuesta de gratitud a lo que Jesús ya nos dio. Porque, seamos honestos, ¿qué podemos ofrecerle que se compare con la cruz? Cristo lo dio todo —Su vida, Su sangre— para pagar una deuda que nunca saldaremos. Aunque viviéramos mil años o pasáramos la eternidad cantando Sus alabanzas (Apocalipsis 7:9-12), no podríamos igualar lo que Él hizo por nosotros. Si no tenemos nada material, lo tenemos todo en Él. Nuestro mayor tesoro no es un saldo bancario; es saber que el Señor está con nosotros día y noche.


¿Por qué seguimos enseñando como fariseos?



¿Por qué medimos la fe por las "bendiciones" recibidas y nos autoevaluamos como dignos basados en lo que poseemos? Pablo lo dijo mejor que nadie:

“Cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo… por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo” (Filipenses 3:7-8).



Para Pablo, las riquezas terrenales no eran un signo de aprobación divina; eran estiércol comparadas con conocer a Jesús. Y nos advirtió:

“Así que, el que piensa estar firme, mire que no caiga” (1 Corintios 10:12).



Confiar en nuestras posesiones para sentirnos justos es una trampa, un desenfoque siniestro que nos aleja de la verdad.



Hablando de desenfoques, hay quienes tuercen Mateo 7:15-20 —"por sus frutos los conoceréis"— para justificar esta mentalidad. "Mira mis frutos", dicen, señalando sus mega iglesias, sus ofrendas abundantes, sus vidas prósperas. Pero Jesús no estaba hablando de riqueza ni de éxito terrenal.



Estaba advirtiendo sobre falsos profetas:

“Son como lobos rapaces… El árbol bueno da frutos buenos, y el árbol malo da frutos malos”.



El fruto que Dios busca no es el que nosotros consideramos "bueno" —dinero, fama, edificios grandes—; es el fruto del Espíritu (Gálatas 5:22-23), la obediencia a Su Palabra, la humildad que refleja a Cristo.



Si las mega iglesias fueran la medida, el islam, el hinduismo o el catolicismo serían "aprobados" por Dios. Pero el tamaño no prueba nada; el corazón sí.

Entonces, ¿enseñamos como fariseos o como seguidores de Cristo? Si predicamos que la riqueza es la señal del favor divino, que dar más nos hace más santos, que el éxito terrenal nos certifica ante Dios, estamos repitiendo el error de los fariseos. Pero si enseñamos como Jesús —que el reino de Dios es para los humildes, que no podemos servir a dos amos, que nuestro tesoro está en Él y no en este mundo—, entonces reflejamos al Maestro.

No se trata de cuánto tenemos para dar, sino de cuánto estamos dispuestos a entregarle a Él, incluso cuando no tenemos nada. No se trata de jactarnos de nuestros "frutos"; se trata de dejar que Dios, no nosotros, juzgue si son buenos.

Te invito a mirar tu vida y tu iglesia. ¿Dónde está tu confianza? ¿En las bendiciones materiales que te hacen sentir aprobado? ¿O en Cristo, que dio todo por ti? Escudriña las Escrituras, confronta tu corazón, y deja que Dios te muestre la verdad. Porque al final, no son las riquezas las que nos llevan al cielo; es el Rey que se hizo pobre para hacernos ricos en Él (2 Corintios 8:9).

Que nuestro dar, nuestra fe y nuestra enseñanza sean un eco de Su evangelio, no de los fariseos.







Génesis 50:20 - ¿Nacidos para Cambiar el Mundo?

foto realista de una persona americana mirando a las estrellas, soñando, pensando, anhelando conseguir sus sueños. 16:9



Lecciones de José y el Propósito Redentor de Dios.


En un mundo donde los sueños a menudo se ven como meras fantasías, la Palabra de Dios nos recuerda que un sueño alineado con Su voluntad no solo es posible, sino que puede transformar vidas y naciones. Hace poco, mi esposa compartió conmigo un texto inspirador titulado Con un sueño, basado en un libro de nuestro mentor en liderazgo que lleva un título poderoso: Cambie su mundo, todos pueden marcar una diferencia sin importar donde estén. Desde las primeras líneas, una frase capturó mi atención: “Soñar es gratis, pero el viaje no”. Esta verdad resonó profundamente en mi corazón y me llevó a reflexionar sobre una pregunta clave:

¿Es bíblico decir que estamos nacidos para cambiar el mundo?

A través de la vida de José en Génesis y las verdades eternas de la Escritura, exploremos cómo los sueños que Dios pone en nosotros, junto con el viaje que implica cumplirlos, forman parte de Su propósito redentor para nuestras vidas.
 

Soñar es Gratis, pero el Viaje No: La Historia de José

 
La frase “soñar es gratis, pero el viaje no” tiene una profundidad que se alinea perfectamente con la vida de José, un joven soñador descrito en Génesis 37 al 50.

En Génesis 37:5-11, José recibe visiones de grandeza: sus hermanos y padres inclinándose ante él. Sin embargo, lo que sigue no es un camino de gloria inmediata, sino un viaje lleno de adversidad. Es vendido como esclavo por sus propios hermanos, acusado falsamente por la esposa de Potifar, y encarcelado injustamente (Génesis 39-40).

¿Dónde estaba el sueño en esos momentos oscuros? La respuesta está en la soberanía de Dios: cada paso del “viaje” de José lo estaba preparando para cumplir el propósito que Dios había diseñado. Como dice Isaías 55:8-9:

“Porque mis pensamientos no son los de ustedes, ni sus caminos son los míos —afirma el Señor—. Mis caminos y mis pensamientos son más altos que los de ustedes; ¡más altos que los cielos sobre la tierra!”

José no entendió de inmediato el propósito de su sufrimiento, pero confió en que Dios estaba obrando, incluso en las circunstancias más dolorosas.
¿Nacidos para Cambiar el Mundo? 
 

Una Perspectiva Bíblica

 
Esto nos lleva a una pregunta fundamental: ¿Es bíblico decir que hemos nacido para cambiar el mundo? La respuesta, desde una perspectiva reformada, es un sí matizado.

La Biblia enseña que cada persona ha sido creada a imagen de Dios (Génesis 1:26-27) y que Él tiene un propósito específico para cada uno de nosotros. Efesios 2:10 declara:

“Porque somos hechura de Dios, creados en Cristo Jesús para buenas obras, las cuales Dios dispuso de antemano para que las hiciéramos.”

Esto implica que nuestra vida tiene un propósito que puede glorificar a Dios y bendecir a otros, lo cual puede entenderse como un “cambio” en el mundo, ya sea en nuestra esfera inmediata (familia, comunidad) o en un alcance mayor, según el plan de Dios.

Jesús mismo nos llama a ser luz del mundo y sal de la tierra (Mateo 5:13-16), y nos da la Gran Comisión de hacer discípulos de todas las naciones (Mateo 28:19-20). Esto significa que, como cristianos, estamos llamados a influir en el mundo llevando el evangelio, que es el poder de Dios para salvación (Romanos 1:16). Cambiar el mundo, desde esta perspectiva, no se trata de buscar fama o poder humano, sino de participar en la obra redentora de Dios al traer Su reino a la tierra a través de nuestras vidas. Sin embargo, debemos tener cuidado de no interpretar esta idea desde una visión humanista o centrada en el ego, como si todos estuviéramos destinados a tener un impacto global visible. La Biblia nos llama a la humildad y a la fidelidad en lo que Dios nos ha encomendado, ya sea grande o pequeño a los ojos humanos (1 Corintios 10:31).
 

Lecciones del Viaje de José: Fe, Carácter y Servicio

 
La vida de José nos ofrece principios bíblicos claros sobre cómo vivir los sueños que Dios pone en nuestro corazón y cómo estos sueños pueden tener un impacto transformador. El texto original menciona varias lecciones que podemos extraer de su historia, y cada una está profundamente arraigada en la Escritura:
 
No perder la fe nos dará esperanza: En Génesis 39:2, se nos dice repetidamente que “el Señor estaba con José”. A pesar de ser esclavo y prisionero, José no dudó de la presencia de Dios. Hebreos 11:1 define la fe como “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. José vivió con esa certeza, y nosotros también estamos llamados a hacerlo.
 
