• Malaquías 3:10 es uno de esos versículos que resuena en casi todas las iglesias donde el dinero y la fe se cruzan.
  • En muchas iglesias contemporáneas, es común escuchar a líderes autoproclamarse "apóstoles", reclamando una autoridad especial y un estatus elevado dentro del cuerpo de Cristo.
  • En muchos círculos cristianos, Apocalipsis 3:20 se ha convertido en un versículo emblemático para el evangelismo.
  • La doctrina de la "confesión positiva" enseña que nuestras palabras tienen el poder de crear milagros, pero ¿es esto bíblico? Este artículo examina sus orígenes, contrastándolos con las Escrituras, y advierte sobre su peligrosa desviación del verdadero evangelio de Cristo.
  • La historia de la mujer con el flujo de sangre (Mateo 9:20-22, Marcos 5:25-34, Lucas 8:43-48) es más que un milagro físico: es una lección profunda sobre la verdadera fe. Más allá de la sanidad, Jesús le otorgó salvación, destacando que no fue el manto el que la curó, sino su confianza en Él. Este capítulo explora el significado espiritual de su historia y nos desafía a buscar a Cristo, no solo por sus milagros, sino por la vida eterna que ofrece.
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jueves, 13 de marzo de 2025

Job 1:21 - ¿En mi boca hay un Milagro?




una mujer americana, hablando, declarando, decretando, con fervor, emocion, y pasion.

Desenmascarando la Falsa Doctrina de la Confesión Positiva


Imagina por un momento que estás en un culto lleno de energía, con luces brillantes y una multitud expectante. El predicador sube al escenario, micrófono en mano, y proclama con voz resonante:

"¡En tu boca hay un milagro! Declara lo que quieres, visualízalo con fe, y Dios lo hará realidad".



La gente estalla en aplausos, algunos levantan las manos, otros repiten frases como "Voy a ser sano", "Voy a ser rico", "Voy a triunfar". Es un mensaje embriagador, uno que te pone en el centro del universo, como si tus palabras tuvieran el poder de moldear la realidad. Salud, riqueza, felicidad, éxito —todo al alcance de tu lengua, si tan solo crees lo suficiente y hablas con autoridad. "Tú naciste para ganar", te dicen. "Dios quiere que vivas en abundancia. Solo tienes que pedirlo". Suena irresistible, ¿verdad? Pero mientras el eco de esas palabras resuena, una pregunta se cuela en el silencio de tu corazón:

¿Es esto realmente lo que la Biblia enseña? ¿O estamos frente a una mentira vestida de piedad?


Esta idea —"en mi boca hay un milagro"— ha ganado terreno en ciertos círculos del cristianismo moderno, impulsada por una doctrina conocida como la "confesión positiva" o el "pensamiento positivo". Sus proponentes aseguran que los seres humanos tenemos un poder inherente para cambiar nuestras vidas, que nuestras palabras, cargadas de fe, pueden crear milagros. "Cree, visualiza y dilo en voz alta", insisten. "Las palabras tienen poder para dar vida a tus sueños". Algunos van más lejos, como ese predicador famoso que declara:

"En mi boca está el poder de la vida y de la muerte. Hablaré palabras de vida y no de muerte, de salud y no de enfermedad, de riqueza y no de pobreza, de bendición y no de maldición, porque en mi boca ¡hay un milagro!"


La lista de deseos es predecible: prosperidad material, salud perfecta, éxito terrenal, la realización de cada anhelo personal. Y todo, según ellos, depende de ti: de tu capacidad para imaginarlo y declararlo.

Pero detengámonos aquí y dejemos que la Palabra de Dios hable. Cuando Isaías, el profeta, tuvo una visión del Señor sentado en Su trono, rodeado de serafines que proclamaban Su santidad, su reacción no fue de autoconfianza ni de declaraciones triunfales. Clamó:

"¡Ay de mí! Que soy muerto; porque siendo hombre inmundo de labios, y habitando en medio de pueblo que tiene labios inmundos, han visto mis ojos al Rey, Jehová de los ejércitos" (Isaías 6:5).