Seguir los valores fortalece el carácter: Cuando la esposa de Potifar intentó seducir a José, él respondió: “¿Cómo podría yo hacer algo tan malo y pecar contra Dios?” (Génesis 39:9). Su integridad no solo lo preservó, sino que lo preparó para liderar con autoridad moral en el futuro. Romanos 5:3-4 nos recuerda que el sufrimiento produce perseverancia, la perseverancia carácter, y el carácter esperanza.
 
Estar dispuestos a servir nos hará visibles: José no se quejó de su situación; en cambio, sirvió fielmente, primero en la casa de Potifar y luego en la prisión (Génesis 39:4, 40:4). Su disposición a servir lo llevó a ser notado y, finalmente, a ser elevado a una posición de influencia. Jesús mismo dijo: “El que quiera ser el primero, debe ser esclavo de todos” (Marcos 10:44).
 
Perdonar nos hará libres: Uno de los momentos más poderosos de la vida de José ocurre en Génesis 45, cuando perdona a sus hermanos y declara: “Ustedes planearon hacerme mal, pero Dios lo cambió en bien” (Génesis 50:20). El perdón no solo liberó a José de la amargura, sino que también restauró su familia. Como cristianos, estamos llamados a perdonar como Cristo nos perdonó (Efesios 4:32).
 

Eres un Sueño de Dios: El Precio Pagado por Ti

 
El texto original concluye con un recordatorio poderoso: “Eres un sueño de Dios, y Él pagó el precio por ti”. Esto nos lleva al corazón del evangelio. En Juan 3:16, leemos que Dios amó tanto al mundo que dio a Su Hijo unigénito para que todo aquel que en Él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. Si Dios pagó el precio supremo por nosotros, ¿cómo no vamos a vivir para Él? Los sueños que Dios pone en nuestros corazones no son accidentales. Como dice el texto, “Dios cuando permite un sueño en nuestras vidas, es porque dentro de nosotros están los recursos para trabajarlo”. Esto se alinea con Efesios 2:10: hemos sido creados para buenas obras que Dios dispuso de antemano.

José no buscaba cambiar el mundo por ambición propia, pero su obediencia y fidelidad a Dios lo llevaron a una posición donde salvó a su familia y a una nación del hambre. De manera similar, personajes como Moisés, que liberó a Israel, o Pablo, que llevó el evangelio a gran parte del mundo conocido, muestran que Dios puede usar a personas comunes para cumplir propósitos extraordinarios que impactan al mundo, siempre dentro de Su plan soberano.
 

Una Invitación a Perseverar en el Viaje

 
La vida de José nos enseña que los sueños de Dios siempre tienen un propósito mayor. Su historia no termina en la esclavitud ni en la prisión, sino en Génesis 50, donde se convierte en el segundo al mando de Egipto, salva a su familia y a toda una nación del hambre, y declara que lo que sus hermanos intentaron para mal, Dios lo usó para bien. Del mismo modo, los sueños que Dios ha puesto en tu corazón pueden cambiar tu mundo, si estás dispuesto a pagar el precio del viaje.

Así que te invito a reflexionar: ¿Cuál es tu sueño? ¿Estás estancado por las circunstancias, o estás dispuesto a confiar en que Dios usará cada paso para cumplir Su propósito en ti? Como dice Filipenses 1:6, “Estoy convencido de que el que comenzó tan buena obra en ustedes la irá perfeccionando hasta el día de Cristo Jesús”. No todos cambiaremos el mundo como lo hicieron José o Pablo, pero todos estamos llamados a ser instrumentos de Dios donde Él nos coloque, participando en Su obra redentora. Persevera, porque tu sueño, en las manos de Dios, puede transformar vidas para Su gloria.

¡Que tengas un bendecido día en el Señor!

Job 1:21 - ¿En mi boca hay un Milagro?




una mujer americana, hablando, declarando, decretando, con fervor, emocion, y pasion.

Desenmascarando la Falsa Doctrina de la Confesión Positiva


Imagina por un momento que estás en un culto lleno de energía, con luces brillantes y una multitud expectante. El predicador sube al escenario, micrófono en mano, y proclama con voz resonante:

"¡En tu boca hay un milagro! Declara lo que quieres, visualízalo con fe, y Dios lo hará realidad".



La gente estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros repiten frases como "Voy a ser sano", "Voy a ser rico", "Voy a triunfar". Es un mensaje embriagador, uno que te pone en el centro del universo, como si tus palabras tuvieran el poder de moldear la realidad. Salud, riqueza, felicidad, éxito —todo al alcance de tu lengua, si tan solo crees lo suficiente y hablas con autoridad. "Tú naciste para ganar", te dicen. "Dios quiere que vivas en abundancia. Solo tienes que pedirlo". Suena irresistible, ¿verdad? Pero mientras el eco de esas palabras resuena, una pregunta se cuela en el silencio de tu corazón:

¿Es esto realmente lo que la Biblia enseña? ¿O estamos frente a una mentira vestida de piedad?


Esta idea —"en mi boca hay un milagro"— ha ganado terreno en ciertos círculos del cristianismo moderno, impulsada por una doctrina conocida como la "confesión positiva" o el "pensamiento positivo". Sus proponentes aseguran que los seres humanos tenemos un poder inherente para cambiar nuestras vidas, que nuestras palabras, cargadas de fe, pueden crear milagros. "Cree, visualiza y dilo en voz alta", insisten. "Las palabras tienen poder para dar vida a tus sueños". Algunos van más lejos, como ese predicador famoso que declara:

"En mi boca está el poder de la vida y de la muerte. Hablaré palabras de vida y no de muerte, de salud y no de enfermedad, de riqueza y no de pobreza, de bendición y no de maldición, porque en mi boca ¡hay un milagro!"


La lista de deseos es predecible: prosperidad material, salud perfecta, éxito terrenal, la realización de cada anhelo personal. Y todo, según ellos, depende de ti: de tu capacidad para imaginarlo y declararlo.

Pero detengámonos aquí y dejemos que la Palabra de Dios hable. Cuando Isaías, el profeta, tuvo una visión del Señor sentado en Su trono, rodeado de serafines que proclamaban Su santidad, su reacción no fue de autoconfianza ni de declaraciones triunfales. Clamó:

"¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (Isaías 6:5).



Frente a la majestad de Dios, Isaías no vio poder en su boca; vio su propia ruina. Sus labios no eran una fuente de milagros, sino un reflejo de su pecado, de su indignidad. Solo cuando un serafín tocó su boca con un carbón encendido del altar, diciendo "tu iniquidad es quitada y tu pecado purgado" (v. 7), pudo Isaías responder al llamado de Dios. El milagro no estaba en él; estaba en Jehová, el único con poder para limpiar, transformar y obrar.



¿De dónde viene esta enseñanza que pone el milagro en nuestra boca?


No de la Biblia, sino de una fuente mucho más oscura. Mira a Jesús en el desierto, después de cuarenta días de ayuno, hambriento y agotado. Satanás se acercó con una tentación disfrazada de lógica:

"Si en verdad eres el Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan" (Mateo 4:3).



¿Qué estaba ofreciendo? Satisfacción inmediata, un milagro a la medida de la necesidad física de Jesús. "Habla, usa tu poder, sacia tu hambre", parecía decir. Luego lo llevó al pináculo del templo:

"Tírate abajo, pues la Biblia dice: ‘Dios mandará a sus ángeles para que te cuiden’" (v. 6).



Aquí, la tentación era la gloria personal: "Haz algo espectacular, que todos te vean, que te aclamen como campeón". Y finalmente, desde una montaña alta, le mostró los reinos del mundo:

"Todo esto te daré si postrado me adoras" (vv. 8-9).



Salud, fama, riqueza —todo al alcance, si Jesús se inclinaba ante el enemigo.



¿Te suena familiar? Es el mismo guion que la confesión positiva usa hoy: "Habla lo que quieres, visualiza tu grandeza, reclama tu abundancia". Pero Jesús no cedió. Respondió con la Escritura:

"No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (v. 4). "No tentarás al Señor tu Dios" (v. 7). "Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás" (v. 10).



En cada paso, rechazó el poder de sus propias palabras y afirmó la soberanía de Dios. Los milagros no estaban en Su boca como hombre; estaban en el Padre, cuya voluntad Él vino a cumplir. Si el Hijo de Dios no se atribuyó ese poder, ¿cómo podemos nosotros, pecadores caídos, reclamarlo?



Esta doctrina no es cristiana


Es una importación del mentalismo oriental, una filosofía pagana que exalta la mente humana y la voluntad propia por encima de la dependencia de Dios. Sus raíces no están en las Escrituras, sino en las tentaciones de Satanás, que siempre ha ofrecido lo mismo: satisfacer los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Salud, riqueza, éxito —esas son las promesas que el diablo agita frente a un mundo caído, y la confesión positiva las envuelve en un lenguaje religioso para hacerlas parecer nobles. "Dios quiere concederte los deseos de tu corazón", dicen, torciendo Salmo 37:4, que en realidad nos llama a deleitarnos en el Señor primero, para que nuestros deseos se alineen con Su voluntad, no con nuestros caprichos.



Y aquí está el engaño más astuto: “funciona”. Los defensores de esta enseñanza lo proclaman con orgullo: "Sé que es verdad porque funciona para mí y mi familia". Pero ¿es eso una prueba de su veracidad? Satanás también "funciona". Cuando tentó a Eva en el Edén, le ofreció conocimiento y poder: "Seréis como Dios" (Génesis 3:5). Y en cierto modo, ella obtuvo lo que él prometió —abrió los ojos—, pero a un costo devastador: la muerte espiritual y la separación de Dios. Que algo "funcione" no lo hace verdadero ni santo.



Las tentaciones de Satanás prosperan porque apelan a lo que el corazón caído ya desea: egoísmo, orgullo, control. La confesión positiva toma esos deseos corruptos y los disfraza de fe, haciendo que la gente se sienta espiritual mientras persigue lo que el mundo siempre ha anhelado.

Mira lo que dice la Biblia sobre el poder humano. En Éxodo 4:11, Dios le pregunta a Moisés:

“¿Quién dio la boca al hombre? ¿O quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová?”.

El poder no está en nosotros; está en Él. Romanos 11:36 lo deja claro:

"Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas".



Dios es soberano sobre cada circunstancia, cada bendición, cada prueba. Él decide si prosperamos o si enfrentamos escasez, no porque declaremos algo con nuestra boca, sino porque Su propósito perfecto se cumple en nuestras vidas. Job lo entendió bien:

"Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1:21).



¿Dónde está el milagro en la boca de Job? No lo había. Su esperanza estaba en el Dios que controla todo, no en sus palabras.



¿Por qué esta doctrina seduce a tantos?


Porque odia al verdadero Dios. Sí, lo digo con toda seriedad: quienes predican la confesión positiva temen y rechazan al Dios soberano, santo y omnisciente de la Biblia. Ese Dios —el que conoce cada cabello de tu cabeza (Mateo 10:30), el que ordena los tiempos y las estaciones (Daniel 2:21), el que obra todas las cosas según el designio de Su voluntad (Efesios 1:11)— les aterra. Porque un Dios así no puede ser manipulado por nuestras declaraciones ni reducido a un genio que cumple deseos. Él no existe para darnos salud y riqueza a nuestro antojo; existe para ser adorado, y nosotros existimos para Su gloria. Pero en lugar de mostrar a este Dios, los predicadores de la confesión positiva erigen un ídolo a su medida: un dios débil, dependiente de nuestras palabras, un títere de nuestras ambiciones.



Piensa en lo que esto significa para el evangelio.


El verdadero evangelio no nos exalta; nos humilla. Nos dice que somos pecadores, muertos en delitos y pecados (Efesios 2:1), incapaces de salvarnos o de crear nada bueno por nosotros mismos. Nos señala a Cristo, quien cargó nuestro castigo, venció la muerte y nos dio vida eterna por Su gracia, no por nuestras declaraciones (Efesios 2:8-9). Ese evangelio no promete abundancia terrenal como meta; promete a Cristo mismo, y con Él, la esperanza de un reino eterno donde no habrá más lágrimas (Apocalipsis 21:4). En cambio, la confesión positiva nos hace dioses pequeños, (como dijo uno de los mayores estafadores de la fe de estos tiempos, “Somos Jehová Junior”) nos enseña a buscar las cosas del mundo que pasan —"los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida" (1 Juan 2:16)— y nos aleja del Dios que permanece para siempre.

Y aquí está el peligro final: este evangelio falso tiene consecuencias eternas. Pablo lo advirtió sin rodeos en Gálatas 1:8-9:

"Pero si aún nosotros, o un ángel del cielo, les anuncia otro evangelio diferente del que les hemos anunciado, quede bajo maldición. Como antes lo hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno les predica un evangelio diferente del que han recibido, quede bajo maldición."



No hay términos medios. Predicar que el poder está en nuestra boca, que podemos declarar milagros y exigir bendiciones, es un evangelio diferente, una mentira satánica que lleva a la perdición a quienes la creen y a quienes la enseñan. La recompensa de este engaño no es la abundancia que prometen, sino la maldición que la Palabra asegura.



Entonces, ¿en mi boca hay un milagro? No. En mi boca hay pecado, como en la de Isaías, hasta que Dios la purifica. El poder no está en mí; está en Jehová, el Rey soberano que hace lo que quiere, cuando quiere, para Su gloria y nuestro bien. Si anhelas salud, riqueza o éxito, no mires a tus palabras; mira a Cristo. Si buscas un milagro, no lo declares con arrogancia; pídelo con humildad al único que puede obrarlo.

Y si has sido seducido por esta doctrina, te suplico: abre tu Biblia. Lee Mateo 4 y ve cómo Jesús venció la tentación. Lee 1 Juan 2 y recuerda que ama el mundo. Lee Romanos 11 y póstrate ante la soberanía de Dios.

Que el Espíritu Santo te libre de este ídolo y te guíe al verdadero Salvador, porque en Él, no en tu boca, está el milagro que realmente necesitas: la vida eterna.








Oseas 4:6 - Analfabetismo Bíblico.


 

"Mi pueblo fue destruido, porque le faltó conocimiento. Por cuanto desechaste el conocimiento, yo te echaré del sacerdocio; y porque olvidaste la ley de tu Dios, también yo me olvidaré de tus hijos."

Oseas 4:6

La Tragedia de una Generación Desconectada

Hace algunos años, un pastor de Nueva Inglaterra compartió una historia que, de no ser tan triste, podría sacarnos una carcajada.

Un maestro de secundaria, en una de las mejores escuelas del país, decidió darles a sus estudiantes una prueba sobre la Biblia antes de comenzar un curso titulado La Biblia como Literatura. No era una evaluación teológica complicada, sino una simple exploración de conocimientos básicos. Las respuestas que recibió fueron, por decir lo menos, desconcertantes. Algunos estudiantes escribieron que Sodoma y Gomorra eran amantes apasionados.

Otros afirmaron que Jezabel era el asno de Acab. Hubo quienes situaron a los cuatro jinetes del Apocalipsis galopando por la Acrópolis, y uno aseguró que los evangelios fueron escritos por Mateo, Marcos, Lutero y Juan. Eva, según otro, salió de una manzana, y Jesús fue bautizado por Moisés. Pero la joya de la corona vino de un estudiante destacado, parte del 5% superior de su clase, quien, ante la pregunta "¿Qué fue el Gólgota?", respondió con seguridad: "Gólgota fue el nombre del gigante que mató al apóstol David".