Frente a la majestad de Dios, Isaías no vio poder en su boca; vio su propia ruina. Sus labios no eran una fuente de milagros, sino un reflejo de su pecado, de su indignidad. Solo cuando un serafín tocó su boca con un carbón encendido del altar, diciendo "tu iniquidad es quitada y tu pecado purgado" (v. 7), pudo Isaías responder al llamado de Dios. El milagro no estaba en él; estaba en Jehová, el único con poder para limpiar, transformar y obrar.



¿De dónde viene esta enseñanza que pone el milagro en nuestra boca?


No de la Biblia, sino de una fuente mucho más oscura. Mira a Jesús en el desierto, después de cuarenta días de ayuno, hambriento y agotado. Satanás se acercó con una tentación disfrazada de lógica:

"Si en verdad eres el Hijo de Dios, ordena que estas piedras se conviertan en pan" (Mateo 4:3).



¿Qué estaba ofreciendo? Satisfacción inmediata, un milagro a la medida de la necesidad física de Jesús. "Habla, usa tu poder, sacia tu hambre", parecía decir. Luego lo llevó al pináculo del templo:

"Tírate abajo, pues la Biblia dice: ‘Dios mandará a sus ángeles para que te cuiden’" (v. 6).



Aquí, la tentación era la gloria personal: "Haz algo espectacular, que todos te vean, que te aclamen como campeón". Y finalmente, desde una montaña alta, le mostró los reinos del mundo:

"Todo esto te daré si postrado me adoras" (vv. 8-9).



Salud, fama, riqueza —todo al alcance, si Jesús se inclinaba ante el enemigo.



¿Te suena familiar? Es el mismo guion que la confesión positiva usa hoy: "Habla lo que quieres, visualiza tu grandeza, reclama tu abundancia". Pero Jesús no cedió. Respondió con la Escritura:

"No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (v. 4). "No tentarás al Señor tu Dios" (v. 7). "Al Señor tu Dios adorarás, y a Él solo servirás" (v. 10).



En cada paso, rechazó el poder de sus propias palabras y afirmó la soberanía de Dios. Los milagros no estaban en Su boca como hombre; estaban en el Padre, cuya voluntad Él vino a cumplir. Si el Hijo de Dios no se atribuyó ese poder, ¿cómo podemos nosotros, pecadores caídos, reclamarlo?



Esta doctrina no es cristiana


Es una importación del mentalismo oriental, una filosofía pagana que exalta la mente humana y la voluntad propia por encima de la dependencia de Dios. Sus raíces no están en las Escrituras, sino en las tentaciones de Satanás, que siempre ha ofrecido lo mismo: satisfacer los deseos de la carne, los deseos de los ojos y la vanagloria de la vida (1 Juan 2:16). Salud, riqueza, éxito —esas son las promesas que el diablo agita frente a un mundo caído, y la confesión positiva las envuelve en un lenguaje religioso para hacerlas parecer nobles. "Dios quiere concederte los deseos de tu corazón", dicen, torciendo Salmo 37:4, que en realidad nos llama a deleitarnos en el Señor primero, para que nuestros deseos se alineen con Su voluntad, no con nuestros caprichos.



Y aquí está el engaño más astuto: “funciona”. Los defensores de esta enseñanza lo proclaman con orgullo: "Sé que es verdad porque funciona para mí y mi familia". Pero ¿es eso una prueba de su veracidad? Satanás también "funciona". Cuando tentó a Eva en el Edén, le ofreció conocimiento y poder: "Seréis como Dios" (Génesis 3:5). Y en cierto modo, ella obtuvo lo que él prometió —abrió los ojos—, pero a un costo devastador: la muerte espiritual y la separación de Dios. Que algo "funcione" no lo hace verdadero ni santo.



Las tentaciones de Satanás prosperan porque apelan a lo que el corazón caído ya desea: egoísmo, orgullo, control. La confesión positiva toma esos deseos corruptos y los disfraza de fe, haciendo que la gente se sienta espiritual mientras persigue lo que el mundo siempre ha anhelado.

Mira lo que dice la Biblia sobre el poder humano. En Éxodo 4:11, Dios le pregunta a Moisés:

“¿Quién dio la boca al hombre? ¿O quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová?”.

El poder no está en nosotros; está en Él. Romanos 11:36 lo deja claro:

"Porque de Él, y por Él, y para Él, son todas las cosas".