Si lees esto con una sonrisa, te entiendo; hay un toque de humor en la absurdity de esas respuestas. Pero si miras más allá, el panorama se torna sombrío. ¿Cómo es posible que en una nación llena de iglesias, con Biblias en cada estante y versiones para todos los gustos —tapa dura, rústica, de lujo, con letra grande o en formato digital—, la ignorancia sobre la Palabra de Dios sea tan profunda? No estamos hablando de un grupo aislado o de una generación sin acceso; estos eran estudiantes de una escuela prestigiosa, en un país donde la Biblia ha sido un pilar cultural durante siglos. Y sin embargo, su desconocimiento es abismal. Es como si la Palabra escrita de Dios, ese tesoro vivo y transformador, se hubiera convertido en un libro extraño, un relato olvidado que apenas resuena en la mente de las nuevas generaciones.

Piensa en la ironía.

Vivimos en una era de avances tecnológicos y científicos sin precedentes. Podemos enviar sondas al espacio, descifrar el genoma humano y conectar el mundo con un clic. Pero cuando se trata del conocimiento básico de la Biblia —el libro que ha moldeado la historia, la moral y la fe de millones—estamos en una oscuridad que recuerda a los días medievales.

En aquella época, las Escrituras estaban encadenadas al púlpito, escritas en latín, un idioma que solo el clero entendía, dejando al pueblo en una ignorancia forzada. Hoy, las cadenas se han roto; la Biblia está al alcance de todos, traducida a cientos de idiomas, disponible en nuestras manos con un simple toque en la pantalla. Y aun así, el analfabetismo bíblico persiste. La diferencia es desgarradora: antes era impuesto; ahora es voluntario. Ahí radica la tragedia más profunda.

 

¿Quién tiene la culpa de este desastre?

Es una pregunta que todos nos hacemos, y las respuestas suelen señalar en varias direcciones. Algunos apuntan a los seminarios teológicos, y no sin razón. Hay instituciones donde las verdades fundamentales —la deidad de Cristo, Su muerte sustitutiva, Su segunda venida— se han diluido en favor de interpretaciones modernas o escepticismo académico. Profesores que alguna vez fueron guardianes de la fe ahora cuestionan las bases mismas de la Escritura, dejando a los futuros pastores sin un ancla sólida. Pero no todos los seminarios han cedido; hay lugares donde la Palabra sigue siendo enseñada con fidelidad, y por eso damos gracias a Dios. Sin embargo, el problema va más allá de las aulas de formación.

Otros dirigen su mirada a los púlpitos, y aquí también hay verdad. Una predicación débil puede hacer un daño inmenso. Como alguien dijo una vez:

"Un poco de bruma en el púlpito causa invariablemente una neblina en la congregación".

Demasiados predicadores han abandonado la sustancia por el estilo, sirviendo sermones llenos de especias pero sin proteína —historias conmovedoras, frases motivacionales, promesas de prosperidad—, mientras la exposición clara de la Escritura queda relegada al olvido. El resultado es una iglesia que se emociona los domingos pero no sabe distinguir entre Gólgota y un cuento de gigantes. Los pastores tienen una responsabilidad sagrada: proclamar toda la Palabra de Dios, guiar a las ovejas hacia la reconciliación con Él, no entretenerlas con un evangelio light que deja sus almas hambrientas.

Y luego está el mundo, ese sistema ruidoso y persuasivo que nos rodea. Nos bombardea con la idea de que creer en la Biblia es un acto de fanatismo, un suicidio intelectual que no tiene lugar en una sociedad "ilustrada". "Si abrazas esas verdades antiguas", nos dicen, "te estás condenando a la irrelevancia". Pero quienes entierran la Biblia con esos argumentos no ofrecen nada en su lugar más que un vacío frío, una tumba sin esperanza.

Frente a sus acusaciones, la Palabra sigue siendo "viva y eficaz" (Hebreos 4:12), capaz de transformar vidas donde la sabiduría humana fracasa. El mundo puede burlarse, pero no puede reemplazar lo que solo Dios ha revelado.

Sin embargo, por más que señalemos a seminarios, púlpitos o la cultura, la verdad más incómoda nos mira desde el espejo. El analfabetismo bíblico, al final, es una elección personal. No vivimos en una época donde nos prohíban leer la Biblia; vivimos en una donde la dejamos juntar polvo en el estante. Tenemos acceso sin precedentes a la Palabra —versiones, estudios, aplicaciones—, pero elegimos llenar nuestro tiempo con pantallas, redes sociales y entretenimiento. Pasamos horas descifrando teorías científicas o dominando habilidades técnicas, pero no dedicamos ni un momento a conocer al Dios que nos creó. Es una decisión que hemos tomado, generación tras generación, y el resultado es una herencia de ignorancia que pesa como una losa sobre la iglesia.

 

Pero no todo está perdido.

Si el analfabetismo bíblico es una elección, también lo es el cambio. No necesitas un título teológico ni un púlpito para revertir esta tendencia; necesitas un corazón dispuesto y una Biblia en tus manos. Abrela. Lee Génesis y maravíllate con el poder del Creador. Sumérgete en los evangelios y conoce al Salvador que dio Su vida por ti. Explora las epístolas y descubre cómo vivir para Él. No dejes que las respuestas absurdas de esos estudiantes sean tu historia. Sodoma y Gomorra no fueron amantes; fueron ciudades juzgadas por su pecado. Jezabel no fue un asno, sino una reina rebelde. Gólgota no fue un gigante, sino el lugar donde Jesús cargó tu culpa. Estas verdades no son solo datos curiosos; son el fundamento de nuestra fe, la luz que guía nuestro camino.

La iglesia no puede seguir adelante con una generación que no conoce su Biblia. No podemos proclamar a Cristo si no sabemos quién es ni qué dijo. No podemos resistir las mentiras del mundo si no tenemos la verdad grabada en nuestros corazones. Esto no es tarea de alguien más —del pastor, del profesor, del líder—; es tu responsabilidad, y mía. Toma acción hoy. Haz que la Palabra sea parte de tu vida, no un adorno en tu estantería.

Porque en un mundo lleno de iglesias y vacío de conocimiento bíblico, el cambio comienza contigo.

e serví como pastor 

La verdadera Enseñanza de Malaquías 3:10.




Una biblia abierta sobre una mesa enseñando el versiculo malaquias 3:!0


Más Allá de la Prosperidad


Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan:

“Traigan todo el diezmo al alfolí, para que haya alimento en Mi casa; y pónganme ahora a prueba en esto –dice el Señor de los ejércitos– si no les abro las ventanas de los cielos, y derramo para ustedes bendición hasta que sobreabunde. Por ustedes reprenderé al devorador…” (Malaquías 3:10-11).

Si has estado en un culto donde se habla de ofrendas, es probable que hayas escuchado esto como una promesa irresistible:

"Diezma, y Dios te hará prosperar. Ofrenda, y Él detendrá todo lo que amenaza tu economía".

Es un mensaje que suena a buena inversión: das un poco, y recibes mucho más. Pero, ¿es eso realmente lo que Malaquías estaba enseñando? ¿O hemos torcido un pasaje antiguo para que encaje en nuestras ambiciones modernas?

Imagina por un momento el escenario en que estas palabras fueron escritas. Estamos en Judá, unos cuatrocientos años antes de que Jesús naciera. El pueblo judío había regresado de su exilio en Babilonia, un castigo de setenta años por su idolatría y desobediencia. Dios había usado a hombres como Esdras, Hageo y Zacarías para reavivar la esperanza, para reconstruir el templo y restaurar la identidad de Israel como nación de Dios. Pero para cuando Malaquías toma la pluma, algo ha cambiado. La chispa inicial se ha apagado. El fervor se ha convertido en apatía, la obediencia en mediocridad. Los sacerdotes ofrecen sacrificios defectuosos, el pueblo se casa con extranjeros paganos, y los diezmos —esos recursos que sostenían el templo y a los levitas— han dejado de llegar. Es un tiempo de crisis espiritual, y Malaquías llega como la voz de Dios para confrontar a una nación que ha olvidado su pacto.

Ahora, retrocedamos un poco más. En Deuteronomio 28, Dios había dejado claro cómo funcionaba Su relación con Israel bajo la ley mosaica: obediencia traería bendiciones específicas —cosechas abundantes, paz en la tierra, prosperidad nacional—, mientras que la desobediencia traería maldiciones concretas —sequías, plagas, derrota ante los enemigos—.

Israel no era solo un pueblo; era una teocracia, una nación gobernada directamente por Dios a través de Su ley. Los diezmos no eran una ofrenda voluntaria como la entendemos hoy; eran un mandato, una contribución obligatoria para mantener el culto en el templo y sustentar a los sacerdotes y levitas que dependían de ellos para comer. Cuando Malaquías dice en el versículo 9,

“Malditos sois con maldición, porque vosotros, la nación toda, me habéis robado”,

no está hablando de individuos que olvidaron dar el 10% de su sueldo; está señalando una desobediencia colectiva que ha puesto a toda la nación bajo el juicio de Dios.

En este contexto, “abriré las ventanas de los cielos” no es una metáfora vaga de riqueza ilimitada. Es una imagen de lluvia —literal y figurativa— que asegura buenas cosechas, algo vital para una sociedad agraria como la de Israel. Y “reprenderé al devorador” no se refiere a un ángel guardián que protege tu cuenta bancaria; habla de detener las plagas de langostas o las sequías que arruinaban los cultivos, formas de juicio que Dios enviaba bajo el pacto mosaico, como vemos en el libro de Joel. Cuando el pueblo retenía los diezmos, el templo se quedaba sin alimento, los levitas sin sustento, y la nación entera sufría las consecuencias de romper su compromiso con Dios. Pero si se arrepentían y obedecían, Dios prometía restaurar la bendición pactada. Es lo mismo que vemos en Hageo: cuando el pueblo dejó de construir el templo para enfocarse en sus propios hogares, las cosechas fallaron; cuando volvieron a priorizar a Dios, las bendiciones regresaron.

Entonces, ¿qué pasó con este pasaje? ¿Cómo llegamos de una reprensión a una nación teocrática desobediente a un eslogan de prosperidad personal? La respuesta está en el evangelio de la prosperidad, una teología que ha tomado Malaquías 3:10 y lo ha convertido en una herramienta para motivar —o manipular— a las personas.

"Diezma, y Dios te hará rico", dicen. "Ofrenda, y Él multiplicará tus finanzas".



Es una distorsión que odia el corazón del evangelio verdadero. En lugar de glorificar a Dios, este mensaje utiliza a Dios como un medio para nuestros fines egoístas. Pinta un cuadro donde el dar se convierte en una transacción:

yo te doy algo, Señor, y Tú me das más a cambio.

Y si no recibes la bendición prometida, la culpa es tuya: no tuviste suficiente fe, no diste lo suficiente. Es una mentira que ha alejado a muchos del evangelio auténtico, dejándolos resentidos cuando las promesas vacías no se cumplen.

Pero detengámonos aquí y seamos honestos: no vivimos en el Israel de Malaquías. No somos una teocracia bajo la ley mosaica. Las promesas de Deuteronomio 28 y las advertencias de Malaquías 3 fueron dadas a un pueblo específico en un tiempo específico, bajo un pacto que Jesús cumplió y transformó con Su sangre (Hebreos 8:13). El Nuevo Testamento no nos manda a diezmar como lo hacía la ley; en cambio, nos llama a ofrendar según hayamos prosperado y según lo que decidamos en nuestro corazón (1 Corintios 16:2; 2 Corintios 9:7). El 10% puede ser una guía útil —como lo es el descanso del sábado—, pero no es un mandato ni un límite. Para algunos, dar el 10% es solo el comienzo; para otros, en tiempos de escasez, podría ser menos. Lo que importa no es la cantidad, sino la actitud: un corazón alegre, generoso y confiado en Dios.

Y aquí está la diferencia más profunda: la motivación.


En el evangelio de la prosperidad, damos para recibir. En el evangelio de Cristo, damos porque ya hemos recibido. Jesús se dio a Sí mismo por nosotros, cargó nuestro pecado, nos rescató de la condenación y nos dio vida eterna. ¿Qué mayor motivación necesitamos? Cuando ofrendamos, no estamos negociando con Dios; estamos respondiendo con gratitud a Su gracia inmerecida. Estamos diciendo: "Todo lo que tengo es Tuyo, Señor, porque Tú me diste todo". Dar se convierte en un acto de adoración, una expresión de confianza en que Él es nuestro proveedor, no en que nosotros podemos manipularlo con nuestras ofrendas. Como dijo Agustín: "No es lo que posee el hombre lo que realmente importa, tanto como lo que posee al hombre". Nuestra disposición a dar revela si el dinero es nuestro amo o nuestro siervo, si nuestro corazón está puesto en las cosas de este mundo o en las de arriba.

¿Qué hacemos con Malaquías 3:10 hoy?


No lo tiremos por la ventana; es Palabra de Dios y tiene mucho que enseñarnos. Nos muestra la seriedad de la obediencia, la realidad del juicio divino y la fidelidad de Dios para bendecir a los Suyos.

Pero no lo saquemos de su contexto para convertirlo en una fórmula mágica de prosperidad. En lugar de usarlo para prometer riquezas a individuos, podemos aprender de él como iglesia: ¿Estamos siendo fieles con lo que Dios nos ha confiado? ¿Estamos apoyando la obra del evangelio con generosidad? ¿O estamos reteniendo para nosotros mismos lo que pertenece al servicio de Su reino?

Si alguna vez te han enseñado que diezmar es una inversión para tu cuenta bancaria, te invito a mirar más allá. El evangelio no se trata de lo que podemos sacarle a Dios; se trata de lo que Él ya nos dio en Cristo. No necesitamos torcer Malaquías para encontrar bendiciones, porque la mayor bendición ya es nuestra: la salvación por gracia mediante la fe. Que nuestro dar refleje esa verdad, no un ansia por más cosas, sino un amor por Aquel que lo dio todo. Y que, al compartir esta enseñanza con otros, corrijamos las falsas percepciones y proclamemos el evangelio que exalta a Cristo, no al hombre.


1 Corintios 2:2 - Buscando maestros que nos digan lo que queremos oír.


 
 

Imagen de Una mujer rubia con traje, de perfil a la cámara, señalando con el dedo a su oreja, la oreja de la mujer debe estar goteando miel, un hombre hablando en su oído, la imagen debe tener una proporción de 16:9.

La Verdad Completa que Jesús Proclamó


Era un sábado cualquiera en Nazaret, y la sinagoga estaba llena de rostros familiares. Jesús, el hijo del carpintero, había regresado a su pueblo natal después de un tiempo fuera, y los rumores sobre Él corrían como el viento.

Se decía que enseñaba con autoridad, que sanaba enfermos, que hablaba como nadie antes lo había hecho. Cuando se levantó para leer, todos los ojos estaban puestos en Él. Le entregaron el rollo de Isaías, y con voz firme leyó:

"El Espíritu de Dios está sobre mí, porque me eligió y me envió para dar buenas noticias a los pobres, para anunciar libertad a los prisioneros, para devolverles la vista a los ciegos, para rescatar a los que son maltratados y para anunciar a todos que: ‘¡Éste es el tiempo que Dios eligió para darnos salvación!’" (Lucas 4:18-19).

Luego, sentándose, añadió:

"Hoy se ha cumplido ante ustedes esto que he leído" (v. 21).

La reacción fue inmediata. Los presentes se maravillaron. Sus palabras eran agradables, llenas de esperanza, un bálsamo para el alma. ¿Quién no querría escuchar un mensaje así? Buenas noticias, libertad, salvación —todo lo que el corazón anhela. Si Jesús hubiera terminado ahí, probablemente lo habrían llevado en hombros como un héroe local.