Dios es soberano sobre cada circunstancia, cada bendición, cada prueba. Él decide si prosperamos o si enfrentamos escasez, no porque declaremos algo con nuestra boca, sino porque Su propósito perfecto se cumple en nuestras vidas. Job lo entendió bien:

"Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito" (Job 1:21).



¿Dónde está el milagro en la boca de Job? No lo había. Su esperanza estaba en el Dios que controla todo, no en sus palabras.



¿Por qué esta doctrina seduce a tantos?


Porque odia al verdadero Dios. Sí, lo digo con toda seriedad: quienes predican la confesión positiva temen y rechazan al Dios soberano, santo y omnisciente de la Biblia. Ese Dios —el que conoce cada cabello de tu cabeza (Mateo 10:30), el que ordena los tiempos y las estaciones (Daniel 2:21), el que obra todas las cosas según el designio de Su voluntad (Efesios 1:11)— les aterra. Porque un Dios así no puede ser manipulado por nuestras declaraciones ni reducido a un genio que cumple deseos. Él no existe para darnos salud y riqueza a nuestro antojo; existe para ser adorado, y nosotros existimos para Su gloria. Pero en lugar de mostrar a este Dios, los predicadores de la confesión positiva erigen un ídolo a su medida: un dios débil, dependiente de nuestras palabras, un títere de nuestras ambiciones.



Piensa en lo que esto significa para el evangelio.


El verdadero evangelio no nos exalta; nos humilla. Nos dice que somos pecadores, muertos en delitos y pecados (Efesios 2:1), incapaces de salvarnos o de crear nada bueno por nosotros mismos. Nos señala a Cristo, quien cargó nuestro castigo, venció la muerte y nos dio vida eterna por Su gracia, no por nuestras declaraciones (Efesios 2:8-9). Ese evangelio no promete abundancia terrenal como meta; promete a Cristo mismo, y con Él, la esperanza de un reino eterno donde no habrá más lágrimas (Apocalipsis 21:4). En cambio, la confesión positiva nos hace dioses pequeños, (como dijo uno de los mayores estafadores de la fe de estos tiempos, “Somos Jehová Junior”) nos enseña a buscar las cosas del mundo que pasan —"los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida" (1 Juan 2:16)— y nos aleja del Dios que permanece para siempre.

Y aquí está el peligro final: este evangelio falso tiene consecuencias eternas. Pablo lo advirtió sin rodeos en Gálatas 1:8-9:

"Pero si aún nosotros, o un ángel del cielo, les anuncia otro evangelio diferente del que les hemos anunciado, quede bajo maldición. Como antes lo hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno les predica un evangelio diferente del que han recibido, quede bajo maldición."



No hay términos medios. Predicar que el poder está en nuestra boca, que podemos declarar milagros y exigir bendiciones, es un evangelio diferente, una mentira satánica que lleva a la perdición a quienes la creen y a quienes la enseñan. La recompensa de este engaño no es la abundancia que prometen, sino la maldición que la Palabra asegura.



Entonces, ¿en mi boca hay un milagro? No. En mi boca hay pecado, como en la de Isaías, hasta que Dios la purifica. El poder no está en mí; está en Jehová, el Rey soberano que hace lo que quiere, cuando quiere, para Su gloria y nuestro bien. Si anhelas salud, riqueza o éxito, no mires a tus palabras; mira a Cristo. Si buscas un milagro, no lo declares con arrogancia; pídelo con humildad al único que puede obrarlo.

Y si has sido seducido por esta doctrina, te suplico: abre tu Biblia. Lee Mateo 4 y ve cómo Jesús venció la tentación. Lee 1 Juan 2 y recuerda que ama el mundo. Lee Romanos 11 y póstrate ante la soberanía de Dios.

Que el Espíritu Santo te libre de este ídolo y te guíe al verdadero Salvador, porque en Él, no en tu boca, está el milagro que realmente necesitas: la vida eterna.