Y hoy, más de dos mil años después, este fragmento sigue siendo el favorito de muchos predicadores.

Es fácil ver por qué: encaja perfectamente con un evangelio de prosperidad, uno que promete bendiciones sin fin, éxito terrenal y una vida de comodidad. "Jesús vino para hacerte próspero", dicen algunos, sacando estos versículos del contexto para pintar un cuadro de un Mesías que existe para cumplir nuestros sueños y metas personales. Pero Jesús no terminó ahí, y lo que dijo después cambió todo.

Sin pausa, continuó:

"Y aunque había en Israel muchas viudas, Dios no envió a Elías para ayudarlas a todas, sino solamente a una viuda del pueblo de Sarepta, cerca de la ciudad de Sidón. En ese tiempo, también había en Israel muchas personas enfermas de lepra, pero Eliseo sanó solamente a Naamán, que era del país de Siria" (Lucas 4:26-27).

De pronto, el aire se tensó.

¿Qué estaba diciendo? ¿Que las bendiciones de Dios no eran para todos, incluso entre Su propio pueblo? ¿Que no bastaba con ser de Israel para recibirlas?

La multitud pasó del asombro al enojo en un instante. Lo sacaron de la sinagoga, lo arrastraron a la cima de una colina y estuvieron a punto de arrojarlo por el precipicio (vv. 28-29). ¿Por qué?

Porque Jesús se atrevió a predicar la verdad completa, no solo la parte que querían oír.

Esta escena nos confronta con una realidad incómoda: todos amamos las buenas noticias, pero pocos toleran el mensaje entero. Nos encanta aplaudir cuando se habla de bendiciones, prosperidad y liberación. Ofrecemos con gusto, cantamos con fervor y agradecemos a Dios cuando el sermón nos asegura que todo lo bueno está a nuestro alcance. Pero cuando la predicación se vuelve un espejo que refleja nuestra condición, cuando nos dice que las bendiciones de Dios no son un cheque en blanco ni un derecho automático, cuando nos recuerda que Su voluntad está por encima de la nuestra, el entusiasmo se desvanece. De repente, el predicador ya no es un héroe, sino una amenaza.

Y en muchas iglesias hoy, los "pastores" han aprendido esta lección demasiado bien: si quieres mantener las bancas llenas y las ofrendas fluyendo, omite las partes difíciles. Quédate con las promesas dulces y evita el precipicio.

Pero Jesús no hizo eso. Él fue fiel a Su llamado, y Su evangelio no era solo un anuncio de bendiciones terrenales. Sí, Dios bendice —¡gloria a Él por eso!—, pero esas bendiciones no son un fin en sí mismas ni están garantizadas para todos solo por llevar el nombre de "cristiano". Jesús señaló a la viuda de Sarepta y a Naamán el sirio, dos extranjeros fuera del pueblo elegido, para mostrar que la gracia de Dios opera según Su soberanía, no según nuestras expectativas.

No todos en Israel recibieron el milagro, porque no todos lo buscaron con fe y humildad.

Este mensaje corta como espada: las bendiciones de Dios no se miden solo en prosperidad material, y mucho menos son un reflejo de nuestro mérito. A veces, lo que consideramos "adversidad" —pruebas, pérdidas, luchas— resulta ser la bendición más grande, porque nos acerca a Él.

El evangelio de prosperidad que llena megatemplos hoy prefiere ignorar esto. Nos dicen que Cristo murió para hacernos millonarios, para cumplir nuestras metas, para darnos una vida de "felicidad" sin complicaciones.

Pero, ¿dónde está eso en la cruz? Jesús no colgó de aquel madero para que persiguiéramos nuestros sueños egoístas; murió para reconciliarnos con un Dios santo, para librarnos del pecado y para establecer Su reino, no el nuestro. Su mensaje no era sobre nuestra comodidad, sino sobre la voluntad del Padre.

"No se haga mi voluntad, sino la tuya", oró en Getsemaní (Lucas 22:42).

¿Cuántos predicadores modernos se atreven a decirnos que nuestros planes y ambiciones son lo que menos le importa a Dios si no están alineados con Su propósito?

Esta verdad no vende libros ni llena estadios. No es interesante para una cultura obsesionada con el éxito personal. Por eso tantos optan por un evangelio a medias, uno que nos dice lo que queremos oír: que somos el centro, que Dios está a nuestro servicio, que todo será color de rosa. Jesús, en cambio, predicó el mensaje completo: un evangelio de arrepentimiento, de confrontación con el pecado, de advertencia a los perdidos y de rendición total a Dios. No temió el rechazo ni el precipicio. Su evangelio no era solo buenas noticias de liberación; era el anuncio del reino de Dios, un gobierno mundial que no estará en manos de hombres egoístas, sino en las manos del Dios viviente y todopoderoso.

Cuando el Mesías regrese —y ese día se acerca—, traerá consigo la paz verdadera, la alegría eterna, la prosperidad que no se marchita. No será un reino de riqueza pasajera ni de sueños humanos cumplidos, sino un mundo transformado donde la voluntad de Dios reinará por siempre. Ese es el evangelio que Jesús proclamó desde el principio: no un evangelio centrado en nosotros, sino en Él. Y si queremos ser fieles a ese mensaje, debemos predicarlo entero, aunque nos cueste. Como dijo Thomas Wilson:

"Pretender predicar la Verdad sin ofender al hombre carnal, es pretender ser capaz de hacer algo que Jesucristo no pudo."

Entonces, ¿qué estamos buscando? ¿Maestros que nos digan lo que queremos oír, que nos acaricien el ego y nos prometan un paraíso terrenal?

¿O predicadores que, como Jesús, nos den todo el consejo de Dios, aunque duela, aunque nos saque de nuestra zona de confort, aunque nos lleve al borde del precipicio? La escena en Nazaret nos desafía a examinar nuestras prioridades. Si solo aplaudimos las bendiciones y rechazamos las advertencias, somos como aquella multitud que pasó del asombro a la furia en un instante. Pero si anhelamos la verdad —toda la verdad—, entonces debemos estar dispuestos a escuchar lo que no nos gusta, a rendir nuestros deseos y a abrazar el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo.

Mi oración es que no nos conformemos con medias verdades ni con predicadores que temen perder su popularidad. Que busquemos la voz de Cristo en las Escrituras, que nos humillemos ante Su soberanía y que vivamos para Su reino, no para el nuestro. Porque al final, no se trata de lo que nosotros queremos oír, sino de lo que Él, en Su amor y justicia, ha decidido proclamar. Y esa verdad, aunque a veces nos sacuda, es la que nos lleva a la vida eterna.




Judas 3 - Advertencia contra la Mentira.

Un hombre en un pulpito, con una biblia en su mano, mintiendo, su nariz es larga, pinocho.


 


 El Llamado Urgente de Judas


Hay cartas en la Biblia que llegan como un trueno en una noche silenciosa, y la epístola de Judas es una de ellas. Escrita por Judas, hermano de Jesús y siervo humilde de Cristo, este breve pero poderoso mensaje no se anda con rodeos. Desde el primer versículo, Judas deja claro que su intención original era escribir sobre la belleza de la salvación que compartimos, pero algo lo detuvo. Una alarma sonó en su corazón, una urgencia que no podía ignorar. En lugar de palabras de consuelo, nos entrega un llamado apasionado:

"Amados hermanos… luchen y defiendan la enseñanza que Dios ha dado para siempre a su pueblo elegido" (Judas 3).


¿Por qué? Porque la mentira había entrado sigilosamente entre los creyentes, y su peligro era mortal.

Imagina por un momento la escena. Judas escribe a una iglesia que ama, a hermanos en la fe, pero su pluma tiembla con preocupación.

"Hay algunos que se han colado entre ustedes, y que los han engañado", advierte en el versículo 4.

No son extraños al acecho fuera de las murallas; son lobos disfrazados de ovejas, infiltrados en la misma comunidad de fe. Estos falsos maestros traen un mensaje seductor:

"Dios nos ama tanto que no nos castigará por lo que hacemos".

Es una mentira tan atractiva como peligrosa, una que acaricia el ego y adormece la conciencia. Pero Judas no está dispuesto a dejar que pase desapercibida. Sabe que la verdad de Dios no puede coexistir con tales engaños, y su advertencia resuena como un grito en el desierto:

¡despierten, iglesia, antes de que sea demasiado tarde!

Para que no pensemos que esto es mera exageración, Judas nos lleva de la mano a través de la historia. Mira al pueblo de Israel, dice en el versículo 5.

Dios los sacó de Egipto con mano poderosa, los libró de la esclavitud, pero cuando no creyeron en Él, los destruyó en el desierto. Luego señala a Sodoma y Gomorra (v. 7), ciudades que se entregaron a la inmoralidad desenfrenada y pagaron el precio con fuego eterno. Estos no son cuentos para asustar niños; son recordatorios solemnes de que Dios es santo y justo, y Su amor no anula Su juicio. Los falsos maestros de los que Judas habla siguen el mismo camino: con sus "locas ideas" dañan sus cuerpos, rechazan la autoridad divina e insultan a los seres celestiales (v. 8). Son rebeldes sin freno, y su destino está sellado.

Pero Judas no se queda en generalidades; pinta un retrato vívido de estos engañadores. Los compara con Caín, quien mató a su hermano por envidia; con Balaam, que vendió su don profético por dinero; y con Coré, cuya rebelión contra Moisés lo llevó a la muerte (v. 11). Son egoístas, codiciosos, insubordinados. Y lo peor: se sientan a la mesa con los creyentes en las "fiestas de amor" —esas reuniones sagradas donde la iglesia celebraba la Cena del Señor— y comen sin respeto alguno (v. 12).

Imagina la escena:
mientras los hermanos comparten el pan y el vino en memoria de Cristo, estos impostores se sirven a sí mismos, indiferentes a la santidad del momento. Judas los describe con imágenes poéticas pero devastadoras: "nubes sin agua" que prometen lluvia pero no dan nada, "árboles sin fruto" arrancados de raíz, doblemente muertos. Son líderes que solo cuidan de sí mismos, dejando a los demás sedientos y hambrientos.

Y no termina ahí. En el versículo 16, Judas desnuda sus corazones: se quejan de todo, critican sin cesar, persiguen sus deseos egoístas. Hablan con arrogancia, y cuando halagan a alguien, lo hacen solo para sacar provecho.


¿No te suena familiar? Es el mismo espíritu que vemos hoy en tantos púlpitos:


Mensajes que exaltan al hombre, que justifican el pecado, que diluyen la verdad para hacerla más digerible. Pero Judas no escribe para condenar a estos falsos maestros y luego seguir adelante; escribe para advertirnos, para que no caigamos en su engaño ni nos dejemos arrastrar por su mentira.

Entonces, ¿qué hacemos con esto? Judas no nos deja en la desesperación. Después de exponer el peligro, vuelve sus ojos a los creyentes y les da un camino claro.

"Pero ustedes, queridos hermanos", dice en el versículo 20, "sigan confiando siempre en Dios". No es una confianza vaga o sentimental; es una fe especial, arraigada en la verdad que Dios ha revelado. Nos anima a orar guiados por el Espíritu Santo, a aferrarnos al amor de Dios y a esperar con paciencia la vida eterna que Jesucristo nos dará (v. 21).

Es un contraste hermoso: mientras los falsos maestros se hunden en su rebelión, los verdaderos hijos de Dios se edifican en la fe, se apoyan en la gracia y miran hacia el regreso de su Salvador.

Pero Judas va más allá. Nos llama a ser instrumentos de esa gracia en un mundo lleno de mentiras. En los versículos 22 y 23, nos dice:

"Ayuden con amor a los que no están del todo seguros de su salvación. Rescaten a los que necesitan salvarse del infierno, y tengan compasión de los que necesitan ser compadecidos."

Es un mandato tierno pero serio. Algunos en la iglesia dudan, tambaleándose bajo las mentiras que han escuchado; otros están al borde del abismo, a punto de caer. Nuestra tarea es alcanzarlos con amor y verdad, como quien saca a alguien de un edificio en llamas. Sin embargo, Judas añade una advertencia:

"Tengan mucho cuidado de no hacer el mismo mal que ellos hacen."

La mentira es contagiosa, y debemos estar alerta para no ser seducidos por su encanto.

Reflexiona por un momento: ¿qué tan fácil es caer en la trampa de la mentira? Nos gusta pensar que Dios pasará por alto nuestros pecados porque nos ama. Queremos un evangelio que no nos desafíe, que no nos exija nada. Pero Judas nos sacude de esa ilusión. Nos recuerda que el amor de Dios no anula Su santidad ni Su justicia.

Sí, Él es misericordioso, pero también es un fuego consumidor (Hebreos 12:29). Los ejemplos de Israel, Sodoma y los rebeldes de antaño no son reliquias del pasado; son advertencias para nosotros hoy.

La mentira puede colarse en nuestras iglesias, en nuestras vidas, disfrazada de piedad, y si no la confrontamos, nos llevará a la ruina.

Judas termina su carta con una doxología gloriosa (vv. 24-25), pero antes de llegar ahí, nos deja con esta advertencia y este llamado. No es un mensaje cómodo, pero es necesario. En un mundo donde las mentiras abundan —mentiras sobre quién es Dios, sobre lo que Él exige, sobre lo que significa seguirle— necesitamos escuchar la voz de Judas con urgencia. No te dejes engañar por quienes te dicen que puedes vivir como quieras y aún así estar bien con Dios. No te conformes con una fe superficial que ignora el pecado y la santidad. Lucha por la verdad, defiéndela con valentía, pero hazlo con amor y humildad.

Y si sientes que las mentiras han ganado terreno en tu corazón o en tu iglesia, no desesperes. Vuelve a la Palabra. Deja que el Espíritu Santo te guíe, que el amor de Cristo te sostenga, y que la esperanza de Su regreso te fortalezca. Porque al final, no se trata de lo que nosotros queremos escuchar, sino de lo que Dios, en Su infinita sabiduría y gracia, ha decidido revelarnos.

Que Él nos guarde de la mentira y nos mantenga firmes en Su verdad, para Su gloria eterna.



Lucas 9:23 - El Mensaje Egocéntrico.

 



Un peon del ajedrez soñando con ser el Rey.

Una Falsa Promesa Frente al Evangelio


Imagina que estás sentado en una iglesia repleta, con luces brillantes y música vibrante llenando el aire. El predicador sube al púlpito y, con una sonrisa carismática, comienza a hablar: "Dios tiene grandes planes para ti. Esos sueños que arden en tu corazón, Él los puso ahí. No dejes que el miedo te detenga; da un paso de fe y reclama lo que te pertenece". La multitud estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros asienten con entusiasmo. Es un mensaje que te hace sentir especial, poderoso, como si el universo entero estuviera alineado para que alcances tus metas. ¿Quién no se sentiría atraído por algo así? Es un evangelio que promete todo lo que el corazón humano desea: éxito, prosperidad, realización personal. Pero, mientras el eco de esas palabras resuena en tus oídos, surge una pregunta inquietante:

¿es este realmente el mensaje de la Biblia? ¿O es algo que hemos moldeado para satisfacer nuestros propios anhelos?

Este es el mensaje egocéntrico, una predicación que ha ganado terreno en muchas iglesias modernas y que, en su esencia, pone al hombre en el centro y relega a Cristo a un segundo plano. No es difícil entender por qué es tan popular. Como dice 2 Timoteo 4:3, llega un momento en que las personas


"no sufrirán la sana doctrina, sino que teniendo comezón de oír, se amontonarán maestros conforme a sus propias concupiscencias".