2 Timoteo 2:15 - ¿Vale la Pena Pelear por la Verdad?

un peleador americano despues de un gran combate, podemos ver sus manos vendadas

 Una Defensa Bíblica de la Fe

En una cultura donde la verdad es relativizada y las discusiones doctrinales son vistas como arrogantes o innecesarias, la idea de "pelear por la verdad" puede parecer anticuada o incluso ofensiva. Entre algunos evangélicos modernos, la noción de defender las verdades esenciales del cristianismo con firmeza es considerada políticamente incorrecta, un vestigio del fundamentalismo que debería ser abandonado en favor de un tono más conciliador y dialogante. Sin embargo, ¿es esta postura consistente con lo que enseña la Escritura? ¿Es realmente inútil o inapropiado contender por la verdad en un mundo posmoderno? En este capítulo, examinaremos por qué la batalla por la verdad no solo es necesaria, sino también una responsabilidad sagrada para todo creyente, y cómo debemos llevarla a cabo con la actitud correcta.


La Guerra Ideológica: Verdad contra Error

La Escritura nos enseña que la batalla cósmica entre Dios y Satanás no es principalmente un conflicto de obras buenas contra malas, sino una guerra ideológica entre la verdad y el error. Satanás, el padre de la mentira (Juan 8:44), tiene como objetivo principal confundir, corromper y negar la verdad de Dios con tantas falacias como sea posible. Desde el principio, su estrategia ha sido torcer la Palabra divina: "¿Conque Dios os ha dicho…?" (Génesis 3:1). Este ataque contra la verdad ha sido constante a lo largo de la historia y sigue siendo una realidad hoy.

Por esta razón, la batalla por la verdad no es un asunto trivial ni opcional para el cristiano. Es el campo de batalla donde se libra la guerra espiritual en la que todos estamos involucrados. Como dice Efesios 6:12:
 
"Porque no tenemos lucha contra sangre y carne, sino contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones celestes."
 
Para enfrentar esta lucha, debemos ceñirnos con el cinturón de la verdad (Efesios 6:14) y ser capaces de distinguir entre la doctrina sana y el error, defendiendo la primera y confrontando el segundo con valentía.

La Obligación de Defender la Verdad

La Escritura nos manda claramente a defender y proclamar la verdad que Dios nos ha revelado. Judas 3 nos exhorta a "contender ardientemente por la fe que de una vez para siempre fue entregada a los santos." Pablo, al escribir a Timoteo, lo instruye a que maneje correctamente la Palabra de verdad (2 Timoteo 2:15) y a que reprenda, corrija y exhorte con toda paciencia y doctrina (2 Timoteo 4:2). Estas instrucciones no son sugerencias; son mandatos que reflejan la seriedad con la que debemos tratar las verdades centrales del cristianismo.

Donde la Palabra de Dios habla con claridad, tenemos la obligación de obedecerla, defenderla y proclamarla con una autoridad que refleje nuestra convicción de que Dios ha hablado irrevocablemente. Esto es especialmente crucial cuando las doctrinas cardinales del cristianismo —como la deidad de Cristo, la justificación por la fe sola o la autoridad de las Escrituras— están bajo ataque. No podemos permanecer pasivos ni silenciosos frente al error, pues hacerlo sería deshonrar a Dios y permitir que los falsos maestros engañen a los incautos.

La Impopularidad de la Verdad: Una Realidad Antigua y Moderna

Defender la verdad nunca ha sido popular. En el primer siglo, los apóstoles enfrentaron oposición feroz por proclamar las verdades del evangelio. Pablo fue encarcelado, apedreado y finalmente martirizado por su compromiso con la verdad. Jesús mismo fue crucificado por declarar que Él era el camino, la verdad y la vida (Juan 14:6). La impopularidad no detuvo a los apóstoles ni al Señor, y no debería detenernos a nosotros.

Hoy, en un mundo posmoderno que relativiza la verdad y considera cualquier tono de firmeza como "militante" o "inapropiado", los creyentes que se alzan por la verdad son frecuentemente criticados. La metáfora de la guerra no encaja con las sensibilidades contemporáneas, donde las diferencias doctrinales se ven como triviales y el tono de la conversación se valora más que su contenido. Sin embargo, la Escritura no se doblega a las tendencias culturales. La verdad no es negociable, y nuestra responsabilidad de defenderla no depende de si es bien recibida o no.

El Ejemplo Apostólico: Hablar la Verdad con Firmeza y Amor

El apóstol Pablo nos ofrece un modelo claro de cómo contender por la verdad sin comprometer ni el mensaje ni la actitud. Pablo era justo con sus oponentes, nunca tergiversando sus enseñanzas ni mintiendo sobre ellos. Sin embargo, no dudaba en identificar y confrontar el error con claridad. En su enseñanza diaria, hablaba con la paciencia y ternura de un padre (1 Tesalonicenses 2:7-11), pero cuando las circunstancias lo requerían, podía ser directo e incluso mordaz.