Este mensaje les da lo que quieren escuchar: que ellos son los protagonistas, que sus sueños y ambiciones son el propósito divino, y que Dios está ahí para ayudarlos a alcanzarlos. Es un evangelio dulce al paladar, pero ¿qué tan fiel es a la verdad que encontramos en las Escrituras?

Piensa en lo que este mensaje enfatiza constantemente: tus sueños, tus metas, tu éxito. Los predicadores egocéntricos te dirán que Dios ha plantado esas aspiraciones en tu interior y que tu tarea es perseguirlas con todo lo que tienes. Si no las alcanzas, la culpa recae sobre ti: no tuviste suficiente fe, no diste ese "paso más allá", no superaste tus miedos. Para ayudarte, te ofrecerán herramientas prácticas —técnicas de motivación, frases inspiradoras, pasos para el éxito— que suenan más a un manual de autoayuda que a la Palabra de Dios. Todo gira en torno a ti: tu esfuerzo, tu valentía, tu potencial. Pero,

¿dónde está la cruz en este mensaje? ¿Dónde está el llamado a negarse a uno mismo, a tomar la cruz y seguir a Cristo (Mateo 16:24)? Esas verdades incómodas parecen desvanecerse en medio de la euforia.

El mensaje egocéntrico también tiene una obsesión particular con el éxito terrenal. Te promete que Dios está interesado en que tengas éxito en los negocios, en tus finanzas, en tu carrera, en cada rincón de tu vida diaria. No es raro escuchar versículos como:

"Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz y no de mal" (Jeremías 29:11) o "Pide, y se te dará" (Mateo 7:7),sacados completamente de su contexto para respaldar esta idea.

Pero si lees esos pasajes con atención, descubrirás que Jeremías 29:11 fue escrito a un pueblo en exilio, prometiendo restauración después de juicio, no prosperidad individual, y que Mateo 7:7 habla de buscar a Dios, no de exigir bendiciones materiales. El mensaje egocéntrico retuerce las Escrituras para alinearlas con los deseos del mundo: riqueza, reconocimiento, comodidad.



¿No te parece curioso que el éxito que promete se vea tan parecido a lo que el mundo ya persigue sin necesidad de Dios?


Y luego está esa frase que resuena una y otra vez: "Cree en ti mismo". Es el mantra del mensaje egocéntrico. Te dicen que todo lo que necesitas está dentro de ti, que tu potencial es ilimitado, que debes trabajar en tu autosuperación día tras día. "Libera lo que hay en tu interior", te insisten, como si fueras una mina de oro esperando ser descubierta. Pero detente un momento y reflexiona: ¿qué dice la Biblia sobre lo que hay dentro de nosotros? Romanos 3:10-18 no deja lugar a dudas: "No hay justo, ni aun uno… no hay quien busque a Dios… no hay quien haga lo bueno, ni siquiera uno." Efesios 2:1 nos describe como "muertos en delitos y pecados", y Jeremías 17:9 añade que el corazón humano es "engañoso más que todas las cosas, y perverso". ¿Qué esperanza podemos encontrar mirando dentro de nosotros mismos? Ninguna. Somos pecadores caídos, rebeldes contra nuestro Creador, merecedores de Su justo juicio. La idea de que podemos "creer en nosotros mismos" para alcanzar algo digno ante Dios es una ilusión que choca frontalmente con la realidad bíblica.

Aquí es donde el evangelio verdadero entra en escena, y su contraste con el mensaje egocéntrico no podría ser más evidente. El evangelio no comienza contigo ni con tus sueños; comienza con un Dios santo que merece toda la gloria. Nosotros, en nuestra condición caída, hemos quebrantado Su ley y nos hemos apartado de Él. No hay nada bueno en nosotros por naturaleza; como dice Romanos 8:7, "la mente carnal es enemistad contra Dios".

Pero en Su infinita misericordia, Dios no nos abandonó. Envió a Su Hijo, Jesucristo, quien se hizo hombre, vivió una vida sin pecado, murió en la cruz cargando el castigo que merecíamos y resucitó al tercer día para vencer la muerte. Él hizo lo que nosotros nunca podríamos hacer. Y ahora, a quienes se arrepienten de su pecado y confían en Él como su único Salvador, les otorga vida eterna. Este es el evangelio: un mensaje que humilla al hombre y exalta a Cristo.

¿Ves la diferencia? El mensaje egocéntrico te dice: "Tú puedes hacerlo; el poder está en ti". El evangelio dice: "Tú no puedes, pero Cristo ya lo hizo". Uno te empuja a buscar el éxito en este mundo; el otro te llama a buscar el reino de Dios y Su justicia (Mateo 6:33). Uno te promete riquezas temporales; el otro te ofrece un tesoro eterno que no se corrompe (Mateo 6:19-20). El éxito bíblico no tiene nada que ver con lo que el mundo valora. Jesús dijo en Juan 18:36: "Mi reino no es de este mundo." Para el cristiano, el éxito no se mide en dólares, títulos o logros personales, sino en obediencia a Dios, fidelidad a Su Palabra y una vida que glorifica a Cristo en todo. Y aún esa obediencia, como nos recuerda Filipenses 2:13, es obra de Dios en nosotros, "porque Él es quien produce en vosotros tanto el querer como el hacer por su buena voluntad". No tenemos de qué jactarnos, ni siquiera de nuestra propia fe.



¿Por qué el mensaje egocéntrico llena iglesias y atrae multitudes?



Porque resuena con los deseos más profundos del corazón humano caído. El mundo ya nos enseña a perseguir nuestras ambiciones egoístas, a pelear por lo que queremos sin importar las consecuencias. El 99.9% de las personas anhelan éxito terrenal, reconocimiento y prosperidad, y este mensaje les ofrece una versión "espiritualizada" de esos mismos ideales. Es un evangelio que no confronta el pecado, no exige arrepentimiento, no señala la cruz. Es fácil de digerir, atractivo, refrescante para quienes no quieren cargar con el peso de la verdad. Pero esa facilidad es su mayor defecto: al evitar la realidad de nuestra condición y la necesidad de un Salvador, deja a las personas atrapadas en su egocentrismo, lejos de la verdadera libertad que solo Cristo puede dar.

No me malinterpretes: Dios no es indiferente a nuestras vidas. Él es un Padre amoroso que cuida de Sus hijos, que promete suplir nuestras necesidades (Filipenses 4:19) y que obra todas las cosas para nuestro bien (Romanos 8:28). Pero Su propósito no es que vivamos para nosotros mismos, sino para Su gloria. El mensaje egocéntrico invierte este orden, convirtiendo a Dios en un medio para nuestros fines, en lugar de reconocernos como instrumentos para los Suyos. Nos seduce con promesas de grandeza terrenal, pero nos aleja del llamado a morir a nosotros mismos y vivir para Aquel que dio todo por nosotros.

Si algo de esto resuena contigo, te invito a hacer una pausa. ¿Qué mensaje estás escuchando? ¿Es uno que te pone en el centro, que te anima a confiar en tu propio potencial? ¿O es uno que te lleva a la cruz, que te humilla ante la santidad de Dios y te llena de asombro por la gracia de Cristo? No te dejes engañar por palabras bonitas que alimentan tu ego. Abre tu Biblia, busca a Cristo en cada página. Lee Romanos y descubre la profundidad de tu pecado y la grandeza de Su salvación. Lee Juan y escucha la voz del Salvador que te llama a una vida nueva. Lee Efesios y maravíllate de cómo Dios te escogió antes de la fundación del mundo para ser Suyo. Deja que el Espíritu Santo transforme tu mente y tu corazón, guiándote a toda verdad.

Mi oración es que Dios despierte a los Suyos de este engaño sutil pero peligroso. Que no nos conformemos con un evangelio que nos exalta a nosotros mismos, sino que anhelemos el evangelio que exalta a Cristo por encima de todo. Porque al final, no se trata de nuestros sueños ni de nuestro éxito; se trata de Él, el Rey de reyes, quien merece toda la gloria, ahora y por la eternidad.