Por ejemplo, en 1 Corintios 4:8-10, usa un tono sarcástico para reprender la arrogancia de los corintios:


"Ya estáis saciados, ya estáis ricos, sin nosotros reináis. ¡Y ojalá reinaseis, para que nosotros reinásemos también con vosotros!"


En Gálatas 5:12, emplea una ironía contundente contra los judaizantes:


"¡Ojalá se mutilasen los que os perturban!"


Este tipo de lenguaje, usado también por Elías (1 Reyes 18:27), Juan el Bautista (Mateo 3:7-10) y Jesús mismo (Mateo 23:24), no era crueldad ni falta de amor, sino una herramienta para resaltar la gravedad del error y despertar a los oyentes de su engaño.

Pablo también enfrentó el error directamente, incluso cuando venía de alguien tan respetado como Pedro. En Gálatas 2:11-14, lo reprendió públicamente por su hipocresía al ceder ante los judaizantes, mostrando que la verdad del evangelio no puede ser comprometida, ni siquiera por temor a lo que otros piensen. A diferencia de muchos hoy, que prefieren encubrir el error con un exceso de benevolencia o otorgar el beneficio de la duda a falsos maestros, Pablo no vaciló en catalogar el error como tal y confrontarlo con claridad.

La Verdadera Caridad: Hablar la Verdad, No Encubrir el Error

La idea posmoderna de "caridad" suele traducirse en evitar conflictos a toda costa, suavizar las diferencias doctrinales y dialogar indefinidamente con aquellos que enseñan error. Sin embargo, la caridad bíblica no consiste en encubrir el error ni en dar legitimidad a falsas enseñanzas. Como dice Efesios 4:15, debemos hablar "la verdad en amor", lo que implica tanto la proclamación fiel de la verdad como una actitud de amor genuino hacia los demás.

Pablo no invitaba a falsos maestros a "dialogar" ni aprobaba tal estrategia, ni siquiera cuando Pedro mostró deferencia indebida hacia ellos. Su enfoque no era una falsa benevolencia ni una cortesía artificial que busca agradar a todos; era un compromiso firme con la verdad, acompañado de un amor que buscaba la restauración de los que estaban en error (2 Timoteo 2:24-25). La verdadera caridad no ignora el error, sino que lo confronta con el objetivo de rescatar almas y glorificar a Dios.

¿Vale la Pena Pelear por la Verdad?

La respuesta clara de la Escritura es sí. La verdad de Dios no es un asunto académico o trivial; es el fundamento de nuestra fe, la base de nuestra salvación y la guía para nuestra vida. Abandonar la lucha por la verdad sería ceder terreno al enemigo y permitir que el error corrompa la iglesia y engañe a las almas.

Esto no significa que debamos ser contenciosos o arrogantes. Como Pablo, debemos contender con humildad, paciencia y amor, pero sin comprometer la claridad ni la firmeza. No peleamos por opiniones humanas ni por orgullo personal, sino por la Palabra que Dios nos ha dado, que es "viva y eficaz" (Hebreos 4:12) y capaz de transformar vidas.

Un Llamado a la Valentía en la Defensa de la Fe

Amado lector, la batalla por la verdad no es fácil ni popular, pero es necesaria. En un mundo que rechaza la idea misma de verdad absoluta y considera cualquier postura firme como intolerante, debemos recordar que nuestra lealtad no es a las tendencias culturales, sino a Cristo, quien es la Verdad encarnada (Juan 14:6). Como Pablo, estemos dispuestos a hablar la verdad con amor, a confrontar el error con valentía y a defender el evangelio con una convicción que refleje la certeza de que Dios ha hablado.

No permitamos que las voces del mundo nos silencien ni que el temor al rechazo nos haga retroceder. La verdad de Dios vale la pena ser defendida, porque es la verdad que nos hace libres (Juan 8:32), que salva almas y que glorifica al único digno de toda honra. Que el Espíritu Santo nos dé la sabiduría, la fortaleza y el amor necesarios para contender ardientemente por la fe, para la gloria de nuestro Salvador.